Muchas de sus observaciones quedaron obsoletas en pocos años (como él mismo advierte en notas de ediciones posteriores), sobre todo después de la revolución maoísta.
El libro, en sí, con sus notas cortas que alternan admiraciones y desprecios (un formato y un estilo muy apto para un blog, ahora que lo pienso) no me ha deslumbrado, ciertamente. Pero tampoco me ha disgustado ni aburrido: tiene cierta libertad de espíritu, algunas observaciones y algunos pensamientos para roer y (si no me equivoco) algunos toques de poesía, aquí y allá.
En Pekín he comprendido el sauce, no el sauce llorón, sino el sauce erguido, que es el árbol chino por excelencia.
El sauce tiene algo de evasivo. Su follaje es impalpable, su movimiento se parece a una confluencia de corrientes. Hay más movimiento del que vemos, del que nos muestra.
El menos ostentoso de los árboles.
Y aunque siempre estremecido (no el estremecimiento breve e inquieto de los abedules y de los álamos), no parece ensimismado ni está atado: está siempre bogando y nadando para mantenerse a flote en el viento, como el pez en la corriente del río.
Poco a poco el sauce nos educa, dándonos su lección cada mañana.
Una paz hecha de vibraciones nos domina, hasta que al fin uno no puede abrir la ventana sin tener ganas de llorar.