Por eso, y porque ni Chabanis ni sus entrevistados son tontos, me gusta el librito. Y lo recomendaría a unos cuantos, a los sectarios de ambos lados (ay, España!) sobre todo.
Algunas entrevistas -la de Ionesco, por ejemplo- tiene cosas interesantes, sorprendentes o conmovedoras. Ya lo usaremos otra vez.
Por ahora, me limito a copiar sus páginas finales, una especie de epílogo, del mismo Chabanis.
Señor, nunca dejaste de estar presente en el corazón de estos diálogos. No por la afirmación que mi fe hacía de tu Nombre, contra un adversario que lo rechazaba. No por mí y contra él, sino tan cerca del uno como del otro. ¡Como si nuestros debates pudiesen cambiar en algo la eterna realidad de tu Presencia! ¡Como si dependiese del hombre el que tú seas o no Dios!
Si he sentido a menudo la vanidad de una negación que pretende armarse contra ti, no menos he sentido la de mi réplica. La vanidad de nuestras frases; «Dios sólo habla de Dios«, afirma tu discípulo. ¿Qué es lo que dicen nuestras palabras, ya te proclamen, ya te nieguen, sino lo que somos nosotros mismos y nuestras frágiles pretensiones?
Pero decirte o negarte, a Ti, a quien Tauler llama el «Más allá de todo«, que existías cuando aún no existíamos, que seguirás siendo cuando ya no seamos, que no necesitas de nosotros para ser, es por cierto una ambición irrisoria. Tan destinada a la derrota como la que pretende reducir a fórmulas la realidad del universa o del hombre, empero tan familiares. El más allá de todo, el más allá de nuestras palabras.
Y tal podría ser nuestro destinó de hombres: incapaces de decir algo, ni de saber de Ti. Trabajados simplemente por una oscura necesidad de volverse a tientas hacia tu Ser, así como la planta se dirige inconscientemente hacia la luz. Pero incapaces de comprender dicha necesidad y de dar las razones. Nuestra sed de realidad absoluta podría chocar contra lo imposible y dejarnos tan desarmados como irreductible es ella.
El mundo podría ser una prisión; sus muros, encerrarnos en la desesperanza. Podríamos esperar del conocimiento una palabra final que nunca llega; amar en medio del miedo y de la desesperación, ya que la muerte nos arranca a los que amamos y lo que amamos; podríamos sufrir sin comprender el porqué, y ver sufrir con la sensación de una intolerable impotencia. Podríamos renunciar tal vez, preferir acelerar el fin cuando la vida parece demasiado absurda, cuando nos agarra del cuello y aprieta tan fuerte que falta el aire.
También podríamos sublevarnos: el primer rechazo del hombre lo ha relegado a donde está, a la incertidumbre. Pero podría ir más lejos aún al rechazar orgullosa y trágicamente lo que es, para echarse con insensata violencia contra los límites que le descubre su condición, para sembrar el desorden en sus fronteras. A cada hora, podríamos medir nuestra nada, y dejar lo ilusorio a los inocentes que se felicitan de los progresos del conocimiento, de las virtudes del hombre, etc.
Claro que también buscaríamos quizás aturdirnos para olvidar que la hora huye, saborear la única dulzura de vivir, su placer, y su pasión; dejar a un lado lo demás, que deshace toda confianza. ¡Pero que remedio tan insípido para nuestra sed, cuando ella lo exige todo y para siempre; cuando estamos hechos para la certidumbre absoluta, la alegría absoluta, la absoluta luz; cuando estamos hechos para Ti!
Y Tú has contemplado la noche del hombre. No desde lo alto del Empíreo, como lo hacen los grandes de este mundo. No te has inclinado hacia el hombre, te transformaste en hombre. Por nuestros caminos de polvo, con esos miembros de carne que todo amenaza, con el rostro humano, uno de nosotros eras Tú. Jesucristo.
Algunos lo supieron enseguida, no los sabios que lo saben todo respecto a la Escritura, los Doctores que velan por la ley, sino los pobres que no se dejan cegar por la luz; la prostituta, la mujer adúltera, el publicano, los pecadores y algunos ricos que no creían en su riqueza. Vieron sobre un rostro la Faz misteriosa y eterna de tu amor desgarrar la noche en la cual estaríamos aún si tú no hubieses decidido penetrar en ella.
La Samaritana, en el pozo de Jacob, recogía agua. Tú le pides simplemente beber el agua de nuestras fuentes, porque eres el hombre con una sed humana.
Y bruscamente, sobre una cuestión trivial que plantea, te revelas, y trastornas la situación- «Si supieras quien es el que te pide de beber, tú eres quien pediría el agua viviente … Cualquiera beba de esta agua nunca más tendrá sed«.
La mujer se siente deslumbrada; enseguida vislumbra lo más elemental; que el Profeta viene para liberarla de una servidumbre cotidiana. «Dame de esa agua», dice ella, «¡a fin de que beba de ella y no tenga ya más que sacar agua cada día!» ¡Quién no espera ante todo de tu Palabra la solución de su problema temporal! ¡Un arreglo de su mundo pequeñito!
