Archivo por meses: junio 2010

Religiosidad de madres

Tres casos, librescos (conozco también algunos otros; pero este blog es mayormente libresco). Las diferencias son notables, pero el factor común me parece más notable y sugerente.
De las confidencias de Julia en torno a su matrimonio fracasado, en «Retorno a Brideshead«:
¿Sabes que, el año pasado, cuando pensé que iba a tener una hija, había decidido educarla como católica? Antes, no había pensado en la religión; tampoco lo hice desde entonces; pero en aquel momento, cuando estaba esperando su nacimiento, pensé «Eso es algo que sí puedo darle. No parece haberme beneficiado mucho a mí, pero mi niña lo tendrá». Qué extraño, querer dar algo que una misma ha perdido… Y, al final, ni siquiera pude darle eso; ni siquiera pude darle vida.
Entre los entrevistados por Christian Chabanis para su libro «¿Dios existe? No» (1972), hay una simple madre de familia, Denise Calippe; atea ella (sin dudas aunque sin militancia), y esposa de un católico. Así se casaron, y así siguieron:
— … durante los primeros años de matrimonio, me parecía que mi marido no practicaba mucho su religión. Ya se imagina que nunca lo pude criticar ni juzgar… Pero, igual, me preocupaba un poco que mi esposo no fuese a misa los domingos. Me inquietaba la idea de que yo hubiera podido influir en él de una manera que no me gustaba… en la dirección de la indiferencia, que al fin y al cabo no es una actitud apreciable. Después, la práctica volvió. Pero mi marido no es nada exagerado en eso […] ha conservado una fe de niño, lo cual no me disgusta, al contrario.

— ¿Y sus hijos?

— Francamente, siempre he deseado que mis hijos reciban un educación religiosa…

— ¿Y por qué deseó usted que sus hijos recibieran lo que no recibió usted misma? ¿No implica esa actitud un juicio de valor? ¿Considera usted que es preferible una educación religiosa, que la otra implica una carencia?

— Me costaría analizar los motivos de mi preferencia. Algo elevado, bueno… supongo… para mí era valioso, aunque tuviesen que volver luego a las mismas opciones que yo, era preferible que el camino se hiciese así. Aunque más tarde se volvieran ateos, lo serían después de haber pasado en su infancia con el contacto espiritual con la religión católica. […] Mi hijo mayor ha pasado por todas las etapas… primera comunión privada, confirmación, profesión de fe, un poquito de «perseverancia», llevada a cabo en condiciones bastante simpáticas. Ahora, para mi hijo… usted ya sabrá cuál es el problema de fe en los adolescentes, no podría definir su actitud, el fondo de su pensamiento y sus creencias… Le fastidia ir a misa, es comprensible… […] Con él, mi forma de pensar no creó conflictos. Pero con mi hija es diferente […] Durante sus cursos de catecismo, han debido describirle lo que era ser cristiano, y acaso así llegó a decirse: papá es cristiano, mamá no lo es. Pues bien, esa clasificación me chocó.

— ¿No era inevitable?

— Quizás. Pero, naturalmente, esa conclusión lleva a reacciones prácticas. «A mí me fastidia ir a misa. ¡Y tú no vas! Es claro que te molesta todo eso. Pues entonces a mí también.» Y yo trato de contestarle: «Escucha, hija mía… si te interesa lo que pienso, debes saber que sinceramente quise que fueras al catecismo, que tengas educación religiosa…»… Pero resulta muy difícil explicarlo. Me darían ganas de decirle, sencillamente, no te preocupes…

Entonces Chabanis le pregunta (y le hace preguntarse) si esa voluntad de dar formación religiosa a sus hijos estaba motivada por la fe de su marido o no. Concretamente: ¿qué habría decidido al respecto si él hubiera sido ateo? A esto la mujer no sabe qué responder, es una posibilidad que nunca le había pasado por la cabeza.
Finalmente, una cita de la autobiografía de Dorothy Day. Por entonces ella, bohemia y militante radical, sin raíces religiosas pero atraída hacia el catolicismo, vivía en concubinato con un ateo radical (Forster) al que amaba y admiraba. Fue el nacimiento de su hija (Tamar) lo que la empujó a saltar…
Nuestra hija nació en marzo, a finales de un crudo invierno. En diciembre yo había llegado del campo y había alquilado una vivienda en la ciudad. Mi hermana vino para quedarse conmigo y ayudarme durante los últimos meses. Era bueno estar allí, entre amigos, cerca de una iglesia en la que podía rezar. Durante aquellos meses leí insistentemente la Imitación de Cristo.

