De "Las obras del amor"
NUESTRO DEBER ES AMAR A LOS HOMBRES QUE VEMOS
I Juan, 4:20: Si alguno dijere: «amo a Dios», pero aborrece a su hermano, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve.
¡Qué profundamente está arraigado a pesar de todo en la esencia del hombre el impulso del amor! Esta profunda necesidad humana está ya consignada, si podemos expresarlo de un modo un poco atrevido, en la primera observación que se hizo a propósito del hombre, y que por cierto fue hecha por el único que podía hacerla, es decir, por Dios, y a propósito del primer hombre. Pues en la Sagrada Escritura leemos: «Dijo Dios: no es bueno que el hombre esté solo». Y así la mujer fue sacada de las costillas del hombre y le fue dada para hacerle compañía —ya que el amor y la vida en comunidad siempre empiezan por tomar algo del hombre, antes de dárselo. Por esta razón, todos los que meditaron a fondo sobre la esencia del hombre, han reconocido siempre en él este impulso natural a vivir en sociedad. ¡Cuántas veces no se ha dicho y repetido esto hasta la saciedad! ¡Cuántas veces no se han gritado lástimas sobre el solitario, o se han descrito sombríamente los dolores y miseria de la soledad! ¡Y cuántas veces los hombres —cansados de la vida en comunidad, corrompida, alborotada y caótica, y siempre suspirando con el pensamiento por un paraje solitario— no volvieron otras tantas a sentir la nostalgia de la sociedad! Con todo esto, el hombre no hace sino retornar incesantemente a aquella idea de Dios, a aquella primera idea a propósito del hombre. En medio de la multitud ajetreada y pululante —que en cuanto sociedad es al mismo tiempo demasiado y demasiado poco— el hombre se llega a cansar de la sociedad; pero el remedio no consiste en hacer el descubrimiento sensacional de que la idea de Dios a este propósito era, con todo, una idea equivocada, ¡esto de ninguna manera!; el remedio consiste cabalmente en aprender desde el principio aquella primera idea y en encontrarse uno conscientemente implicado en el deseo de la vida comunitaria. Este impulso está tan arraigado en la naturaleza humana, que desde la creación del primer hombre hasta la fecha no ha acontecido ningún cambio sobre el particular, ni se ha hecho ningún nuevo descubrimiento; lo único que se ha hecho no ha sido sino confirmar aquella primera observación fundamental de las más diversas maneras y con las variantes de expresión, exposición y pensamiento que ha ido aportando una generación tras otra.
¡Tan profundamente está arraigado este impulso en la esencia del hombre! Y tan esencialmente pertenece este impulso a la esencia del hombre, que incluso Aquel que era una sola cosa con el Padre y estaba en comunidad de amor con el Padre y el Espíritu, Aquel que amaba a toda la raza humana, Nuestro Señor Jesucristo, no pudo por menos de sentir en cuanto hombre esta necesidad de amar y de ser amado por un ser humano concreto. Desde luego, que El es Dios-hombre, y en cuanto tal infinitamente diferente de todo hombre, pero El era además sin ninguna duda un hombre verdadero, tentado en todo lo que es humano. Y, por otra parte, el hecho de que El experimentara también esa necesidad, no hace sino corroborar de una manera expresa que tal necesidad pertenece esencialmente al hombre. El era un hombre real, y por eso pudo participar todo lo humano; El no era una figura fantasmática, que hiciera señas desde las nubes, sin comprender o no queriendo comprender lo que humanamente le sucede al hombre. ¡Oh, no! Jesucristo pudo muy bien sentirse apenado por la multitud que no tenía que comer y esto con una pena puramente humana. ¡El que sabía por sí mismo lo que significa pasar hambre en el desierto! Y del mismo modo pudo tomar también parte con los hombres en este impulso natural a amar y ser amado, y esto de una manera puramente humana.