Enseguida restableces la verdad: el agua que tú das no libera de la condición humana. Nos encierran los mismos límites que ayer nos encerraban, los mismos temores. Nos encerrarán mañana. Tú no has cambiado nada en el mundo, pero nos has dado otra visión.
Y aquello que ayer el hombre no podía saber, ni ver, la última palabra de esta cosa extraña, de esta bufonada, y hasta de este placer efímero que es la existencia, lo aprende gracias a tu Palabra. Lo que sus propias palabras no conseguían negar, ni decir completamente, tú las has pronunciado con la autoridad de Aquel que es la clave fundamental. Ya no eras el hombre hablando de lo desconocido, sino Dios hablando de Dios. «El que es de la Verdad oye mi voz«. Tú no autorizas duda alguna, ninguna vacilación: ¡tu verbo es más claro que cualquiera de las exégesis que lo explicaron después! Y Pedro, cuando tú preguntas a los Doce si también van a abandonarte, como la muchedumbre ciega en la hora en que se cierra el torniquete, contesta a la pregunta para siempre: «¡A quien iríamos, Señor, sólo Tú tienes las Palabras de la Vida eterna!».
Porque viniste, y únicamente porque has venido, sabemos en dónde está el agua viva. La fe ya no tropezará más con la vida o con la muerte: Tu Verbo ha resuelto el enigma que ellas ponían entre Tú y nosotros. El destino del hombre es transparente: desde ahora deja ver lo invisible.
En el más humilde de entre los tuyos, a través del hombre mismo y de su indigencia -o sus triunfos- Tú eres el que hemos aprendido’ a reconocer y a amar. Tú eres quien nos llama en el que sufre, quien tiene hambre y sed de justicia, y contestarle es contestarte a Ti. Nuestra más modesta acción se inscribe en una espléndida Historia en la cual participas.
Los altercados de lo cotidiano no sabrían empañar la alegría luminosa que pones cada mañana en nuestros corazones. Una ale gría como el mundo no puede darla, y que el mundo tampoco puede quitarnos. La alegría que perdura.
Y si la hora es más sombría en nuestras vidas, nos queda el volver a tu Palabra. «El cielo y la tierra pasarán; mis palabras no pasarán«.
Yo lo creo, Señor. Nada ha conocido la menor alteración de lo que tú decías a los hombres de Palestina para los hombres de siempre. Aunque la Historia ha destruido tantas verdades durante dos mila años, así como destruirá las del año 2000, tu Palabra sigue siendo la misma, presente en cada época desde más allá del tiempo. Y para volver a decir lo único necesario: «Cuando roguéis, decid: Padre … «
Hoy como ayer, el hombre osa elevar la misma plegaria que tú- le has dejado. Responde para siempre a Ti, que la escuchas, desde ese silencio en donde entraste hasta el último retorno.
Si he sentido a menudo la vanidad de una negación que pretende armarse contra ti, no menos he sentido la de mi réplica. La vanidad de nuestras frases; «Dios sólo habla de Dios«, afirma tu discípulo. ¿Qué es lo que dicen nuestras palabras, ya te proclamen, ya te nieguen, sino lo que somos nosotros mismos y nuestras frágiles pretensiones?
Pero decirte o negarte, a Ti, a quien Tauler llama el «Más allá de todo«, que existías cuando aún no existíamos, que seguirás siendo cuando ya no seamos, que no necesitas de nosotros para ser, es por cierto una ambición irrisoria. Tan destinada a la derrota como la que pretende reducir a fórmulas la realidad del universa o del hombre, empero tan familiares. El más allá de todo, el más allá de nuestras palabras.
Y tal podría ser nuestro destinó de hombres: incapaces de decir algo, ni de saber de Ti. Trabajados simplemente por una oscura necesidad de volverse a tientas hacia tu Ser, así como la planta se dirige inconscientemente hacia la luz. Pero incapaces de comprender dicha necesidad y de dar las razones. Nuestra sed de realidad absoluta podría chocar contra lo imposible y dejarnos tan desarmados como irreductible es ella.
El mundo podría ser una prisión; sus muros, encerrarnos en la desesperanza. Podríamos esperar del conocimiento una palabra final que nunca llega; amar en medio del miedo y de la desesperación, ya que la muerte nos arranca a los que amamos y lo que amamos; podríamos sufrir sin comprender el porqué, y ver sufrir con la sensación de una intolerable impotencia. Podríamos renunciar tal vez, preferir acelerar el fin cuando la vida parece demasiado absurda, cuando nos agarra del cuello y aprieta tan fuerte que falta el aire.
También podríamos sublevarnos: el primer rechazo del hombre lo ha relegado a donde está, a la incertidumbre. Pero podría ir más lejos aún al rechazar orgullosa y trágicamente lo que es, para echarse con insensata violencia contra los límites que le descubre su condición, para sembrar el desorden en sus fronteras. A cada hora, podríamos medir nuestra nada, y dejar lo ilusorio a los inocentes que se felicitan de los progresos del conocimiento, de las virtudes del hombre, etc.