Sabía que mi hija iba a ser bautizada, costara lo que costara. Que no la iba a tener sin saber qué hacer durante años, como yo misma había hecho, dudeando y titubeando, indisciplinada y amoral. Comprendí que eso era lo más grande que podía hacer por mi hija. Pedí para mí la gracia de la fe. Estaba segura, aunque no completamente. Pospuse la fecha de la decisión.

Una mujer no quiere estar sola en ese momento. Incluso la persona más dura y más irreverente se ablanda ante el hecho estupendo de la creación. Hacerse católica significaría afrontar la vida en solitario, y yo me aferraba a la vida familiar. Resultaba duro pensar en renunciar a un marido para que mi hija y yo pudiéramos convertirnos en miembros de la Iglesia. Si yo abrazaba la religión católica, Forster no tendría nada que ver con ella ni conmigo. Por ese motivo esperé. Aquellos meses de espera fui demasiado feliz para conocer el desasosiego de la indecisión…

Libros

Paso breve revista a algunos libros leídos en los últimos meses.

Escatología, de Ratzinger ya fue citado acá. Ni demasiado técnico ni demasiado divulgativo, pero bastante «oficial» (era un capítulo de un manual de teología general, de mediados de los ’70). Muy jugoso para mí.

La larga soledad, de Dorothy Day; autobiografía de una católica atípica, ortodoxa y zurda (hablando mal y pronto) que quería conocer. La primera mitad, más intimista, me gustó mucho -una muestra más de aquello del viento que sopla donde quiere-, ya citaré algo. Después se enfoca en la historia de su obra (The Catholic Worker), no tan interesante para mí como la historia de su alma.

El hombre rebelde, de Camus; un ensayo clásico de un autor clásico, con quien no termino de engancharme (aunque, supongo, debería). El libro no es «de partido», mérito grande (más en ese tema), y en verdad es una mina, pero el estilo me resulta algo tenso -y denso. Quizás amerite otra lectura.

La Biblia del Peregrino, edición de Schökel, una ganga de la Feria del Libro de este año. Me viene gustando, por ahora; la versión y, sobre todo, los comentarios.

La condición obrera, de Simone Weil. Cartas y ensayos, arranca poco antes de su experiencia obrera (pero no incluye su «Diario de fábrica»; lástima), y termina con un ensayo de 1942 «Condición primera del trabajo no servil». Impresionante, como siempre; cosa extraña, cómo sintonizo con esta mujer. Una página de Simone me deja más que muchos libros.

La tourneé de Dios, de Jardiel Poncela; humorismo español (no es mi preferido), una novela satírica e irreverente sobre un Dios baja a darse una vuelta por la tierra, no sin publicidad, y no sin decepcionar a todos (derechas e izquierdas). El autor se defiende en el prólogo: no es un libro contra Dios, dice, es más bien contra la humanidad. Es verdad. Y este su anti-humanismo es su virtud y también su defecto. Por lo demás, se lee de un tirón.

Cisnes salvajes,de Jung Chang, best-seller autobigráfico de una mujer china, su madre y su abuela. Recomendable para los que gusten de estas historias generacionales -como yo. Pintura fascinante de la China del siglo XX, revolución maoísta por medio (el padre era un guerrillero y luego dirigente comunista relevante). Pintura también de las miserias humanas (violencia, idolatría, debilidad y maldad pura) y de no pocas grandezas: en particular, la asombrosa capacidad del hombre para sanar de las heridas, para soportar el mal sin desesperar y sin resentirse (resiliencia, que le dicen -fea palabra para designar algo tan grande).

El anillo de Morgoth, de Tolkien, uno de los tomos de la Historia de la Tierra Media editados por Christopher Tolkien. Son los textos más centrados en temas teológicos, antropológicos y cosmológicos (incluye la Athrabeth). Y donde más agudamente se plantean los problemas de la mitología, las dudas de Tolkien y sus intentos (fallidos y hasta cierto punto destructivos) de hacer cerrar las cosas… El material agobia por momentos, pero por otro lado, ese mismo agobio y ese esfuerzo de Tolkien para enderezar sus caminos, de borrar y redibujar su universo… me resulta conmovedor. En particular, todo lo relacionado con el mito del sol y la luna… Volveremos sobre esto.

