Todo esto —que hoy releo con algo de nostalgia y con una sintonía fuerte pero no completa— jugó un papel importante en mi lejana conversión —con perdón de la palabra, demasiado pretenciosa para el caso.
No sé cuán aprovechable es esto hoy día, no sé si Pascal puede servir a los cristianos (aunque sea implícitos o potenciales) del siglo XXI. Peter Kreeft dice que sí.
…. Humíllate, pues, razón impotente; calla, naturaleza imbécil; sepan que el hombre supera infinitamente al hombre y aprendan del maestro cuál es vuestra verdadera condición, que ignoran. Escuchen a Dios.
Porque, al fin de cuentas, si el hombre jamás hubiese estado corrompido, gozaría de su inocencia, de la verdad y felicidad con seguridad. Y si el hombre siempre hubiese estado corrompido, no tendría idea ninguna de la verdad ni de la beatitud. Pero, desgraciados de nosotros, y más que si no tuviésemos grandeza ninguna en nuestra condición, tenemos una idea de la felicidad, y no podemos llegar a ella; sentimos una imagen de la verdad y no poseemos sino la mentira; incapaces de ignorar absolutamente y de saber con certeza. ¡Tan manifiesto es que hemos estado en un grado de perfección del que desgraciadamente hemos caído!
Cosa sorprendente, sin embargo, que el misterio más alejado de nuestro conocimiento, el de la transmisión del pecado, sea una cosa sin la cual no podemos tener conocimiento ninguno de nosotros mismos.
Porque no hay duda de que nada choca más a nuestra razón que decir que el pecado del primer hombre haya hecho culpables a los que, estando tan alejados de esta fuente, parecen incapaces de participar de ella. Esta corriente, no solamente nos parece imposible, sino hasta sumamente injusta; porque ¿qué hay de más contrario a las reglas de nuestra miserable justicia que condenar eternamente a un niño incapaz de voluntad por un pecado en que parece haber tenido tan poca parte y que fue cometido seis mil años antes de que viera el ser? Ciertamente, nada nos repele más fuertemente que esta doctrina; y, sin embargo, sin este misterio, el más incomprensible de todos, somos incomprensibles a nosotros mismos. El nudo de nuestra condición se anuda en este abismo; de suerte que el hombre es más inconcebible sin este misterio que lo que este misterio es inconcebible para el hombre.
Porque, al fin de cuentas, si el hombre jamás hubiese estado corrompido, gozaría de su inocencia, de la verdad y felicidad con seguridad. Y si el hombre siempre hubiese estado corrompido, no tendría idea ninguna de la verdad ni de la beatitud. Pero, desgraciados de nosotros, y más que si no tuviésemos grandeza ninguna en nuestra condición, tenemos una idea de la felicidad, y no podemos llegar a ella; sentimos una imagen de la verdad y no poseemos sino la mentira; incapaces de ignorar absolutamente y de saber con certeza. ¡Tan manifiesto es que hemos estado en un grado de perfección del que desgraciadamente hemos caído!
Cosa sorprendente, sin embargo, que el misterio más alejado de nuestro conocimiento, el de la transmisión del pecado, sea una cosa sin la cual no podemos tener conocimiento ninguno de nosotros mismos.
Porque no hay duda de que nada choca más a nuestra razón que decir que el pecado del primer hombre haya hecho culpables a los que, estando tan alejados de esta fuente, parecen incapaces de participar de ella. Esta corriente, no solamente nos parece imposible, sino hasta sumamente injusta; porque ¿qué hay de más contrario a las reglas de nuestra miserable justicia que condenar eternamente a un niño incapaz de voluntad por un pecado en que parece haber tenido tan poca parte y que fue cometido seis mil años antes de que viera el ser? Ciertamente, nada nos repele más fuertemente que esta doctrina; y, sin embargo, sin este misterio, el más incomprensible de todos, somos incomprensibles a nosotros mismos. El nudo de nuestra condición se anuda en este abismo; de suerte que el hombre es más inconcebible sin este misterio que lo que este misterio es inconcebible para el hombre.