Busqué luego referencias en Internet, y me hizo gracia encontrar esta mención laudatoria de Castellani (y a propósito de Leon Bloy!) que no recordaba para nada. Y además —curiosa simetría— el repudio de nuestro Sarmiento en «Recuerdos de provincia» (otro libro que tengo que leer).
A los dieciséis años de mi vida entré en la cárcel, y salí de ella con opiniones políticas, lo contrario de Silvio Pellico, a quien las prisiones enseñaron la moral de la resignación y del anonadamiento. Desde que cayó en mis manos por la primera vez el libro Mis Prisiones, inspiróme horror la doctrina del abatimiento moral que el preso salió a predicar por el mundo, que hallaron tan aceptables los reyes que se sentían amenazados por la energía de los pueblos. ¡Ya anduviera adelantada la especie humana, si el hombre necesitase, para comprender bien los intereses de la patria, tener ejercicios espirituales por ocho años en los calabozos de Espilberg, la Bastilla y los Santos Lugares! ¡Ay del mundo, si el zar de Rusia, el emperador de Austria o Rosas, pudiesen enseñar moral a los hombres!
El libro de Silvio Pellico es la muerte del alma, la moral de los calabozos, el veneno lento de la degradación del espíritu. Su libro y él han pasado por fortuna, y el mundo seguido adelante, en despecho de los estropeados, paralíticos y valetudinarios que las luchas políticas han dejado.
Este Sarmiento… El libro de Silvio Pellico es la muerte del alma, la moral de los calabozos, el veneno lento de la degradación del espíritu. Su libro y él han pasado por fortuna, y el mundo seguido adelante, en despecho de los estropeados, paralíticos y valetudinarios que las luchas políticas han dejado.
Pellico era un escritor italiano (1788-1854), revolucionario –carbonario– que a los 32 años fue encarcelado por los austríacos, sentenciado a muerte y conmutada la pena por prisión (completamente incomunicado); lo soltaron a los 41 años.
«Las prisiones» es su libro más conocido; es un relato de (¿adivinaron?) su vida en prisión, que empezó escribiendo por el consejo de un cura, y con la oposición de sus amigos, un poco escandalizados de su… beatería.
Como a tantos otros, la prisión marcó espiritualmente a Pellico. Escéptico antes (en un ambiente polarizado entre «la filosofía» -ilustrada, claro- y «el cristianismo») se hizo entonces cristiano ferviente; sin renunciar a «la filosofía», aunque sí a cierto espíritu militante… como le reprocha Sarmiento. Lo curioso, casi cómico a mi ver, es que su «conversión» (entrecomillo, porque ni antes era ateo ni después dejó de tener recaídas) ocurrió tras la primer noche en detención, nomás.
No sé si el libro es bueno, tal vez no. (La wikipedia comenta con leve desprecio: «Su memoria perdura gracias a la narrativa simple y el egocentrismo ingenuo de ‘Mis prisiones’: Pellico ganó la fama por sus desventuras más que por su genio.»). Pero a uno, aficionado a los diarios y a las almas simples y humildes, estas cosas lo pueden.
Una anécdota edificante tan trivial como esta, me acompañará por quién sabe cuánto tiempo:
La incomodidad de la cadena al pie, que no me dejaba dormir, contribuía a arruinar mi salud. Schiller [*] quería que yo reclamase y pretendía que el médico debía ordenar que me la quitaran.
Al principio no le hice caso; luego cedí a su consejo, y dije al médico que, para poder conciliar el sueño, le suplicaba hacerme desencadenar, siquiera por algunos días. Contestó el médico que mi fiebre no era tanta que pudiera matarme y que era necesario que me acostumbrase a los hierros.
La respuesta me indignó, y sentí rabia de haberme rebajado a suplicar aquella gracia.
-He aquí lo que he ganado en ceder a su insistencia- le reproché a Schiller.
Se lo dije en tono tan áspero, que el rudo hombre se ofendió.
-A usted le duele haberse expuesto a una negativa y a mí me duele que usted se ensoberbezca conmigo.
En seguida me espetó un largo sermón:
–Los soberbios hacen consistir su grandeza en no exponerse a un desaire, en no aceptar ofertas, en avergonzarse de mil pequeñeces. ¡Todo asnadas! ¡Vana grandeza! ¡Ignorancia de la verdadera dignidad! ¡La verdadera dignidad consiste en gran parte en avergonzarse de las malas acciones!
Esto dijo, y fuese haciendo un ruido infernal con las llaves. Me quedé aturdido.