Ven, sé mi luz, de la Madre Teresa de Calcuta. Son sus cartas «privadas» (como dice con ostentación la tapa marketinera de Planeta), las que hicieron bastante ruido en su momento. Impresiona, es verdad, la noche, la ausencia de Dios. También tendré cosas que citar de aquí. Pero anoto ahora tres bemoles de este libro. Primero: las cartas no se leen como biografía, y el libro aporta muy poco en este sentido, no es fácil de seguir. Segundo: los textos de la Madre son recios y luminosos; pero los comentarios del editor (el P. Brian Kolodiejchunk) son tan devotos, tan propagandísticos y tan melifluos que dan ganas de vomitar. Tercero y principal: por más que me gusten los diarios íntimos, cartas y autobigrafías, acá me sentí incómodo: se camina demasiado al límite de lo publicable. Si ella escribe una carta a su confesor pidiéndole expresamente que no la muestre a nadie y la destruya… no sé si es correcto editar esto.

Meditaciones (o «Soliloquios», o «Pensamientos») de Marco Aurelio. Qué cosa, estos estoicos. Qué grandes y qué chicos. No recuerdo si conté alguna vez que mi primer cruce con la filosofía (en el sentido más amplio -y más antiguo- de la palabra) fue allá por los 18, y el autor que me pegó, extrañamente, fue el romano Séneca, con sus «epístolas morales». Sentí ahora, a conocer a Marco Aurelio, un eco fuerte de aquella impresión juvenil; y me gustó sentirlo. Bien.

Dicho lo cual debo confesar que la lectura que más he disfrutado (sobre todo si juzgamos por aquel criterio «¡que no termine!»») son unos libros infantiles -pero muy infantiles. La serie de cuentos de «Guillermo«, de Richmal Crompton… de esos que había visto en librerías de usado pero nunca se me habria ocurrido probar si no fuera por una mención en Bienvenidos a la fiesta. Y como ven por la foto, ya he comprado (y leído) más de diez tomos. Y hay que advertir que no son gran cosa, literariamente (no se compara con Penrod, de Tarkington; de hecho, algunos cuentos parecen un mal plagio de este). Pero el caso es que lo vengo disfrutando. Como un chico, diría, si estuviera seguro de que un chico de hoy pueda disfrutar de esto.

101 preguntas sobre la Biblia

Raymond Brown (1928 – 1998) fue un sacerdote católico y exegeta bíblico de primera línea, especialista en el Nuevo Testamento. Admirado por unos y denostado por otros(lo cual me vendría a dar un neto de dos recomendaciones).

Acabo de armar y subir sus 101 preguntas sobre la Biblia -quizá provisoriamente. Es una obra de divulgación, no la he leido completamente, pero a vuelo de pájaro se ve muy bien. Espero que les sirva. Si encuentran errores, avisen – errores tipográficos, digo.

LSDLT-8: Esperando la vindicta

De entre los «profetas menores», que estuve leyendo estos días, el libro de Amós (hacia el año 760AC, reino israelita del norte) corresponde a un tiempo de prosperidad que no duraría mucho: cuarenta años después será la invasión asiria y el destierro.

Amós arranca tirando palos a los vecinos, las naciones enemigas del pueblo elegido: Damasco, Filistea, Fenicia… Pero en seguida, medio sorpresivamente, se vuelve contra los suyos. De hecho, casi todo el libro, (de estilo «apasionado e incisivo», como dice el comentarista) son reproches y amenazas contra Israel. Reproches por su infidelidad, por sus injusticias, su falta de caridad, su culto… y hasta por su espera confiada del día del Yahveh. Yo, al menos, no olvidaré este versículo:

¡Ay de los que ansían el Día de Yahveh! ¿Qué créeis que será ese Día de Yahveh? ¡Será tinieblas, que no luz!

Am 5:18

En otras lecturas recientes también topé, en la línea de esta serie, con algunas referencias a aquel otro versículo: «Cuando el Hijo del Hombre vuelva, ¿hallará la fe sobre la tierra?».