La descripción correspondiente la tenemos en el evangelista S. Juan (XXI, 15 y ss.): «Dijo Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? El le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te amo». ¡Qué conmovedor es todo esto! Cristo dice: ¿me amas «más que éstos»? Esto es como una súplica de amor y así habla aquél a quien le importa muchísimo ser el más amado. Pedro mismo lo ve con toda claridad y también ve la inadecuación que él representa, semejante a aquélla que existía cuando Cristo tuvo que ser bautizado por Juan. Por eso Pedro no responde simplemente: «sí», sino que añade: «Señor, tú sabes que te amo». Esta respuesta pone de manifiesto la inadecuación aludida. Pues de ordinario un hombre sabe que es amado porque de antemano ha oído el «sí» que tanto deseaba oír y que, por consiguiente, siempre está dispuesto a oír sin cansarse nunca, por más que lo sepa fuera aparte de ese mero «sí», al que sin embargo vuelve como el niño a la golosina. Pero es evidente que Cristo sabía en otro sentido, distinto al anterior, que Pedro lo amaba. No obstante, Cristo le dijo por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo.» ¿Qué otra cosa podía responder? Claro que la inadecuación se hace todavía más patente, ya que la pregunta se ha repetido ¡por segunda vez! Y «Cristo le dijo por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntase: ¿Me amas? Y le dijo: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.» Pedro ya no responde «sí», ni tampoco empieza por referir en la respuesta lo que Cristo tenía que saber por experiencia acerca de los sentimientos de Pedro: «Tú sabes que te amo», sino que responde: «Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo». Por lo tanto, Pedro ya no responde «sí», al revés, casi le entran escalofríos pensando en lo inadecuado del caso, puesto que un «sí» es de seguro una respuesta real a una pregunta real y, por lo mismo, el que hace la pregunta llega a saber algo nuevo, o a saber con mayor certeza lo que ya sabía. Mas Aquel que «lo sabe todo», ¿cómo podrá llegar a saber algo nuevo, o a saber algo con mayor certeza, gracias a las seguridades que otro le dé? Y, sin embargo, si esto no era posible para Cristo, entonces tampoco lo era el que pudiese amar de un modo por completo humano, pues el enigma del amor consiste precisamente en que no se pueda tener mayor certeza que la que confieren las seguridades renovadas de la persona amada.
Por eso hay que afirmar, entendiéndolo humanamente, que no ama aquel que esté absolutamente cierto de que es amado, ya que ello sería una prueba de que se había rebasado con mucho la peculiaridad de la relación amical. ¡Qué tremenda contradicción representa el que ame humanamente Aquél que es Dios! Puesto que amar humanamente significa sin duda que se ama a un hombre individuo y que se desea ser el más amado por tal hombre individuo. He aquí el motivo de que Pedro se entristeciera de que se le hiciese la pregunta ¡por tercera vez! Pues no cabe duda que tratándose de dos seres que están en pie de igualdad en su relación amorosa, siempre representa una nueva alegría el que se haga la misma pregunta por tercera vez, y también una nueva alegría el tener que responderla por tercera vez consecutiva; a no ser que la repetición de la pregunta entristezca porque delata desconfianza. Mas cuando Aquel, que lo sabe todo, hace la pregunta por tercera vez, es decir, que considera necesaria hacerla por tercera vez consecutiva, entonces la razón no puede ser otra sino que El, sabiéndolo todo, también sabe que aquél a quien se le hace la pregunta —que, desde luego, le negó también tres veces— no está poseído de un amor vigoroso, íntimo y ardiente. Sin duda que a Pedro no se le pasó desapercibido que ése era el motivo de que el Señor considerase necesario hacer la pregunta por tercera vez; es decir, porque el Señor sentía un impulso irresistible de oír ese «sí» por tercera vez. ¡Esto es algo que sobrepasa las fuerzas humanas! ¡Es como un pensamiento permitido que se prohibe a sí mismo! ¡Ah, pero qué humano es ! ¡Qué humano es que Aquel, que no respondió ni una sola palabra a los sumos sacerdotes que le condenaban a muerte, ni a Pilatos, que tenía su vida en sus manos, preguntase tres veces si se le amaba! ¡Se lo preguntase a Pedro, e incluso le preguntara si le amaba «más que éstos»!
Así de profundo está arraigado el amor en la naturaleza humana, y así, de un modo tan esencial, pertenece al hombre. Y sin embargo, con la mayor frecuencia, los hombres buscan subterfugios para evadirse de esta felicidad, inventando engaños con los que se engañan a sí mismos o se hacen desdichados. Por lo pronto el subterfugio viene revestido con el ropaje de la melancolía, en medio de la cual brotan los lamentos sobre los hombres y la propia desgracia de no poder encontrar a nadie a quien amar. Naturalmente, siempre es una cosa más fácil lamentarse delmundo o de su propia desgracia que darse golpes de pecho y lamentarse uno de sí mismo. Otras veces el autoengaño reviste la forma de una acusación, es decir, se acusa a los hombres de no ser dignos de que se les ame, y uno «se lamenta contra» los hombres; pues siempre es más fácil representar el papel de acusador que el de acusado. Otras veces, el autoengaño equivale a una engreída satisfacción de sí mismo, la cual estima que es vana toda pretensión de buscar algo que pudiera ser digno de uno mismo; pues siempre será más fácil probar la propia excelencia criticando a los demás que mostrándose riguroso con respecto a uno mismo. Y, sin embargo, sin embargo todos están de acuerdo en sentenciar que se trata de una desgracia y de una falsa posición ante los hombres. Mas ¿no está acaso la aberración en su búsqueda alucinada? Tales hombres no se dan cuenta de que sus discursos lastimeros suenan como una befa sobre ellos mismos, ya que al no poder encontrar ningún objeto para su amor entre los hombres, lo único que dejan al descubierto es la completa carencia de amor en sí mismos.
