el universo hablaba,
y era el suyo un idioma de animales y flores
resplandecientes.
Y era un idioma oscuro, pero dulce al oído
como la miel de la palabra
cuando se pone de rodillas.
Leopoldo Marechal
En ese sentido, las cosas resultan muy -pero muy- útiles; a Jesús y a nosotros.
Podemos sentarnos a discutir qué quiso decir Jesús con la parábola del capataz tramposo, en qué medida aprobó su proceder; pero al menos podemos convenir en que la existencia de capataces tramposos en el mundo tiene su lado bueno: si no los hubiera, Jesús no habría podido disponer de esa figura para enseñar sobre algo más sustancioso que la ética comercial.
Y lo mismo para la existencia de los jueces injustos, los hijos pródigos, las monedas que se extravían, las ovejas que se pierden, la basurita que se mete en el ojo, la cizaña… Pero también (¿por qué limitarse a las cosas malas?) el trigo, el agua y el vino, los odres, los lirios, los peces y los pescadores, la gallina y los pollitos…
Casi cualquier cosa de este mundo puede funcionar como tipo o figura, pareciera.
Seguramente será una desmesura pretender descubrir por ahí el sentido último
de la existencia de tal o cual cosa. Decir, por ejemplo, que los pájaros existen
para recordarnos la providencia divina… imaginar que Dios creó el lirio para
que allá en Galilea por el año 30 Jesús pudiera recurrir a su ejemplo,
y para que su contemplación desde entonces (y también antes, para los más avisados) nos sirviera a los hombres de lección…
Sí, a mí también esto puede sonarme a irrealismo devoto, no crea… A ver: para no perdernos en nubes
de humo incensado, vamos con otro ejemplo bien pedestre; pongamos que alguien (no yo… necesariamente)
en charla casual con un prójimo (que conoce poco de nuestro mundillo católico, pero algo de actualidad política argentina) le explica que «los de Radio Cristiandad son algo así como los D’Elía del catolicismo»; supongamos que la figura es mínimamente justa y eficaz; en este caso, los dialogantes deberán estar agradecidos (a pesar de lo que fuera) por la existencia de este D’Elía: ha tenido una utilidad, modesta pero rotunda.
Entre las parábolas de Cristo y este ejemplo deplorable, hay un sinfín de otros casos en los que las cosas ofician de figuras, a distintos niveles de profundidad y con mayor frecuencia, sospecho, de la aparente. Por eso, hay ser considerados y agradecidos con las cosas.
«Cosas», digo, en el sentido más amplio de la palabra: objetos individuales y génericos, naturales y artificiales, exteriores e interiores; hombres, libros, músicas, teoremas, flores, estados de ánimo; y también acciones, historias, rutinas… Desde los usos más altos, desde el mito, pasando por el símbolo, la parábola, la alegoría, la metáfora más o menos convencional, también las figuras retóricas más triviales y horizontales (como las kenningar que mentaba Borges)… siempre hay un misterio en eso de apoyarse en las cosas de este mundo para remotarse a otras (aun cuando éstas también sean de este mundo). Será nuestra condición de inteligencias encarnadas, supongo; no sé.
Filósofos y afines tendrán sus explicaciones a mano. Los tomistas nos espetarán suficientes (y probablemente en latín) que «nada está en el intelecto que no haya estado en los sentidos». Así será. Pero yo preferiría que me lo dijeran con un poquito más de entusiasmo; pareciera que a muchos de estos les pesa más la parte negativa de la proposición (no podemos inteligir sin apoyarnos en lo sensible) que la positiva (podemos: lo sensible nos sirve para inteligir); como si hubiera que envidiar al ángel, antes que admirar y agradecer por el lenguaje de las cosas. Falsa impresión mía, probablemente.
Del otro lado, ateos militantes denuncian la alienación del cristianismo, nos dicen que referir todo al «otro mundo» nos lleva al desprecio de éste. Y no les faltarán motivos históricos, contra ciertas cristiandades adulteradas. Pero a mi ver es justamente al revés. Es la potencia que tienen las cosas de acá, de llegar a sernos figura de cosas más altas, lo que nos las hace verdaderamente interesantes y amables. Sin eso, con la cosmovisión del ateo cientificista (por ejemplo), ver, sentir, aprender, actuar y vivir acá sería un aburrimiento insoportable, y el universo entero sería más estúpido que el programa más estúpido de la televisión argentina.
Y no faltará el que me objete, en nombre de la misma espiritualidad cristiana, que tampoco es cuestión de dedicarse a aprovisionar «cosas» de este mundo (en aquel sentido amplísimo de la palabra) para disponer de muchas figuras, que también por acá hay peligro de perderse en las imágenes… Desde ya.
Y tampoco faltará el que encuentre todo esto demasiado poético y grandilocuente.
Al fin de cuentas, dirá, metáforas y parábolas no ocupan un lugar muy grande en nuestra vida. Yo le respondería, yéndome irresponsablemente al otro extremo, que por el contrario el lenguaje (y por lo tanto el pensamiento) figurado es más bien la norma que la excepción, que a cada paso recurrimos a apoyos más o menos míticos.
Bueno… sin ir más lejos, acabo de hacerlo al usar las palabras «apoyo» y «paso» (y fue sin querer!). Podríamos pasear un poco por las etimologías de las palabras, descubrir multitudes de sentidos figurados bajo los literales en tantos vocablos del habla cotidiana…
Pero mejor le tiro por la cabeza un ejemplo bien fuerte, y que tenemos bien a mano. El Padrenuestro. Basten las primeras palabras:
«Padre nuestro que estás en el cielo…»
Tenemos aquí dos cosas*. Por lo que hace a la figura del padre, no hace falta insistir demasiado; sobre todo con lo que dice San Pablo (Ef. 3.15), que toda paternidad «en los cielos y en la tierra» toma nombre del Padre. En verdad, no sé qué podríamos hacer con eso de «Dios Padre», cómo podríamos relacionarnos
así con Él si no tuviéramos la experiencia de la paternidad terrena**
Y en cuanto al cielo… Sí, el cielo «cotidiano» es figura del otro cielo. Pero no es mera metáfora, no es enteramente otra cosa. Yo, entre el hombre ingenuo que imagina a Dios allá entre las estrellas del firmamento que mira con sus ojos, y el
hombre culto (cristiano, probablemente) que desdeña mirar el cielo así, religiosamente, porque sabe que aquello es «sólo una metáfora», porque el cielo que mira (de hecho, él lo mira poco)*** sólo le despierta pensamientos científicos-astronómicos (o poéticos)… estoy mucho más cerca del primero, sin dudas.
De acuerdo en que es una de las figuras más potentes y magníficas que podía agarrar de ejemplo, pero también convengamos
que nos es nada lateral.
Y den gracias que esto me quedó terriblemente largo, que si no les tiraba algunos ejemplos de Miyazaki…
(* … por lo menos. Lo de «estar» también puede tener miga. Y aun lo de «nuestro»… )
(** … no necesariamente la paternidad propia, claro; aunque no está de más recordar lo que decía Bloy: «Antes de ser padre, yo no comprendía muchas cosas del Padrenuestro… Ahora, cuando miro a los ojos a mi hija, me parece que viene mi reino»).
(*** Y acaso sea uno de los rasgos más siniestros de vivir en las ciudades grandes: ver poco y mal el cielo.)