En este rincón, un libro de Urs von Balthasar contiene una página al respecto. Volveré tal vez sobre ella, pero por ahora baste su respuesta categórica sobre aquella cuestión: «El Señor nada afirma, sólo pregunta», dice.

En el otro rincón… bueno, tengo bastante, pero… para no enlazar blogs, me quedo con un libro de mi biblioteca, que releí parcialmente: «El fin de los tiempos y seis autores modernos» (Dostoievsky, Soloviev, Benson, Thibon, Pieper y Castellani) del P. Alfredo Sáenz, con prólogo de Federico Mihura Seeber.

Literatura de partido, naturalmente, con los modos del conferencista que se dirige a un público adicto. Los autores reseñados comparecen con el uniforme y el maquillaje del partido, y nos dicen las cosas que todos ya sabíamos – pero que nos gusta volver a escuchar una y otra vez, para reasegurarnos que estamos en el lado correcto. Todo cierra. Y no falta ni uno solo de los versículos predilectos, los manoseados de siempre. El que nos ocupa, entre ellos:

… Asimismo, hay un claro declinar de la fe en la sociedad; los verdaderos creyentes son cada vez menos, de modo que a la llegada del Anticristo la mayor parte de la humanidad lo seguirá. También ello había sido profetizado. «Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?», dijo el mismo Cristo (Lc 18,18). Y también «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría, pero el que resista hasta el final se salvará» (Mt 24,13). San Pablo, por su parte, escribió «Llegará el tiempo en que la gente no soportará la sana doctrina…» (2 Tim 4)

Ahora bien, si un libro de estos viene a ser como una conferencia, quizá su principal utilidad sea, no la de ilustrar a su público, sino la de ilustrarnos sobre su público.

Y yo pertenecí a ese público, en buena medida, no hace mucho; en alguna pequeña medida debo pertenecer todavía; y en no pequeña medida (me temo) pertenece gran parte del catolicismo latino actual. Y en este sentido (no me interesa pegarle al libro; casi tan irrelevante como este blog) extraigo algunos textos del prólogo. Su autor dice que todo cristiano que sepa leer los signos de los tiempos que corren debe alegrarse (como él) al evocar el apocalipsis. Porque…

… cuando «los tiempos» se presentan con la gravedad tremenda de los tiempos parusíacos, [la profecía sirve] para consolar a los fieles abocados a la constatación empírico-sensible de la derrota y la persecución.

Muchos de los que lean este libro encontrarán en él, estoy seguro, la misma intensa alegría que me produjo. Porque el descubrimiento de notables y profundos sentidos en la profecía es gozo inefable, cuando la visión de la historia contemporánea es turbadora y amedrentadora…

[…] Porque los signos de la historia contemporánea… creo que hay que ser ciegos para no saber interpretar lo que significan. Hay que ser ciegos, o no querer ver […] se puede creer, y creerse uno mismo, que «la Iglesia está hoy mejor que nunca», que los tiempos, si acaso son malos, no son en realidad tan malos… y que siempre ha habido agoreros…. etc.» Y como el Apocalipsis está llamado a cumplirse en tiempos malísimos: «…no hay temor, hermanos, a que sea, por ahora…» Pero es que los tiempos son malísimos, para el cristiano. El hecho de que nos cueste verlos así a primera vista no les quita nada de su maldad.

Estilo característico, algo menos soportable que el promedio («abocados a la constatación empírico-sensible» es un tremendo botón de muestra…), pero ilustra el tema que nos ocupa, visto desde ese bando: el tradicionalismo católico con su concupiscencia apocalíptica, que da por válido aquel gráfico del apogeo medieval y retroceso moderno de la cristiandad, y no cesa de lamentar que los buenos, últimamente… siempre pierdan.

Por ahí salta una cita interesante, atribuida a Bossuet, que me pareció tan oportuna como desperdiciada:

«Lo por venir toma siempre senda muy distinta de la que pensamos y hasta las cosas que Dios ha revelado suceden de un modo que nunca habríamos previsto»

Lamentablemente la cita viene con una aplicación muy restringida, y por eso pierde su fuerza: solo se trae para disculpar las antiguas previsiones de los apocalípticos del palo que resultaron erradas (y por extensión, las actuales nuestras), arguyendo que solamente se quedaron cortos. Como si toda la luz que pudiéramos esperar del tiempo en que se van desenvolviendo y consumando las profecías fuera esa: las cosas son así (y serán así) efectivamente… así, sólo que peor. Como si sólo hubiera lugar para correcciones cuantitativas, y no para plantearnos si nuestras previsiones no vendrán erradas en un sentido más radical. Lo de «un modo que nunca habríamos previsto» de Bossuet, pues, se entiende como «peor de lo que nunca habríamos previsto». Y es para eso, para medir ese empeoramiento, que observamos los signos de los tiempos.

