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De incoherencias – 2

Vamos al segundo tipo de incoherencia: acá no es el caso de tener un pie del lado verdadero y otro del erróneo. Si nos parece incoherente que fulano diga, por un lado, «Sí a A» y, por otro, «No a B», es porque contrapone mal los términos, porque traza la línea divisoria en la dirección equivocada. Hay razones para afirmar y también para negar A… en distintos planos (secundum quid); y lo mismo con B. Pero afirmar uno y negar el otro en el mismo plano (o simpliciter) es una incoherencia, signo de que se están confundiendo los planos.

Y es más bien este tipo de incoherencias a la que estaba apuntando con aquella analogía con tiempos y espacios. Pero el catolicismo abunda en casos análogos: y así debe ser, dada su tendencia a la totalidad, a mantener las tensiones (a preferir el «y» al «o», según suele decirse). Tratemos de dar un par de ejemplos.

Primero: «el mundo». Sabemos que su valoración por el cristianismo es fuertemente ambivalente: hay momentos (momentos dentro de cada cristiano individual, dentro de la cristiandad histórica, y dentro de la Biblia) en los que el «mundo» aparece alternativamente como algo bueno y como algo malo. Es fácil decir (como digo yo) que son «distintos planos», es fácil armar explicaciones… teóricas. Lo difícil es mantenerse fiel a esa tensión, en la práctica. Porque es de esas tensiones incómodas y oscuras, que se resisten a servir a nuestras —demasiado humanas— batallas y simpatías. Así, insensiblemente, vamos redibujando esa esquiva línea divisoria; y metemos todo lo que nos irrita, humilla y molesta del mundo que nos rodea en la bolsa de ese «mundo» odiable. Y cuando el nuevo Testamento dice pestes del mundo y de «los que que son del mundo», creemos entender precisamente de qué está hablando (claro!, es «este mundo» arrogante, el hedonismo, el poder, la tecnología y el dinero; el mundo que sale en TV) y hasta sentimos la consoladora ilusión de comulgar con los sentimientos de san Juan, o de Jesucristo. Después apagamos la TV, y abrimos un libro de historia medieval, o algo que evoque aquel mundo… la cristiandad pujante, las catedrales, el gregoriano, los reyes católicos… y ahora, aquellas palabras de san Juan… ahora no nos entusiasma tanto recordarlas. Como si a aquel «mundo» no le cupiera ese sayo. Ya sé que nadie pretende que aquel mundo fuera la cristiandad ideal; no me meto a juzgar eso, ni siquiera si aquel mundo era o no mejor que este. Lo que digo es que es incoherente amar uno y odiar otro en ese mismo plano; no podemos decir «Sí» a aquel y «No» a este (con todos los reparos y matices que quieran poner: sabemos de qué estamos hablando) y pretender fundar este «No» en criterios evangélicos. Si es justo indagar en qué medida este mundo moderno que sale en TV es ese mundo que condena el evangelio, también es justo indagarlo (con igual severidad y con igual compasión) con respecto al mundo medieval que sale en los libros de historia. Se sobreentiende que los que caen en esta incoherencia no niegan normalmente esto en teoría, sino en la práctica; pero la práctica es lo que importa.

(Algo bastante parecido, me temo, está pasando con otra oposición que se va agudizando, incluso entre católicos no tradicionalistas: sí a la familia, no al estado… Pero en esta inquietud probablemente estoy solo; así que mejor no lo usaré como ejemplo).

Otro ejemplo relacionado es la apropiación de las virtudes particulares, por parte de individuos o (sobre todo) grupos. Tenemos por un lado que cada virtud (moral) es un medio entre dos extremos. Por otro lado, las virtudes particulares están en cierta tensión entre sí: deben cultivarse en armonía*, acá no vale que una mengüe para que otra crezca (por ej: misericordia y justicia). Por debajo de esta ética «grande», tenemos después las éticas particulares (el ethos guerrero, la ética del mercader, etc) que privilegian unas virtudes y dejan en segundo plano otras. Natural, y válido, en tanto se reconozcan provisorias y limitadas, subordinadas a la única ética. No suele ser el caso. Hay, por ejemplo, subculturas católicas que cultivan sus propias éticas; ciertas virtudes (y, por oposición, ciertos pecados) pasan a ser banderas de la tribu. Y desde el momento en que la tribu se identifica con los verdaderos católicos… estamos en problemas.

