Venía esta mañana en el subte, parado, releyendo
algo de Simone Weil. Y de pronto me percaté
que a cada lado tenía otros dos lectores (viajar
en subte te hace dudar de eso de que
«ya nadie lee»). Pispeé disimuladamente,
como es de rigor: libros y tipos.
A mi izquierda, un hombre (entre 30 y 40,
algo agobiado, se me antoja, como castigado
por la vida, esperando salvarse, pero esperando
cada vez menos); a mi derecha, una chica
(digamos, alrededor de 25; cara poco expresiva
y no me parece inteligente).
Los libros, despreciables ambos: a mi izquierda, «El código Da Vinci»
a la derecha, «Padre rico, padre pobre»
(o algún otro de la serie)
Sigo leyendo, mientras pienso, con alguna
maligna arbitrariedad, que los tipos de lectores
no parecen corresponderse con los libros.
Mejor pegarían si los intercambiamos… pienso.
Quién sabe, se me ocurre ahora, si ellos no han pensado
lo mismo respecto a los otros dos lectores del trío.
Quién sabe si la chica no habrá pensado: «el flaquito
este tiene el tipo de lector de Dan Brown, más que
de Simone Weil», y el lector masculino no me habrá
juzgado más bien en el tipo del filo-capitalista
con berretines de éxitos financieros.
Improbable será, me digo;
pero ciertamente no inmerecido.