Claro que también buscaríamos quizás aturdirnos para olvidar que la hora huye, saborear la única dulzura de vivir, su placer, y su pasión; dejar a un lado lo demás, que deshace toda confianza. ¡Pero que remedio tan insípido para nuestra sed, cuando ella lo exige todo y para siempre; cuando estamos hechos para la certidumbre absoluta, la alegría absoluta, la absoluta luz; cuando estamos hechos para Ti!
Y Tú has contemplado la noche del hombre. No desde lo alto del Empíreo, como lo hacen los grandes de este mundo. No te has inclinado hacia el hombre, te transformaste en hombre. Por nuestros caminos de polvo, con esos miembros de carne que todo amenaza, con el rostro humano, uno de nosotros eras Tú. Jesucristo.
Algunos lo supieron enseguida, no los sabios que lo saben todo respecto a la Escritura, los Doctores que velan por la ley, sino los pobres que no se dejan cegar por la luz; la prostituta, la mujer adúltera, el publicano, los pecadores y algunos ricos que no creían en su riqueza. Vieron sobre un rostro la Faz misteriosa y eterna de tu amor desgarrar la noche en la cual estaríamos aún si tú no hubieses decidido penetrar en ella.
La Samaritana, en el pozo de Jacob, recogía agua. Tú le pides simplemente beber el agua de nuestras fuentes, porque eres el hombre con una sed humana.
Y bruscamente, sobre una cuestión trivial que plantea, te revelas, y trastornas la situación- «Si supieras quien es el que te pide de beber, tú eres quien pediría el agua viviente … Cualquiera beba de esta agua nunca más tendrá sed«.
La mujer se siente deslumbrada; enseguida vislumbra lo más elemental; que el Profeta viene para liberarla de una servidumbre cotidiana. «Dame de esa agua», dice ella, «¡a fin de que beba de ella y no tenga ya más que sacar agua cada día!» ¡Quién no espera ante todo de tu Palabra la solución de su problema temporal! ¡Un arreglo de su mundo pequeñito!
Enseguida restableces la verdad: el agua que tú das no libera de la condición humana. Nos encierran los mismos límites que ayer nos encerraban, los mismos temores. Nos encerrarán mañana. Tú no has cambiado nada en el mundo, pero nos has dado otra visión.
Y aquello que ayer el hombre no podía saber, ni ver, la última palabra de esta cosa extraña, de esta bufonada, y hasta de este placer efímero que es la existencia, lo aprende gracias a tu Palabra. Lo que sus propias palabras no conseguían negar, ni decir completamente, tú las has pronunciado con la autoridad de Aquel que es la clave fundamental. Ya no eras el hombre hablando de lo desconocido, sino Dios hablando de Dios. «El que es de la Verdad oye mi voz«. Tú no autorizas duda alguna, ninguna vacilación: ¡tu verbo es más claro que cualquiera de las exégesis que lo explicaron después! Y Pedro, cuando tú preguntas a los Doce si también van a abandonarte, como la muchedumbre ciega en la hora en que se cierra el torniquete, contesta a la pregunta para siempre: «¡A quien iríamos, Señor, sólo Tú tienes las Palabras de la Vida eterna!».
Porque viniste, y únicamente porque has venido, sabemos en dónde está el agua viva. La fe ya no tropezará más con la vida o con la muerte: Tu Verbo ha resuelto el enigma que ellas ponían entre Tú y nosotros. El destino del hombre es transparente: desde ahora deja ver lo invisible.
En el más humilde de entre los tuyos, a través del hombre mismo y de su indigencia -o sus triunfos- Tú eres el que hemos aprendido’ a reconocer y a amar. Tú eres quien nos llama en el que sufre, quien tiene hambre y sed de justicia, y contestarle es contestarte a Ti. Nuestra más modesta acción se inscribe en una espléndida Historia en la cual participas.
Los altercados de lo cotidiano no sabrían empañar la alegría luminosa que pones cada mañana en nuestros corazones. Una ale gría como el mundo no puede darla, y que el mundo tampoco puede quitarnos. La alegría que perdura.
Y si la hora es más sombría en nuestras vidas, nos queda el volver a tu Palabra. «El cielo y la tierra pasarán; mis palabras no pasarán«.
Yo lo creo, Señor. Nada ha conocido la menor alteración de lo que tú decías a los hombres de Palestina para los hombres de siempre. Aunque la Historia ha destruido tantas verdades durante dos mila años, así como destruirá las del año 2000, tu Palabra sigue siendo la misma, presente en cada época desde más allá del tiempo. Y para volver a decir lo único necesario: «Cuando roguéis, decid: Padre … «
Hoy como ayer, el hombre osa elevar la misma plegaria que tú- le has dejado. Responde para siempre a Ti, que la escuchas, desde ese silencio en donde entraste hasta el último retorno.