Tomemos el rubro menos importante, el de las virtudes y pecados carnales: templanza, castidad y afines, y opuestos. Hay (o supongamos que los haya) tomistas que parecen haber recortado de sus Sumas las páginas sobre la embriaguez. No es que sean especialmente laxos en cuestiones de templanza, que les tire más el epicureísmo que la ascesis. En otras cuestiones (droga, sexo) son estrictos. Pero al alcohol se lo mira con simpatía: es nuestro, sobre todo el vino (el whisky puede ser protestante —Anzoátegui dixit— pero puede pasar; y mejor la cerveza, especialmente en ambiente festivo con música irlandesa, buen tabaco, taberna con vidrios empañados —y aguante el gordo Chesterton!), es parte de nuestra religión, de cierto ideal de plenitud terrena, de una alegría imaginada que al bajar a la realidad se va haciendo más y más impostada. Banderas, en suma, de las que identifican y aglutinan. Pintemos: de un lado, el chico en el boliche, extasis con vodka, música tecno-hard orgásmica «para pastillas», chicas llenas de piercings en la cara y anticonceptivos en las carteras… feo, sin dudas; triste, y malo; quizá incluso un «signo de los tiempos». Del otro lado, el chico que se emborracha todos los sábados en un asado con amigos católicos, cantando zambas cuecas… es simpático, es sano. ¿Pecado? bueno, vamos, tampoco hay que ser puritano, o escrupuloso… no vas a comparar. La cosa es así: cien botellas de vino tinto pesan mucho menos que un cigarrillo de marihuana; te lo digo yo, católico hardcore. Y esperame unas horitas que se me pase la resaca, y te sigo explicando; o si no te paso los nombres de unos escritores seguros, que te van a aclarar todo, vas a ver que estamos del lado bueno…

Sólo es un ejemplo ilustrativo; pueden imaginarlo como caso hipotético, si no lo ven real, o trasponerlo a casos análogos. Lo que espero dejar en claro es que al tipo del ejemplo no le estoy pidiendo que reajuste la graduación de sus balanzas, no le estoy diciendo que debería ser más severo con el alcohol o más indulgente con la droga; quizás sí, quizás no, no es el tema. El nudo de la confusión —la incoherencia— está en otro nivel y es más grave. Y lo seguiría siendo, incluso en el caso que sus graduaciones resultaran ser acertadas.

* Creo que era Sócrates el que se preguntaba si tenía sentido hablar de virtudes por separado, o de la virtud en sí; si un hombre podía ser virtuoso por tener mucho de una virtud y poco o nada de otra.

De incoherencias

El post pasado molestó a un lector conserva (de esos del norte, de los que tienen a George Weigel y Ann Coulter entre sus favoritos, que ponen al liberalismo —el de izquierda; progresismo diríamos acá— como la suprema encarnación moderna del mal, y consideran que los Estados de América están unidos «by the conviction that God has endowed all men with certain inalienable rights: life, liberty and the pursuit of happiness»), y el mismo día mi blog desapareció del listado de su portal católico. Yo sabía que esto de señalar incoherencias tenía sus riesgos. Este, definitivamente, no era uno de ellos.

Riesgos… hay unos cuantos; como siempre que uno hace o dice algo. Pero, diría Sócrates, el peligro mayor no es que te sobrevenga un mal, sino que tu acción haga mal. Sea porque uno no acertó; sea porque no se hizo entender; o sea porque incluso una verdad (parcial, siempre; qué otra nos queda) puede ser uno de esos remedios que empeoran la enfermedad.

Yo, por lo pronto, sigo pensando que la analogía que traje (tiempo y espacio) para señalar una cierta incoherencia es relativamente válida y útil: continuará. Pero aquí me detengo en esta cuestión general: cuál es la utilidad de señalar una incoherencia, y por dónde van los riesgos.

¿Para qué puede servir? Para mover al prójimo, claro está. Pero, ¿mover…. cómo?

Se me ocurre que podemos distinguir dos casos: a veces se trata de mover en un sentido, empujando dentro de la dirección trazada por los términos de la incoherencia —hacia uno de ellos. Otras veces se trata de mover fuera de esa dirección, de replantear las coordenadas.