Esas cosas se están realizando ante nuestros ojos; tal vez no del modo como ellos las vieron: peor.

[…] Benson, por ejemplo, prevé la difusión universal del Humanitarismo como molde religioso del triunfo del Anticristo y de la adoración del hombre; no «ve», sin embargo, la tremenda destrucción moral de la naturaleza humana a la que dicha doctrina daría lugar, y que hoyvemos. Ve al Humanitarismo dotado de las virtudes que aún retenía, en su época, el «modelo» masónico: cierta «honestidad victoriana», la valoración de la familia y la maternidad (!)

[…] Benson y Soloviev prevén la apostasía y la caída en ella de vastos sectores de la Iglesia. Y tal apostasía se ha dado, en efecto. Pero ninguno de ambos [sic] pudo prever el modo: el modo, infinitamente más grave que el previsto, de su ocurrencia real. Así, ambos «ven», solamente, apóstatas «separados» del tronco visible de la Iglesia de Roma; y a Roma misma como «incontaminada» por el virus humanitarista…

Uno pensaría que semejante abuso de la advertencia de Bossuet se vería estorbada por la simple consideración del caso judío en los tiempos de Jesús; con sólo preguntarse si la espera mesiánica apoyada en las profecías erró por una cuestión de grado… o si en verdad los actos de Dios profetizadas «toman siempren senda muy distinta de la que pensamos». Pero no; una vez más, las analogías sólo sirven para llevar agua a nuestro molino:

[cuando se acerque la consumación anunciada] los signos habrán dejado de ser «signos» en propiedad para pasar a ser la propia realidad significada: la manifestación del misterio postrimero. Pero, paradojalmente, aunque lleguen a hacerse «patentes», no los entenderán, entonces, tampoco, todos.

Análogamente a como ocurriera en la Primera Venida con los judíos fieles, aquí también entenderán el signo realizado sólo aquellos que, fieles a la tradición esjatológica, hayan seguido las etapas de su manifestación, se mantengan atentos al texto inpirado y anhelen su cumplimiento. Por el contrario, para quienes lo ignoren, para quienes hayan sustituido la esperanza esjatológica por la esperanza intra-histórica y «progresista», los signos, por más patentes que sean, se mantendrán mudos. No serán entendidos.

Así es la cosa; cada garrote que el cosmos nos pone a mano resulta a medida de las espaldas progresistas, y a nosotros el viento no nos despeina. Llevados de esta retórica, casi podríamos creer a Cristo lo crucificaron los judíos que no esperaban al Mesías y que adoraban los progresos del mundo greco-romano, mientras que los discípulos fieles eran los sufridos defensores de la tradición esjatológica.

A mí se me hace que la cuestión es más ambigua, que la línea divisoria no pasa exactamente por ahí. Es muy cierto que Jesús es el cumplimiento de las profecías y la consumación de la espera mesiánica, y es cierto que el mismo Jesús invocó el testimonio de la Escritura al respecto y exhortó a leerlas con atención. Pero también es cierto que Cristo viene a negar y aun a frustrar escandalosamente las esperanzas mesiánicas de muchos judíos. Y más: en buena medida, por eso mismo es crucificado. La intensidad del celo esjatológico ( igual que el celo religioso en general) no es garantía de nada; y en lugar de pretender separar fieles e infieles usando semejante metro, mejor sería pedir a Dios que purifique nuestros celos… como seguramente habrá purificado (en Pentecostés?) el celo de los discípulos que no podían concebir el derrumbe del templo y la crucifixión del Mesías, y que aun después de la resurrección le preguntaban si ahora, por fin, iba a «restaurar el reino de Israel».