¿Será el amor algo que hay que encontrar fuera de uno mismo? Lo que yo creo es que el amor es algo que uno mismo tiene que aportar. Mas el que aporta el amor consigo mismo al ponerse a buscar un objeto para su amor —de lo contrario será mentira que busca un objeto para su amor— lo encontrará fácilmente, tanto más fácilmente cuanto mayor sea el amor que le habita, y encontrará que tal objeto es amable; pues la perfección no consiste en que se pueda amar a una persona a pesar de sus debilidades, faltas e imperfecciones, sino que más bien consiste en encontrarla amable a pesar y con todas sus debilidades, faltas e imperfecciones. Pongamos algunos ejemplos para entendernos. En primer lugar, digamos que hay muchas maneras de saborear los alimentos, y así uno puede ser tan goloso que sólo saque gusto a los manjares más exquisitos y escogidos, y esto con tal de que estén condimentados con la mayor delicadeza; a no ser que sea tan goloso que incluso en estos mismos manjares encuentre algún defecto. En cambio, otro puede ser no sólo capaz de comer los alimentos más mediocres, sino de encontrarlos los más exquisitos; precisamente porque su tarea no fue la de dedicarse a dar pábulo a la glotonería, sino la de formarse a sí mismo y el propio gusto.
Un segundo ejemplo, el de dos artistas. Uno de ellos que nos dijera: «He viajado muchísimo y he visto todas las cosas del mundo, pero en vano he buscado un hombre que fuese digno de mis pinceles, no he encontrado ni un rostro que encarnara de tal modo la imagen perfecta de la belleza, que no habría tenido más remedio que decidirme a dibujarlo; ni por lo más remoto, en todos los rostros veía yo siempre una u otra pequeña falta, y esto es lo que hacía vana mi búsqueda.» ¿Acaso todo este relato sería una muestra de que tal artista era un gran artista? En cambio el otro artista nos decía: «Desde luego no puedo dármelas de ser en realidad un artista, ni tampoco de haber viajado al extranjero, pero aquí, sin salir del pequeño círculo de los hombres que me rodean, no he encontrado ni siquiera un solo rostro que fuera tan insignificante o defectuoso que no se le pudiera sacar un lado más bello y descubrir algo de esclarecido en él; por eso estoy contento con el arte que ejecuto y que me llena de mil satisfacciones, sin que con ello quiera indicar que todos me deban tener por un artista.» ¿No sería esto un indicio de que éste era precisamente el artista? ¿De que al llevar dentro de sí una cierta cosa, éste encontró en seguida sin moverse del sitio lo que el artista viajero no logró encontrar en ningún lugar del mundo, quizá porque no llevaba nada dentro? Por lo tanto el segundo de ambos era el verdadero artista. ¿No sería también bien triste que aquello a lo que le compete el hacer la vida más bella, sólo pesara como una maldición sobre ésta? ¿De suerte que «el arte» en vez de embellecernos la vida, no sirviese más que para descubrirnos de la manera más exquisita que ninguno de nosotros encerraba algo de belleza? Y todavía mucho más entristecedor y además desconcertante, sería el caso de que el amor solamente fuese una maldición. Y lo fuese porque su exigencia consistía en poner de manifiesto que ninguno de nosotros era digno de amor, cuando lo que en realidad da a conocer el amor es que es cabalmente tan cariñoso que no tiene dificultad en encontrar algo amable en todos nosotros; es decir, tan cariñoso que es capaz de amarnos a todos.