Primer caso —el más frecuente: Le señalamos a un prójimo una contradicción (en sus teorías o en sus acciones) porque lo vemos parado con un pie de cada lado: un pie en la verdad y el otro en el error. Para nosotros es claro cuál es cuál. Y queremos advertirlo de la contradicción para empujarlo en una determinada dirección, para que termine haciendo pie del lado correcto (nuestro lado ¡ por supuesto!).

Algunos ejemplos, extraídos de polémicas católicas: El abortista X dice creer que todos los seres humanos (sujetos de los «derechos») son iguales, sin graduaciones: es inaceptable poner que algunos son menos humanos (ej: demencia) que otros; por otro lado, pone en duda que un feto sea un humano con derecho a la vida… al menos en sus primeros meses; contradicción. El progresista Y sostiene su moral sexual moderna en el postulado de que todo vale mientras las partes involucradas consientan; por otro lado, se resiste a aprobar el incesto: incoherencia. El filo-lefevbrista Z pretende tener un pie dentro del catolicismo y otro dentro del sedevacantismo: por un lado cree que la nota esencial de la jerarquía católica legítima es su autoridad magisterial; por otro lado, descree que los últimos papas y obispos (en su inmensa mayoría) tengan de hecho tal autoridad (a él no le enseñan nada), y sin embargo los considera legítimos; contradicción. El protestante W admira a san Francisco de Asís -en cuanto cristiano; y sabe que aquel rezaba a la Virgen, aceptaba la autoridad del papa y montones de otras creencias y prácticas «católicas», que un cristiano de verdad no puede aceptar; contradicción. Etcétera.

No importa ahora la calidad de los ejemplos (muy revisables), o en qué medida estamos de acuerdo. Se ve lo que tienen en común. Y se ve un peligro, el más elemental: el de mover en el sentido indeseado. Supongamos (mucho suponer) que nuestra denuncia es justa, que acertamos con los términos (verdad/error), que la incoherencia es tan real y concluyente que que el otro se ve apurado a reconocerla y resolverla: ¿cómo estar seguros de que moverá el pie correcto, y que no perderá la porción de verdad que tenía? Quizás nuestro oponente termine por concluir que, en efecto, un mogólico es humano sólo hasta cierto punto; que el incesto no tiene nada de malo; que Pío XII fue el último papa legítimo; y que san Francisco de Asís no es de imitar. ¿Hemos ganado algo? ¿No era preferible la incoherencia?

Cuestión prudencial, me dirán; si se trata de arrancar a alguien de una posición inestable, hay que intentar prever por cuál lado caerá: está claro. ¿Está claro? No sé. Lo que yo veo es mucha acusación de este tipo (el insulto «hipócrita» tiene una popularidad impresionante: desde intelectuales que polemizan con suficiencia sobre política o religión, hasta las adolescentes que deploran en facebook las minúsculas traiciones de sus amigas, ayer genias super amadas: «si hay algo que no soporto…»), y en todo esto no veo mucho genuino interés por el bien del otro. Marcar una incoherencia sirve más que nada para anotarse un punto, para hacernos sentir que pisamos en firme. No se trata del provecho del otro, sino del mío – del nuestro. Yo. Nosotros. Para variar.

(Nótese además que estas polémicas puede tener efectos retardados, sobre todo cuando se inscriben dentro de disputas «ideológicas», que exceden lo personal o circunstancial. Tal vez yo puedo estimar que mi contrincante nunca llegará a aprobar el incesto; pero quizás su hijo sí; y quizás, en parte, porque yo lo empujé. Y recuérdese también aquella tentación de suponer incoherencia ajena en lo que bien puede ser una especie de equilibrio.)

Es así que la denuncia de una incoherencia o hipocresía ajena, cuando no está verdaderamente —y delicadamente— orientada al bien de un prójimo, puede ir contra la caridad. Y, en tanto pretende ser un acto meritorio, orientado al bien, puede terminar por ser lo que precisamente quiere denunciar: una forma de hipocresía.

Tiempos y espacios

Muchos (católicos tradis y afines) llamarían malnacido al que renegara de la familia o de la patria que a uno le ha tocado, al que menospreciara lo suyo a expensas de su admiración por otras tribus, presuntamente mejores —más intelectuales, más espirituales, más ricas.

Pero, en cambio, entre aquellos mismos no está mal visto renegar del propio tiempo; al contrario, da patente de buen católico maldecir el siglo que nos ha tocado, en comparación con otros siglos pasados — mejores, presuntamente.

