Atrabiliarios

En general, me parece que la sátira tiene poco que ver con el sentido del humor. La parodia puede estar más cerca, en tanto exprese una especie de afecto —y acaso una especie de reconciliación— para con lo parodiado. Pero la sátira no suele ser mucho más que un maquillaje riente de la maledicencia y el odio. A lo sumo podrá servir (una vez reconocida su condición de maquillaje) para constatar que lo que hay debajo… precisa maquillaje.

A propósito —acaso— de atrabiliarios burlones y amargos, unos párrafos de «El complejo antirromano», de Urs von Balthasar:
… Lo dicho concierne a los apegados a su opinión, aunque sea relativa; a los que jamás han sabido aletear sobre la duda, a los que edifican su Iglesia en su propia roca y según sus principios. Sin saberlo ni quererlo de verdad, reivindican para sí una infalibilidad que siempre está definiendo, mientras el papa lo hace esporádicamente en favor de la Iglesia universal. Esa gente sabe, en virtud de sus infalibles principios, que el papa es un tradicionalista de rigidez extemporánea y anacrónica, o un modernista larvado y hasta un masón.

El ergotista incapaz de renunciarse a sí mismo es la antítesis del que tiene coraje de decidirse por la catolicidad de la verdad, de situar el centro gravitatorio de su existencia en el Cristo concreto, en el Christus totus, como dice San Agustín, y de reconocer el carácter desesperadamente parcial de su propio horizonte espiritual, sabiéndose necesitado de complemento. No es más que un miembro en el Cuerpo místico, y, aunque sea ojo, sabe que para seguir siéndolo debe mantenerse pendiente del funcionamiento de los demás miembros. Hay católicos que, habiendo leído la declaración de la epístola a los Efesios, según la cual la Iglesia es el pleroma de Cristo y, por ende, la plenitud de la verdad, la juzgan excesivamente pretenciosa respecto a otras religiones y mundovisiones. Pero ¿han reflexionado bastante sobre lo que prueba la historia?
Es un hecho que cada herejía condenada por la Iglesia se reduce a una verdad parcial que se contrapone al todo y se proclama absoluta. En los orígenes, esto es evidente en la lucha de Ireneo contra los gnósticos, que separaban la naturaleza y la gracia, el Antiguo y el Nuevo Testamento, el espíritu y el cuerpo, desembocando en un Jesús sin Padre, que no salvó al mundo y lo abandonó a su desesperación. Todas las veces que hubo necesidad de definir, fue por salvar el conjunto, comprometido por una parte proclamada absoluta, pues se oponía el todo, que debe creerse y adorarse simplemente, a la parte presuntamente comprendida, dominada y de hecho manipulada.

No faltaban siempre las mejores intenciones de servir a Dios. Por ejemplo, los «solos» de la Reforma —la fe sola, la Escritura sola, la gracia sola, la gloria a Dios solo— pretenden impedir los atentados y usurpaciones de la criatura contra la omnipotencia de Dios. Pero, examinados más de cerca, resulta que impiden a Dios ser lo que no es; ser, por ejemplo, hombre, si se le ocurre serlo; estar fuera del cielo, formar su criatura o su plasma, como dice Ireneo, con capacidad de responder verdaderamente a Dios gracias al hálito de vida que le insufló y a la palabra divina que le dio. ¡Como si Dios se manchara contrayendo una unión nupcial con otro que él, que viene de él!

Karl Barth detesta el «y» católico: «La teología del ‘y’ con todos sus retoños brota de una raíz. Si quien dice ‘fe y obras’, ‘naturaleza y gracia’, ‘razón y revelación’, quiere ser lógico, debe decir también, necesariamente, ‘Escritura y Tradición’. Es una manera de confesar que se ha relativizado de antemano la grandeza de Dios en su comunión con los hombres», dice.

¿No sería mejor decir que esa y afirma que la criatura deja a Dios en toda su grandeza, libre de ser él mismo fuera de sí mismo, siendo el Creador que da libertad y siendo el Redentor «por quien, con quien y en quien» podemos nosotros alabar al Padre en el Espíritu Santo? Quizás, el católico está con frecuencia necesitado de montar guardia contra la tibieza y la presunción; pero no le faltan en su Iglesia santos en abundancia que le inspiren el sentido auténtico de la grandeza divina.

¿Los santos? No fueron precisamente de esas solteronas resentidas y rezongonas —entre las que no entra, por cierto, K. Barth, tan entusiasta y aficionado a Mozart. Los santos no son «malhumorados» de profesión. No carecen, en una palabra, del sentido del humor, que, bien entendido, es un carisma misterioso, pero innegable y característico, de lo católico, y que falta a todos los «progresistas» y a todos los «integristas» —y quizás más a éstos que a aquéllos. Unos y otros satirizan y ergotizan maliciosamente. Son criticones, protestones, burlones. Rebosan amargura. Lo saben todo mejor que nadie. Se apoderan de la infalibilidad. Se declaran jueces y profetas legítimos de todo y de todos… Son, en suma, los fanáticos, término que viene de fanum, santuario, y hace referencia a los «guardianes del umbral», investidos de la divinidad, arrebatados de furias divinas, atrabiliarios al estilo del jansenismo que durante siglos se propagó, como peste, por toda la espiritualidad francesa.
Quizás hayan sido Claudel y Bernanos los primeros en curarse del mal.

