Ahora nos hemos hecho grandes, hemos dejado atrás aquella ingenuidad —no sólo personal— y aquella advertencia nos provoca rechazo. Parejo al que nos provoca la exhortación a hacer el bien para evitar el castigo, terreno o ultraterreno. El bien hay que hacerlo porque está bien, nomás, decimos ahora. No se trata de que te estén mirando, o de que te vayan a castigar. Aquello habrá estado bien en estadios más pueriles y toscos de la civilización —cristiana o no. Pero desde entonces hemos progresado, y hoy no necesitamos —y no queremos— una moral heterónoma.
Y no lo digo con sorna. Al menos, no con demasiada. Yo no tengo problemas en admitir que aquella visión ingenua tenía su falsedad y su peligro. Pero sí me resisto a despreciarla así, sin más. Como creo que, en buena teología, aquello de moral autónoma vs. moral heterónoma es un falso dilema.
Aquello de «portate bien, Dios te está mirando»… yo no lo desprecio, ni siquiera al nivel moralista. Yo, al menos, tengo la fuerte impresión de que buena parte de mis pecados cotidianos no los cometería si estuviera más convencido de que Dios me está mirando.
Y por lo mismo… no saben cuánto quisiera tener algo más de esa conciencia habitual… Sentir continuamente la presencia y la mirada de Dios sobre mí.
A esta impresión podrían oponerse varias objeciones. Vayan dos.
Primero: se dirá que esto no es más que una imaginación. Que la presencia habitual de Dios en un alma se da de otra manera: es la santidad, vamos. Y la santidad no implica esta conciencia presencial, y el santo obra bien sin necesidad de eso. Se dirá que la cuestión de fondo es tener fe; pero que la fe no tiene mucho que ver con esa sensación de presencia, y de hecho no es incompatible con el pecado: uno puede bien creer en Dios, y aun así pecar.
A todo lo cual no podré oponer demasiado; pero sí diré que lo último, sobre todo me inquieta un poco. Porque me cuesta descartar la idea de que ciertos pecados (digamos: los que uno no cometería si tuviera la sensación de «tener a Dios adelante») no sean un signo, por lo mismo, de falta de fe.
Segundo: se dirá que esta idea es policíaca y siniestra. Que sólo apunta a suprimir los pecados, en lugar de fomentar la virtud. Moral negativa, que en su obsesión por no hacer el mal se termina olvidando de hacer el bien.
Pero… no crean. Yo, al menos, cuando me lamento por este género de pecados, estoy incluyendo (y no en último lugar) mis pecados de omisión. No puedo evitar pensar que, si me olvidara menos de la presencia de Dios, usaría muchísimo mejor de mi tiempo, y sería así más caritativo y -por consecuencia- más feliz.
Y por todo eso, aunque sea a contrapelo de ciertos naturales desprecios, no renuncio a pedir, como reza un niño: «Dios, haceme ver que me estás viendo, así me porto bien».