No sé si llamar a esto doble moral, o incoherencia. Tal vez mejor esquizofrenia. Una de las muchas. Quizá una de las peores.

Imaginación inservible

De un cuento de Borges —«El milagro secreto», que ya mentamos por aquí. El protagonista, condenado a muerte, trata de dominar el miedo:

… En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte.

Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces

En su momento (éramos tan jóvenes…) esto último me impresionó, simpáticamente: me pareció una estrategia vagamente familiar, cercana. Después, gradualmente, la sensación cómplice de compartir con Borges un secreto o una superstición se fue diluyendo. Muchos años después encontré en otro personaje de novela (¿Mauriac?) una estrategia prácticamente idéntica. No debe ser algo muy original, sospecho ahora. Y, sin embargo, me sigue llamando la atención.

La experiencia nos enseña (¿no?) que las cosas (lo humano y sus circunstancias: diálogos, reaciones, emociones) no suelen darse según las habíamos imaginado. Una puntería tan mala para prever, que parece exceder la casualidad, puede llegar a hacernos sospechar. Quizás las cosas no sucedieron así, precisamente, porque las habíamos imaginado. Así como algunas teorías físico-místicas de múltiples universos paralelos imaginan que en cada instante se produce una bifurcación de distintos universos posibles (yo estoy hoy en uno de los muchos universos que ayer eran posibles; pero no es que este sea el único que se dio; los otros también se dieron… pero son ahora otros universos), podríamos postular que el hecho de imaginar yo los rasgos de un futuro posible me bloquea el camino hacia esa bifurcación (y hay otro cuento de Borges sobre bifurcaciones, cómo no) y me desvía a otras. De estas concepciones a aquella «débil magia» hay sólo un paso: si tememos cierto futuro indeseable… imaginémoslo —con intensidad— para que no suceda.

Fantasías, claro. Y, aparte de refutaciones de sentido común, está la objeción pesimista: aun suponiendo por un momento que la magia funciona, quién te asegura que el futuro no nos guarda algo peor de lo que podemos imaginar. A todo esto podrían replicarnos, en vena pragmatista, que lo que en el fondo le estamos pidiendo a esta magia no es que nos salve de los males futuros, sino de un mal presente: el miedo (y sólo se teme al futuro imaginado). Pero esta es la típica falacia de cambio de planos; en el plano original se postulaba «Esto (imaginar tal futuro bloquea su ocurrencia) es un hecho»; objetamos: «Ese hecho es aparente, no puede ser real porque es irracional»; nos replican «Es racional, si lo miramos en este otro plano», el psicológico-pragmático. Pero pasarnos a este plano implica quedarnos sin el hecho. Puede ser racional que apelar a esa magia te quite el miedo; pero de hecho, no te lo quita.

No funciona, por más torsiones que le demos. Imaginar no funciona. Aprendemos pronto -jóvenes- que nuestras imaginaciones placenteras para nada propician la realización de ese futuro placentero. ¿Y si probamos a hacer funcionar la cosa «en reversa», para propiciar la no realización de un futuro indeseable? Tampoco. No funciona en un sentido, ni en contrario; y es de suponer que el motivo de fondo es el mismo.

(Analogía: de adolescente leí en una revista sobre la típica martingala para jugar a la ruleta consistente en doblar la apuesta cada vez que se perdía; me interesó, la explicación de por qué debía funcionar sonaba convincente. Después leí, en la misma página, otra martingala posible, que también sonaba prometedora… y que consistía en lo contrario: doblar la apuesta cada vez que se ganaba. Mi cabeza, siempre matemática aunque todavía ayuna de teoría de probabilidad, intuyó fuertemente que si dos estrategias contrarias sonaban parecidamente prometedoras, era casi seguro que ninguna de las dos servía, y que su utilidad era ilusoria… por los mismos motivos. Intuición correcta.)

 

Imaginar el futuro no sirve, en ningún grado y en ningún plano.

Esto lo creía ya entonces, cuando leía a Borges; lo creo más aun ahora, cuando leo a Simone Weil. Imaginar nuestro futuro, cercano o lejano, deseado o indeseado, no sirve de nada; sirve menos que leer este post. Peor: es malsano. Para lo único que puede servir es para aprender que no sirve, y para hacernos pensar cómo es que no sirve.