En misa de domingo, resistiendo a duras penas —y de pie—
un sermón soporífero y edulcorado, miro por enésima
vez el piso de la iglesia.
Y mi cabeza se dedica a reacomodar las baldosas.
Lo hago automáticamente, casi irrestiblemente. Una especie de manía o compulsión mental.
Se trata de redistribuir las baldosas
de distinto color, sea para variar o para corregir el dibujo.
El piso de mi iglesia parroquial, cuyo dibujo copio al lado, tiene un defecto; dos baldosas intercambiadas, fáciles de detectar.
No sé qué interpretación dará un psicoanalista a esto, no sé si será raro o frecuente. Lo
cierto es que
aunque es cosa muy antigua en mí (me recuerdo, de chico,
caminando las veredas de la plaza de pueblo, con baldosas
rojas y amarillas), no hace mucho tomé conciencia.
Tal vez sea cosa de cabeza matemáticas (geométricas), me digo. No sé.
Las reglas son curiosamente estrictas: no vale pintar baldosas, sólo vale re-ubicarlas.
Bueno… En algunos casos nos permitimos cortar las baldosas por la mitad. Pero sólo en el caso de sermones más largos de lo habitual.
Mi ángel de la guarda me reprende, y yo le explico
que es una forma inofensiva de canalizar mis ansias
de reformar la Iglesia. Y no le hace ninguna gracia.
Pienso entonces en retrucarle que siempre será más
saludable reacomodar baldosas que escuchar el sermón;
pero después lo pienso mejor y no le digo nada.