Es una aberración desconsoladora, y por cierto demasiado extendida, ésa de tener que oír hablar a todas horas de cómo ha de ser el objeto del amor para que sea amable de veras, en vez de hablar de cómo ha de ser el amor para que sea auténtico. Y esta aberración no solamente está extendida entre la gente y sus maneras habituales de hablar, sino que también lo suele estar incluso en los que se llaman poetas. Por lo común, éstos cifran todo su mérito en esa exquisitez figurativa, refinada, sentimental y distinguida que respecto a lo que es amar constituye un síntoma de alucinamiento inhumano; al mismo tiempo piensan que su tarea consiste en este aspecto en iniciar a los hombres en todos los secretos abominables de la crítica exquisita. ¿ Cómo puede ser nadie capaz de semejante abominación? ¿Cómo habrá gentes tan inclinadas y tan dóciles para asimilar una lección que en realidad no servirá sino para amargarse la vida y amargársela a los demás? Porque, ¡de cuántas cosas en la vida se puede afirmar que si no se las hubiese llegado a conocer, tendríamos el camino expedito para haber verificado que todo era bello, crecientemente bello! Pero una vez que uno está iniciado en esa contaminación de la crítica exquisita, ¡qué difícil resulta recuperar lo perdido! ¡Recuperar ese don de una bondad apacible y del amor que Dios fundamentalmente ha regalado a todos y cada uno de los hombres!
Pero si en este orden de cosas no hay nadie que pueda o quiera la rectitud, siempre habrá un apóstol que nos oriente por el recto camino, el recto camino que nos conducirá tanto a que seamos justos con los demás, como a hacernos felices a nosotros mismos. Esta es la razón de que hayamos escogido unas palabras del apóstol Juan: «Si alguno dijere: Amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve.» Estas son las palabras que quisiéramos convertir en objeto de nuestra consideración, en tanto que, gozosos de la tarea que ellas nos imponen, elegimos como tema de nuestro discurso:
EL DEBER DE AMAR A LOS HOMBRES QUE VEMOS
Claro que esto no hay que entenderlo ahora simplemente en el sentido de que debemos amar a todos los hombres que vemos —en este sentido sería el tema del amor al prójimo, que ya desarrollamos suficientemente con anterioridad—, sino que se entenderá en el sentido de que representa un deber el que en el mundo de la realidad encontremos a los que podamos amar particularmente, y amándoles a ellos, amemos a los hombres que vemos. Porque cuando éste es el deber, entonces la tarea no consiste en encontrar el objeto amable; sino que consiste en encontrar amable el objeto dado o elegido una vez por todas, y en que se pueda permanecer encontrándolo amable, cambie lo que cambie.
Antes de entrar en el tema hagamos referencia a una pequeña dificultad que podrían suscitar las palabras del apóstol. Es muy probable que a la sabiduría mundana, muy satisfecha de su propia perspicacia, le haya picado el prurito de poner semejante dificultad, prescindiendo de que en realidad la haya puesto o no. El caso es que cuando el apóstol dice: «quien no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve», cabría muy bien pensar que al «sabio» se le ocurriese objetar que en tales palabras se encierra un capcioso contrasentido; pues cabalmente el hombre puede darse perfecta cuenta, a propósito del hermano a quien ve, que éste es indigno de su amor, pero de que no ame a uno que a sus ojos no merecía ser amado, no se puede concluir que haya un impedimento para amar a Dios, a quien no ha visto. No obstante, el apóstol opina que sí que hay un impedimento para que semejante hombre ame a Dios; y esto por más que con la palabra «hermano» no designe en particular a un hombre individuo completamente determinado, sino que habla en general del amor a los hombres. El apóstol opina que hay puesto un alegato divino contra la veracidad del testimonio expreso de un hombre que diga que ama al Invisible, cuando es manifiesto que no ama a los que ve. Es claro que la expresión sería totalmente fanática si se testimoniase que se amaba exclusivamente al que no se ve, en cuanto no se amaba a ninguno de los que se ven. Esas palabras del apóstol entrañan un alegato divino contra todas las exageraciones humanas respecto del amor de Dios; ya que es una exageración —suponiendo que, por otra parte, no sea una hipocresía— pretender amar de esa manera al que no se ve.