… Cuando los apóstoles hubieron oído, horrorizados, el anuncio de la ruina del Templo, se acercaron a su maestro en secreto, para pedirle explicaciones: «-Dinos, ¿cuándo será eso, y cuál la señal de tu venida y del fin del tiempo?-«. Para ellos y sin duda para muchos judíos de la época […] era imposible que el Templo fuera profanado sin que la creación entera se derrumbara y el mundo llegara a su fin. […]

Los israelitas fervientes estaban vueltos por entero hacia el porvenir, hacia el juicio de Dios, al que siempre habían llamado «el gran día de Yahveh»; presentían, e incluso sabían, que su patria terrena, sus tesoros, su historia, su Templo y su Gloria eran el arranque y el presagio de grandes cosas futuras, dignas de Dios y sus promesas. Como Proust se fue «en busca del tiempo perdido», el pueblo de Israel se había movilizado en busca del mundo futuro, del siglo por venir que había que ganar a toda costa, en que todo sería más bello, más feliz, más puro, pues solo Dios reinaría entero en todos y enjugaría las lágrimas en nuestros rostros. El Diablo sería definitivamente vencido y relegado al abismo. Entrando decididamente en esa tradición y en esa perspectiva, Jesús proclamaba que Israel no era mas que la sombra de lo que iba a venir, sombra proyectada por una realidad radiante erigida delante de él, casi al alcance de la mano. Así son los planetas, mitad día, mitad noche, y la mitad de noche sueña que mañana será de luz.

R. Bruckberger

¿Y nosotros no tenemos nada que aprender por acá? ¿No será, por ejemplo, una ceguera simétrica a la otra —y, para nosotros, más tentadora y peligrosa— la que se permite juzgar que «la Iglesia está hoy peor que nunca»? ¿Es tan claro que nuestros pensamientos (incluso cuando leemos el apocalipsis) no son pensamientos de hombres? ¿No hay acaso una manera ciega, carnal y gravemente culpable de «odiar el Mundo» y hasta de «ansiar el día de Yahveh»? Y sigue -en sus trece- aquel prologador:

Quienes encontramos solaz en la lectura del Apocalipsis, solemos ser acusados por otros cristianos de «necrófilos»: porque amamos la previsión de la catástrofe. Y es que, en el fondo, es cierto que hay aquí una cuestión de «preferencia afectiva». […] Los que no ven, no ven porque no quieren ver […] No aman la «catástrofe del mundo» porque aman el Mundo.

Los que amamos el Apocalipsis no amamos a este Mundo. Reconozcámoslo pues, aunque sea «duro»: amamos el castigo de este Mundo. No de sus «individuos», sin duda -sabemos lo que queremos decir-. Pero si no lo amamos y queremos su castigo, no es por una voluntad negativa, maléfica y destructiva. Si anhelamos el castigo de este Mundo (de este Mundo insolentemente triunfante) no queremos el castigo por sí mismo, sino porque él es -«eo ipso» el triunfo y la «vindicta» de todo lo que el mundo asola, degrada y destruye.

Ya se ve que no, estos no parecen tener inquietudes por este lado. Sus «preferencias afectivas» se presumen inmaculadas. Saben lo que quieren decir. Y si quieren la derrota de este Mundo es sólo porque el Mundo (este mundo, el moderno, especialmente) triunfa contra Dios y contra sus fieles. Perfecto.

El libro incluye a Castellani entre los apocalípticos autores reseñados. Y el prólogo lo cita, aunque sólo para atajar sus advertencias contra el fariseísmo, darlas vuelta como un guante y tirarlas al campo enemigo (El fariseísmo es el mal. El mal está allá afuera. Ergo, el fariseísmo está allá afuera.) Ni la reseña ni el prólogo traen esta otra cita, así que la traigo yo:

El engreimiento religioso trajo el mesianismo político, podemos colegir. Los fariseos necesitaban ser vengados de sus quemantes humillaciones, de sus revolcones y sus derrotas. La religión era humillada en ellos y el Mesías debía vindicar la religión.

L. Castellani – Cristo y los fariseos

También incluye el libro una cita de Simone Weil, de la mano de G. Thibon: «El infierno es creerse en el paraíso por error». Y viene a propósito… si ponemos que «estar del lado de Dios» es algo así como estar en el paraíso.

Podría aparejarse, pienso, con la consideración de otra frase, de Bloy: «Hay gente que cree amarme, y me odia»… pero no en boca de Bloy, claro.