-Esta ruda franqueza me agrada -me dije-, me agrada. Sale del corazón, como sus obsequios, como sus consejos, como su compasión. ¿No me dijo la verdad? ¡A cuánta debilidad doy yo el nombre de dignidad, cuando no es otra cosa que soberbia!
A la hora de la comida, Schiller dejó que el presidiario Kunda me trajera los platos y el agua y se quedó en la puerta. Le llamé.
-No tengo tiempo -contestó secamente.
Me levanté, fui a él y le dije:
-Si quiere que la comida me haga provecho, no me ponga esa cara de enojo.
-Y qué cara he de poner? -preguntó serenándose.
-De hombre alegre, de amigo -repuse.
-¡Bien, viva la alegría! -exclamó-. Y si, para que la comida le haga provecho, quiere también verme bailar, lo haré.
Y púsose a dar zancadas con sus flacas y largas pértigas tan alegremente que solté la carcajada. Yo reía, pero tenía el corazón conmovido.
[* En la cárcel austríaca, a Pellico le tocó como carcelero un anciano rudo y de buen corazón, llamado Schiller, que hacía lo posible por aliviarle la vida sin faltar a sus deberes. Téngase en cuenta que Pellico, con toda su «filosofía» y sus ideas «democráticas» vivía en un tiempo donde las cuestiones de honor y las condiciones de señores/siervos pesaban… El mismo cuenta que apenas llegado a su celda, y viendo que su nuevo carcelero quería dar la impresión de buena persona, «lo probó» ordenándole, prácticamente, que le diera de beber, como si fuera su criado. El viejo Schiller se tragó la humillación y obedeció; enseguida Pellico se arrepiente de su soberbia. Lo relatado, transcurre años después].
Al principio no le hice caso; luego cedí a su consejo, y dije al médico que, para poder conciliar el sueño, le suplicaba hacerme desencadenar, siquiera por algunos días. Contestó el médico que mi fiebre no era tanta que pudiera matarme y que era necesario que me acostumbrase a los hierros.
La respuesta me indignó, y sentí rabia de haberme rebajado a suplicar aquella gracia.
-He aquí lo que he ganado en ceder a su insistencia- le reproché a Schiller.
Se lo dije en tono tan áspero, que el rudo hombre se ofendió.
-A usted le duele haberse expuesto a una negativa y a mí me duele que usted se ensoberbezca conmigo.
En seguida me espetó un largo sermón:
–Los soberbios hacen consistir su grandeza en no exponerse a un desaire, en no aceptar ofertas, en avergonzarse de mil pequeñeces. ¡Todo asnadas! ¡Vana grandeza! ¡Ignorancia de la verdadera dignidad! ¡La verdadera dignidad consiste en gran parte en avergonzarse de las malas acciones!
Esto dijo, y fuese haciendo un ruido infernal con las llaves. Me quedé aturdido.
-Esta ruda franqueza me agrada -me dije-, me agrada. Sale del corazón, como sus obsequios, como sus consejos, como su compasión. ¿No me dijo la verdad? ¡A cuánta debilidad doy yo el nombre de dignidad, cuando no es otra cosa que soberbia!
A la hora de la comida, Schiller dejó que el presidiario Kunda me trajera los platos y el agua y se quedó en la puerta. Le llamé.
-No tengo tiempo -contestó secamente.
Me levanté, fui a él y le dije:
-Si quiere que la comida me haga provecho, no me ponga esa cara de enojo.
-Y qué cara he de poner? -preguntó serenándose.
-De hombre alegre, de amigo -repuse.
-¡Bien, viva la alegría! -exclamó-. Y si, para que la comida le haga provecho, quiere también verme bailar, lo haré.
Y púsose a dar zancadas con sus flacas y largas pértigas tan alegremente que solté la carcajada. Yo reía, pero tenía el corazón conmovido.
[* En la cárcel austríaca, a Pellico le tocó como carcelero un anciano rudo y de buen corazón, llamado Schiller, que hacía lo posible por aliviarle la vida sin faltar a sus deberes. Téngase en cuenta que Pellico, con toda su «filosofía» y sus ideas «democráticas» vivía en un tiempo donde las cuestiones de honor y las condiciones de señores/siervos pesaban… El mismo cuenta que apenas llegado a su celda, y viendo que su nuevo carcelero quería dar la impresión de buena persona, «lo probó» ordenándole, prácticamente, que le diera de beber, como si fuera su criado. El viejo Schiller se tragó la humillación y obedeció; enseguida Pellico se arrepiente de su soberbia. Lo relatado, transcurre años después].