La cosa es muy sencilla. El hombre debe comenzar por amar al Invisible, a Dios, pues en esta escuela aprenderá lo que significa amar; pero su amor real al Invisible se conocerá precisamente en que ama al hermano, a quien ve; y cuanto más ame al Invisible, más amará de seguro a los hombres que ve. Y no al revés, es decir, que cuanto más rechace a los que ve, tanto más amará el hombre al invisible Dios. De ninguna manera; con esto Dios mismo habría quedado convertido en algo fantástico, en una pura ficción. Por eso, cosa semejante sólo se le puede ocurrir a un hipócrita o un pérfido, para buscar así una escapatoria. O también se le puede pasar por las mientes a uno que tergiverse a Dios, como si Dios tuviese alguna envidia y quisiera monopolizar todo el amor hacia sí mismo, cuando lo que acontece es que el bienaventurado Dios es misericordioso y constantemente está como apartando a los hombres hacia afuera y diciéndoles: «Si quieres amarme, entonces ama a los hombres que ves, y lo que hagas con ellos lo haces conmigo.» Dios es demasiado sublime como para aceptar directamente el amor de un hombre, o complacerse en lo que se complace un iluminado fanático. Es manifiesto que a Dios no le agradaría que alguien, acerca de los dones con que debería favorecer a sus progenitores, dijese que eran «Corbán», es decir, dones destinados a Dios *. Si quieres demostrar que son dones destinados a Dios, entonces entrégaselos dadivosamente a los demás hombres, aunque siempre con el pensamiento puesto en Dios. Pues Dios no entra a formar parte en la existencia de tal suerte que siempre estuviera reclamando la parte alícuota suya; Dios lo reclama todo, pero cuando te dispones por tu parte a ponérselo en sus manos, recibes —por así decirlo— como una nota en la que se te señala entre quiénes y dónde has de hacer la distribución de lo que aportas. Ya que Dios no exige nada para sí, por más que lo exija todo de tu parte. De esta manera las palabras del apóstol Juan, rectamente entendidas, nos sitúan cabalmente en el tema de nuestro actual discurso.
Por lo tanto, dado que es un deber amar a los hombres que vemos, tenemos que renunciar en primer lugar a todas las representaciones imaginarias y exageradas, relativas a un mundo de sueños en que sería preciso ir a buscar y hallar el objeto del amor; es decir, que a fuer de sinceros hemos de conquistar la realidad y la verdad, procurando encontrarnos y permanecer en el mundo de la realidad misma, que es el campo de acción que se nos ha encomendado.
La más peligrosa escapatoria respecto del amor es la de pretender amar exclusivamente lo que no se ve, o lo que nunca se ha visto. Esta escapatoria es tan etérea que sobrevuela por completo toda la realidad, y es tan embriagadora que fácilmente le tienta y le hace imaginar a uno mismo que se trata de la forma más alta y perfecta del amor. Desde luego que pocas veces se les ocurre a los hombres decir despropósitos, cínicamente, respecto del amor; en cambio, es muy frecuente el engaño en que los hombres se meten a sí mismos, apartándose realmente del amor; y esto precisamente porque hablan de una manera demasiado etérea de lo que es amar y el amor. Esto tiene una raíz mucho más profunda de lo que se piensa, pues de lo contrario no se habría afianzado tanto esa confusión por la que los hombres llaman una desgracia a lo que no es más que una culpa propia, a saber, la de no encontrar ningún objeto adecuado a su amor. De este modo lo único que hacen es impedirse más y más el poder hallarlo; pues si empezasen por caer en la cuenta de que era por su propia culpa, entonces lo encontrarían con toda seguridad.
Comúnmente se tiene una concepción del amor, según la cual éste equivale a los ojos abiertos de la admiración que buscan las ventajas y perfecciones. Y así lo más natural es que en seguida vengan los lamentos de que ha buscado en vano. No nos toca decidir hasta qué punto el individuo tiene aquí razón o no la tiene; es decir, si en realidad no encuentra las ventajas y perfecciones dignas de amor que va buscando, o si más bien confunde esa búsqueda con un afán de exquisiteces que es incapaz de encontrar nada a su gusto. No, no es nuestro deseo terciar en esta disputa que no hace sino moverse dentro de los Iímites de la aludida concepción común del amor, ya que toda esta concepción no es más que un extravío, pues el amor está mejor descrito como los ojos cerrados de la indulgencia y la mansedumbre, que no ven los defectos ni las imperfecciones.
