- Arrancamos con «Buen día», o, mejor, más informal todavía: —»Bueno … buen día!«. Y además —esto es especialmente ridículo— repite el «Buen día» minutos después, al empezar (micrófono en mano y bajando entre la gente) el sermón.
- Toda la misa —sobre todo cuando la gente contesta— haciendo gestos de «Sí» con la cabeza, como asintiendo, o alenténdonos, o felicitándonos, o vaya a saber qué.
- Siempre «vos» en lugar de «tú» al dirigirse a Dios (un clásico ya). En la consagración, sin embargo, mantiene el «vosotros».
- Recuerdo los discursos (de las fiestas escolares, sobre todo) cuando el lector se preocupa por mirar alternadamente al texto escrito del discurso y al público.
Igual acá. No sólo leyendo el evangelio, sino las oraciones de la misa. Siempre buscando la conexión visual con la gente.
Espantoso, a mi ver. En ningún momento da la idea de que estuviera hablándole a Dios; y recuerdo lo que decía Michaux del Padre Pío y me dan ganas de llorar. - Antes del acto penitencial del comienzo, no sólo «nos invita» (esa palabra me tiene harto): ahora extrema su delicadeza con el respetable publico al punto de sugerirnos «Ahora, si les parece, los invito a … «. Parece un vendedor ambulante. Sólo falta que cuando termine la misa nos pida disculpas por si nos molestó en algo y nos agradezca por la atención dispensada.
- En las oraciones que debe pronunciar con los brazos extendidos y las palmas arriba, no puede resignarse al hieratismo. Y mueve los brazos, quizás luchando con la tentación de gesticular como un pastor yanqui. ¿Recuerdan a Perón saludando al pueblo desde el balcón? Bueno, muy parecido.
No viene mal que cuando vemos algo feo o ridículo podamos decir, con libertad de espíritu —sin indignarnos demasiado nosotros, y sin que se indigne el criticado— «eso es feo», «eso es ridículo». Se trata, en suma de procurar mantener la sensatez, en tiempos tan proclives a hacernos perder el juicio, sea «por carta de más o por carta de menos«.