Evidentemente, esa gente critica y critica. Después de haber criticado a fondo la razón pura, la razón práctica y el juicio, no les queda de la razón más que la crítica, la única verdadera cosa en sí, que tritura todo lo que cae bajo las piedras de su molino. La idea de Dios, el lenguaje que lo expresa, todas sus formas de manifestarse, toda forma y todas las formas de la Iglesia…, todo queda hecho trizas. ¿No comenzó Fichte su carrera con un ensayo crítico de toda revelación?

Naturalmente, el «catolicismo crítico», en su radicalismo, es una contradicción in terminis: lo existente no debe existir, o tiene que existir de modo radicalmente diverso. «La transformación total» es la consigna de todos estos comparsas sin humor, montados a horcajadas sobre los principios. Son rígidos e inflexibles, cuando la firmeza del católico es dúctil y maleable por no estar apegada a sí misma y encerrada en criterios personales y por apoyarse en el gran Dios incomparable.

Para el verdadero católico, Dios es siempre y cada vez mayor, pero los progresistas son fanáticamente «mayores», mientras los integristas son fanáticamente «menores», pues que, si la comunión en la boca, si no sé qué apariciones de la Virgen…, acuden a Roma en demanda de definiciones dogmáticas donde no ha lugar. Los fanáticos de los «solos» de la Reforma incurren a menudo, por una férrea ley de la filosofía de la historia, en el extremo contrario, y, por lo mismo, en la esquizofrenia de la dialéctica, mientras hoy las alas del progresismo y del integrismo pelean al borde de la catolicidad, se provocan entre sí y acaban en mutua dialéctica.

Ciertamente, en la Iglesia no somos todos lo que debiéramos ser. Ni todos somos santos ni todos llegamos al estado de equilibrio ideal. No todos logran aletear sobre las oscilaciones pendulares con el espíritu de humor a que nos referíamos.
¿No es, acaso, un invento bien humorista de la Iglesia católica, desde los primeros Padres hasta el humanismo moderno, pasando por la primera escolástica, tender incesantemente a asimilar la herencia de la antigüedad y de todas las religiones no-cristianas y responder a la Reforma con los angelotes del Barroco bávaro?
Y el humor desbordante con que Chesterton, el defensor «de la sinrazón, de la humildad, de la novela de pacotilla y de otras cosas menospreciadas», ¿no responde a la brutal y estúpida seriedad y al exasperado optimismo de las mundovisiones modernas, todas coligadas contra Roma? Sólo la forma católica, dice, conserva el carácter maravilloso del ser, la libertad, el espíritu de infancia, la aventura, la paradoja elástica y vivificante de la existencia:
«Raudo es el pájaro, por ser leve; pesada la piedra, por ser dura. En la fuerza perfecta hay una ligereza, una ingravidez que le permite flotar en el aire. Los ángeles pueden volar, porque se toman a la ligera. Tal fue siempre el instinto de la cristiandad… La soberbia es una decadencia total con solemnidad de baratija. Se cae y se instala al ras de una gravedad egocéntrica, cuando hay que volar en el gaudioso olvido de sí. La gravedad no es virtud…, se adopta por tendencia natural, por ser lo más fácil. Es más fácil escribir un editorial grave en el Times que un buen chiste en el Punch, porque la gravedad brota de sí del hombre, mientras la risa requiere algo así como un brinco. Satanás cayó desde las alturas por la fuerza de la gravedad». «Mirar desde arriba, desde las cimas de Zarathustra, es una ocupación muy halagadora; pero nada hay, desde la cima de una montaña hasta una cabeza de repollo, que pueda verse realmente desde un avión». «Cuando queremos estimar realmente las cosas como son…, iniciamos un proceso de ascesis espiritual, un éxodo de nuestro propio ser, que nos permite penetrar en la plenitud de las cosas».

Está por escribirse todavía el libro sobre el humor de los santos.
Goethe nos dio un breve capítulo con su Felipe de Neri, el santo humorista; sobre todo, a propósito del fresco y audaz intercambio de notas con Clemente VIII. Pero ¡con qué humor y serenidad pincha ya Ireneo las pompas irisadas de jabón de las mundovisiones y sistemas universales de los gnósticos! ¡Cómo juega con ellos Clemente de Alejandría como prestidigitador de aros y bolas! ¡Qué espíritu de aventura juvenil en el Itinerario de la mente a Dios, de San Buenaventura! En vano se buscará entre los graves reformadores el humor chispeante que encontramos en Ignacio de Loyola, en Teresa de Avila y, más cerca de nosotros, en la encantadora malice de Teresita de Lisieux, por no hablar de la sonrisa abierta de Claudel en medio de lágrimas amargas. Y ¡qué ingrávida y serena grandezza la de Péguy, que abre su gran alma católica a todos los valores paganos y judíos (en Eve) para depositarlos con una sonrisa, como otros tantos tesoros, en el pesebre de Belén! ¡Y Magdalena Delbrel, toda indulgencia y caridad con los pecados y defectos de los cristianos, a los que quería ver flameantes como antorchas olímpicas!
En buena conciencia, puedo apuntar aquí, en favor de la Iglesia católica, el humor de C. S. Lewis, cuyos cuentos son más bonitos que los de Brentano, y el de Ljeskov, para quien la vida con todos sus terrores es una paradoja misteriosa. Y no voy a olvidar a Kierkegaard, que desde la atalaya de su religión melancólica echa un vistazo de añoranza al paraíso católico, donde, pese a toda la gravedad, hay que ser «traviesos» y «el mundo infantil aparece siempre elevado a la segunda potencia, como ingenuidad madura, como simplicidad, como capacidad de asombro y de humor».
# | hernan | 22-abril-2007