No son exactamente la misma cosa, creo, la pregunta que nos hicieron, la pregunta que rehicimos y las preguntas que nos contestaron. Suele pasar. Pero, como no teníamos respuestas preparadas, ni íbamos hacia una dirección particular, no viene mal ver las variantes y matices de la cuestión.
Más que aportar respuestas propias (tengo? creo que no) o que juzgar ajenas, quisiera al menos dar una idea de en qué sentido me interesó la cuestión; o mejor dicho, en qué espíritu quería mirarla.
Muchos salieron a contestar la hipotética objeción. Es comprensible (cómo no!) el impulso de salir a defender, cuando el mundo está diciendo a gritos que el cristianismo no sirve para nada.
Pero quería dejar de lado, al menos por un momento, el papel de abogado defensor. Una especie de ejercicio de ascesis el que me gustaría poder hacer (algún día…). Discenir si algunos de «nuestros» argumentos son falsos (o en qué plano) o tramposos.
Evocábamos, por ejemplo, a Chesterton, con «El hombre eterno», una obra (maestra, si quieren) de defensa del cristianismo. Quisiera creer que uno puede amar a Chesterton y al mismo tiempo tener la serenidad de juicio para ir separando la paja del trigo: discriminar los hallazgos, las verdades, las ingeniosidades, las arbitrariedades y los despropósitos.
Otro ejemplo: Castellani admiraba a Kierkegaard, y tendía a defenderlo y mirar por el buen lado todo lo que dijera. Como una madre a un hijo. Después de todo, decía Castellani, ese es «el talante del amor».
Sí, pero hay hijos malos; y hay ciertas cegueras maternales para con los defectos del hijo que no son amor, sino una corrupción del amor.
Esta especie de desafío que me hago, con más vanidad que esperanzas, viene emparentado con otro: el de no renegar de mi tiempo, de ver las cosas con los anteojos que mi época me da. Esto suena algo complaciente; y más de un antimoderno me dirá que no tenemos que acomodarnos al siglo, y que tratar de ver las cosas con la mirada moderna es transigir y renunciar a la lucha. Cobardía disfrazada de virtud. Bien. Yo mismo me lo digo, no crean.
Pero —y esto no es nada original— también hay cobardía del otro lado. Puede haber cobardía en el desdén integrista, del que «manda el mundo al diablo» y que vive denunciando y lamentado las taras de la mentalidad moderna.
¿En qué medida es cobardía? En la medida, digamos provisionalmente, en que esa mentalidad -de hecho y de derecho- también nos pertenece. En esa medida, renegar de esa mentalidad bien puede ser una traición al prójimo -y a uno mismo.
Un ejemplo. Uno (católico, nada progresista) se tropieza con la consabida objeción de un incrédulo:
—Yo entiendo que en la Edad media un cristiano pudiera creer que su religión era «la religión verdadera». Pero hoy, en el siglo XXI, uno no puede creer eso.
Mirá un poco y vas a ver el montón de religiones que hay, cada una cree en lo suyo. Y te imaginás el montón de indios americanos que vivieron un montón de siglos «afuera», con sus propias religiones ? Y los chinos ? Y los que vivieron antes de Cristo ? Además, antes creían que el mundo era más joven. Hoy sabemos que ha habido muchísimas generaciones de hombres, despegándose de a poco de la animalidad. Con esa perspectiva, resulta ridículo pensar que la religión de un grupito de gente durante un tiempo mínimo sea «la verdadera». Vamos, che…
Uno escucha eso… ¿y qué responde? La respuesta
(sea articulada o solamente pensada) suele ir por este
camino: «Estos modernos… qué taras tienen, que tontos
y qué soberbios son. Como si fueran más inteligentes
que los medievales. Como si los números importaran algo
en esas cuestiones. Qué estupidez» Y alguno
tratará de argumentar, en el modo apologético racional: «Que haya muchas religiones que dicen tener
la verdad, y que sólo una de ellas sea la verdadera, es algo perfectamente coherente. Que sean tres o mil, no cambia nada. No veo cuál es la contradicción».
Argumento a la defensiva. En guardia para rechazar lo que se percibe como un ataque.
Pero acaso el pobre argumento no fuera un ataque. Acaso en el fondo sea más bien un pedido de ayuda. Y no sólo eso: acaso estemos en el mismo barco.
Quiero decir que ese desprecio es peligroso. Tal vez debamos asumir esas objeciones, bajar la guardia, y sincerarnos con nosotros mismos; tal vez entonces encontremos que la dificultad planteada no nos es tan ajena. Porque la objeción del incrédulo moderno es una expresión (pobre si quieren, pero … ¿quién sabe expresarse? yo no) de un espíritu, un contexto mental, una imago mundi. Y sospecho que si esa manera de ver (o de no ver) no es una virtud, tampoco es una maldición: quizás más bien una cruz, que debemos cargar juntos.
Mi admiración por C. S. Lewis no es sin reparos, ya lo he dicho. Pero precisamente en este aspecto lo tengo como una especie de modelo. Y tal vez también al cardenal Newman.
Tipos que se hacían cargo, que no miraban para otro lado.
Por los frutos los conocemos.