Acabo de leer «Conversaciones con Kafka«; es una recopilación de las notas que el autor, Gustav Janouch, entonces un muchacho de diecisiete años, tomó de su contacto con Kakfa a partir de 1920. Un contacto devocional, con esa admiración y esa entrega propia de la juventud. El autor no trata de adornar sus humildes notas, ni de maquillar su devoción (que roza la abyección… y que persiste intacta sesenta años después) ni su torpeza juvenil. Por lo mismo, el libro resultará desvaído a más de uno; y, por lo mismo, a mí me resultó atractivo y -probablemente- verdadero. Yo conozco bastante de la obra de Kafka pero poco de su vida y su persona (debería buscarme una biografía -anoto), así que el libro me aportó unos cuantos datos interesantes. Gratos, en general.
El autor lo tiene por un guía, una autoridad y hasta un santo. Uno no puede, naturalmente, comprar eso, así nomás; pero yo tampoco puedo descartarlo.
Hay varios detallecitos dignos de mención, para espigar otro día. Por ahora me quedo con dos:
Primero. Santo o no, el tipo parece un alma nada vulgar; un hombre religioso (en algún sentido de la palabra que no me da la gana de precisar ahora). Pequeña alegría la de toparme por enésima vez con otra confirmación de aquel axioma —que uno quiere creer más por una cuestión de fe que por motivos racionales— de que un alma vulgar no puede ser un gran artista, que la literatura no es en primer término una cuestión de letras, que para escribir bien primero hay que ser bueno (en ciertos sentidos de «escribir bien» y «ser bueno», que tampoco precisaremos).
Segundo. Una de las primeras cosas que uno aprende sobre Kafka (creo que fue lo primero que aprendí, antes de leer nada suyo) es que al morir pidió a su amigo Max Brod que quemara todos sus papeles; pedido desobedecido, para satisfacción de tantos lectores. Nunca me detuve a pensar demasiado en los motivos del pedido (y de la desobediencia), ni leí mucho al respecto. Creo que, así, a bulto, el pedido me sonaba como una afectación, o un lapsus… o una simple necedad. En el mejor de los casos, imaginaba, suponiendo que el pedido fuera sincero, debía tratarse de la vergüenza o la insatisfacción de un escritor demasiado exigente para con su obra. Que esto sea modestia o vanidad… es discutible.
Recién ahora descubro otro aspecto de la cuestión, que debería haberme sido obvio. Que un artista juzgue «mala» y merecedora de destrucción su obra, no necesariamente implica que la considere indigna de tal artista. Puede ser que la considere digna de él e indigna del cosmos; como una especie de blasfemia o de traición. Sobre todo: puede considerar su obra mala no por criterios estéticos sino éticos, por su potencia de hacer mal. Y ese es, pareciera, el caso de Kafka.
Me avergüenza -casi diría que me desespera- que algo tan elemental no se me haya pasado por la cabeza.