(Del evangelio de este domingo)
— Sí, sí, claro, por supuesto, está muy bien aquello de las bienaventuranzas, está perfecto… pero… mirá, justo hoy, aquí, en este caso particular (en esta discusión en este hilo de este foro de este sitio web) a mí me importa ganar el respeto de los adversarios. No se trata de mi prestigio personal, se trata del prestigio de la causa. No es bueno que yo (defensor del cristianismo) quede en el papel de estúpido, porque mi desprestigio alejará a la gente de la Verdad, y yo quiero y debo atraerla.
(Y no sólo en polémicas contra incrédulos, sino en cualquier argumento: menoscabar mi prestigio es perder capacidad de convencimiento, y por lo tanto -dado que yo tengo razón- perder capacidad de hacer el bien. Si estoy discutiendo cualquier tema en un mail, debo esforzarme en salir ganador en todo meandro del argumento, por lateral que sea; si doy impresión de debilidad, dejaré al otro en las tinieblas del error —por ejemplo, convencido de que Shrek es mejor que Totoro).
(Y no sólo ante los adversarios exteriores, sino ante los interiores; perder una discusión, quedar como un idiota ante uno mismo, perder autoestima intelectual, es peligroso para mi alma porque puede debilitar mis convicciones, paralizarme y abrir las puertas a las dudas y la angustia).
Pero, paréntesis aparte, que te quede claro lo esencial: se trata de atraer a la gente a la Verdad. Que digan «este González, es un nabo», por ahí no importa mucho; pero que digan «estos católicos, son unos nabos», y que lo digan a causa mía… eso no, de ninguna manera.
De modo que… entiendo que un cristiano pueda alegrarse de que lo desprecien intelectualmente, cómo no… pero yo (yo, yo, yo; se trata de mí, ¿entendés? ¡mi caso es distinto!)… a mí lo que me hace falta, mejor, es prestigio. Para hacer el bien, nomás. El prestigio que da autoridad. Autoridad intelectual -y moral, y estética, si a mano viene. No te digo una autoridad enorme, un poquito nomás, la suficiente para mi entorno.
Aunque, desde ya, no me molestaría tener una autoridad grande, algún celebridad, si se diera… yo la usaría para la buena causa. Es cierto que ahora estoy un poco alejado de la investigación científica, pero siempre está, aunque remota, la posibilidad de descubrir algo ¿no? Imaginate, tener alguna inspiración súbita (ya que la vía común —estudio y transpiración— a estas alturas hay que descartarla) y resolver algún problema científico importante, y ser famoso… Y entonces, cuando vengan a hacerme reportajes les diré que soy católico; y que todo lo aprendí en la Suma Teológica… Y cuando en una discusión los cientificistas se burlen de los creyentes, saltará mi nombre y tendrán que irse con el rabo entre las patas. Y los portales católicos me nombrarán cada vez que salga el tema de religión y ciencia, y los incrédulos pensarán: «Si un cerebro como el de aquel González, el argentino que unificó la relatividad general con la física cuántica, que inventó algoritmo que lleva su nombre para factorizar números en tiempo polinomial, y de yapa demostró la hipótesis de Riemann… ese que recibió el Nobel de Física y el Millenium Prize… si este tipo es católico… yo no sé, no sé, la verdad que esto me obliga a replantearme un montón de cosas…» Y con la plata de los premios podría publicar solicitadas en los diarios (una página entera de Clarín para soltar unas cuantas verdades…) y publicidad para contrarrestar los ataques de los medios a la Iglesia y…
Bueno, sí, me fui un poco de tema… lo decía así, exagerando, como para que se entienda… no lo vas a tomar en serio… (¿no pensarás que alguna vez tuve fantasías por el estilo, no? ¡por favor!) … pero, en otra escala, muuuuucho más modesta… bueno, es parecido. La cosa es defender la verdad.
Pero ¡escuchame! ¿No ves cómo están las cosas y quiénes tienen la sartén por el mango? ¿No ves quiénes son los dueños de los medios, los que forman opinión, los que arman los programas educativos, los que son más leídos y creídos? ¡Somos el último orejón del tarro! Y pará un poquito con lo de la humildad, la mansedumbre y el diálogo, con lo de poner la otra mejilla y ver los valores positivos del mundo contemporáneo y todo ese discurso. No está el horno para bollos. Y ya sé lo que dice San Pablo de la sabiduría del mundo… Pero, qué… tampoco vamos a repudiar la razón, no podemos resignarnos al ostracismo cultural, no somos fideístas ni pietistas. No es cuestión (el mismo papa lo dice) de ponernos a un costado de la corriente intelectual contemporánea – en todo caso, debemos sentirnos por encima. Por eso, un poquito de suficiencia no viene mal. Que la tropa no sienta complejos de inferioridad; que uno puede tener la verdad, aun sin entender física cuántica o filosofía moderna. Yo, sin ir más lejos, entiendo poco y nada de Kant, y no hablemos de Heidegger; pero bueno, tampoco es cuestión de ser demasiados sinceros con esas confesiones de ignorancia. ¿Para qué? En cierto sentido, en el que importa, somos más sabios que todos ellos ¿no? Tenemos cierto derecho a suponer que están en el error -y que la porción de verdad que tienen nosotros ya la teníamos. Tenemos derecho a ser un poquito sobradores -en lo intelectual y lo moral. «Sin makes you stupid», podemos decirles, a pesar de todo.
Es como el caso del maestro que sabe que tiene la obligación de ganarse el respeto de sus alumnos para ser escuchado y trasmitir su enseñanza -es por el bien de ellos que el docente debe maquillar sus ignorancias y tratar de parecer más sabio de lo que es; sólo por el bien de los que tienen cosas que aprender. ¡Y hay tanta, tanta gente necesitada de aprender!
Habrá un momento para hablar con la guardia baja, y exponerse al desprecio y a perder prestigio. Pero no puede ser este momento.
Ahora, sobre todo con esto de internet, hay que enseñar. Propaganda, sí – no es mala palabra. O evangelización, si te suena mejor. Y para eso hay que aprovisionarse. Pertrechos materiales (plata, por qué no) pero también intelectuales y morales. ¿Viste que ahora se estila hablar de «autoridad moral»? Bueno, eso. Autoridad moral y autoridad intelectual, eso nos hace falta. No por el bien de uno sino para el de los otros.
Autoridad para convencer.
Estas cosas trataba yo de hacerle entender a mi ángel de la guarda. Y no lo convencí. Para nada.
—Viví. Estoy muerto. He sido enterrado. Mi alma está desnuda, aferrada a un no sé qué vertiginoso, como un arbusto en el flanco de un acantilado. Ya no soy lo que creía ser. Ya no tengo nada de que creía tener. ¡Ah! si lo hubiese dado todo, o simplemente perdido todo en vida, no me sentiría tan viscoso… ¿Quién podrá decirme por qué me siento tan viscoso?
El Ángel procurador respondió:
—Son los honores de los que fuiste tan ávido, es tu deseo de gloria, tu preocupación por sobrevivir en la memoria de los hombres.
—Yo me decía: es por la gloria de Dios.
—Y sólo era por la tuya.
—¿Quién me dirá por qué la sustancia de mi alma está tan pegajosa?
—Es todo el dinero que ganaste.
—Yo me decía: será para buenas obras.
—Y sólo era para satisfacer tu codicia….
Jean Guitton – Testamento filosófico
Christian Chabanis – «¿Existe Dios? No» – (epílogo)