Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec.
Te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que esta ofrenda sea llevada a tu presencia, hasta el altar del cielo, por manos de tu ángel, para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo al participar aquí de tu altar, seamos colmados de gracia y bendición.
Acuérdate también, Señor, de nuestros hermanos difuntos que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz.
Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires Juan el Bautista, Esteban, Matías y Bernabé, [Ignacio, Alejandro, Marcelino y Pedro, Felicidad y Perpetua, Águeda, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia] y de todos los santos; y acéptanos en su compañía no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad.
Por Cristo, Señor, nuestro, por quien sigues creando todos los bienes, los santificas, los llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros.
Por ejemplo, una de las más usuales:
Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido.
Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando.
Acuérdate también, Padre, de nuestros hermanos que murieron en la paz de Cristo, y de todos los demás difuntos, cuya fe sólo tú conociste; admítelos a contemplar la luz de tu rostro y llévalos a la plenitud de la vida en la resurrección.
Y, cuando termine nuestra peregrinación por este mundo, recíbenos también a nosotros en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria.
En comunión con la Virgen María, Madre de Dios, los apóstoles y los mártires y todos los santos, te invocamos, Padre, y te glorificamos, por Cristo, Señor nuestro.
Es que, saben… al correr de la vida uno ha leído y escuchado tanto… desde la pomposidad con pocas pretensiones de los discursos de los actos escolares, hasta los editoriales de los filósofos de la UBA, pasando por las arengas más o menos políticas (también religiosas) y las propagandas más o menos interesadas, del bando que sea… Tantas palabras huecas, tanto dorado falso… Al principio uno insiste, descartando, masticando pequeñas decepciones, intentando subir escalones, esperando llegar a estar entre los buenos y los inteligentes, los que van a hablar con palabras de verdad y van a expresar luminosamente dónde está el bien y dónde está el mal, qué queremos y qué rechazamos: y esos intelectuales terminan dándote de comer, por ejemplo, una carta abierta. Y así. Al fin, uno ya no se sorprende ante la impostura del enésimo sofista; en lugar de esas sorpresas individuales, queda ahora la sorpresa general, la de que todo sea tan hueco y falso; la triste comprobación de que todo discurso dirigido a las multitudes con el corazón en la mano es, prácticamente con seguridad, una mentira interesada (que el hablante además se mienta o no a sí mismo es otra cuestión; para el caso poco importante) y que, casi, debemos renunciar a la esperanza de confiar en la veracidad y recta intención del que formula esas palabras, de creerlas y de comulgar con ellas (y, en ellas, con los hermanos)… Y es ese casi el que, si sobrevive con los años, te hace apreciar ciertas cosas con otros ojos.
Si me perdonan la comparación, es medio como el viejo tema tanguero del malevo que vuelve al barrio, viejo, cansado de los falsos amores y los engaños del mundo, y ahora ha aprendido a apreciar cuánto vale el cariño fiel de la viejita…
De ahí, creo, proviene mi emoción ante una plegaria como esa, de un párrafo como el que destaco. Preciosa y rara flor, un ruego armado con tales palabras, que no suenan a hueco y me convencen de veracidad. Rarísima flor, la de poder comulgar con los que las forjaron, con los que las pronuncian y con los que (como yo; y muchos de ellos, tan distintos a mí) se unen a ellas.