Entre ambas concepciones del amor media una diferencia esencial; son dos concepciones «toto coelo» diferentes, diametralmente opuestas. Sólo la última es la verdad, y la primera un extravío. Y ya se sabe que un extravío jamás se para por sí mismo, sino que sólo hace extraviarse más y más, de suerte que cada vez resulta más y más difícil encontrar el camino de retorno a la verdad. Esto es lo que nos cuenta una leyenda que hay acerca de una cierta montaña de la voluptuosidad —que habrá que situarla en algún lugar de la tierra—: que ninguno de los que acertaron con su camino, volvió a encontrar el camino del retorno. Por eso cuando un hombre se echa al mundo con la falsa concepción del amor, no hace sino buscar y buscar, según él dice, el objeto, pero —también son palabras suyas— en vano. Sin embargo, no cambia de concepción, al revés, en el afán de exquisiteces se acaudala con una variadísima sabiduría de experto que busca con una creciente exquisitez, pero —también son palabras suyas— en vano. Y sin embargo, no cae en la cuenta de que la culpa tiene que estar en él o en la falsa concepción, al revés, cuanto más refinado es en su exquisitez, tanto mayor es la idea que se hace de sí mismo y de la perfección de su concepción. Es natural que no vea nada más que creaturas humanas llenas de imperfección por todas partes, ya que ¡cómo podría descubrirse otra cosa sin ayuda de la perfección! Entre tanto abriga una seguridad absoluta de que todo ello no es así por su propia culpa, ignorando que lo hace en virtud de sus perspectivas desnortadas y llenas de odiosidad. ¡Cómo iba él a hacer esto, si precisamente lo que anda buscando es el amor! Preferiría que le quitasen la piel antes de renunciar al amor. Pues no hace sino sentir de una manera cada vez más al vivo cómo su concepción crece en exaltación exageradamente por momentos.
Y podemos preguntarnos: ¿habrá habido nunca algo más exageradamente exaltado que un extravío? Claro que no le mande nadie poner freno a su extravío, todo lo contrario, con su ayuda ha logrado remontarse tan alto en el amor de lo invisible y de un fantasma que no se ve. O ¿diremos que de ver un fantasma y no ver, resulta una misma cosa? Desde luego, pues aleja el fantasma y no verás nada —y esto te lo concederá el mismo sujeto de nuestro extravío. Y en cambio aleja lo de ver y en seguida verás el fantasma—esto ya es una cosa que el tal sujeto echa en saco roto. Pero, según quedó dicho, nuestro sujeto no renunciará al amor por nada del mundo, ni tampoco hablará del amor con expresiones mediocres, sino llenas de exagerada exaltación y con un enorme afán de preservar dicho amor a lo invisible. ¡Qué extravío más triste! Se suele afirmar sobre el honor y el poder mundanos, la riqueza y la dicha, que son solamente humo, lo cual no es ciertamente inexacto; pero lo tremendo está en que se convierta en humo el poder más fuerte de todos los que habitan en el hombre, un poder que según su propio concepto es precisamente nada menos que vida y vigor. También es tremendo que el hombre, ebrio con semejante 'humareda, crea de un modo engreído que así ha alcanzado cabalmente lo supremo. ¡Sí, no cabe duda que lo que así ha alcanzado son nubes y fantasmagorías, que siempre son algo que vuela muy por encima de toda realidad!
De ordinario se suele advertir piadosamente a los niños para que no desperdicien los alimentos que Dios nos da. Mas ¿qué don divino puede compararse con el amor que Dios ha puesto en el corazón humano? ¡Ah, y éste es el don que se desperdicia! Pues el sabio prudente opina —sin pies ni cabeza— que echa a perder su amor caso de amar a los hombres imperfectos y débiles. Yo creía que esto era más bien saber servirse de su amor y hacer buen uso del mismo. En cambio, es evidente que se echa a perder el amor con todo ese no poder encontrar ningún objeto digno, que se lo malbarata con toda esa búsqueda inútil y se lo desperdicia en el espacio vacío del amor a lo invisible.
Por eso: ¡sé prudente, retorna a ti mismo, reconoce que la falta radica en tu propia concepción del amor. En cuanto lo hagas así, comprobarás que el amor no consiste en hacer reclamaciones y, mucho menos, que alcance su ápice glorioso cuando la existencia entera sea incapaz de llenar suficientemente todas sus exigencias. ¿De dónde te vendría a ti el derecho a hacer tales reclamaciones? En cuanto lo hagas así, habrás cambiado la concepción del amor y comprobarás que el amor es todo lo contrario de una exigencia, es un crédito que Dios te ha hecho. Y en cuanto lo hagas así, habrás encontrado el campo de la realidad misma. Y cabalmente el deber consiste en encontrar así la realidad con los ojos cerrados —pues tienes los ojos cerrados respecto de las debilidades, fragilidades e imperfecciones— en lugar de pasar por alto la realidad con los ojos abiertos, sí, con los ojos abiertos y fijos como los de un sonámbulo. Este es el deber, ésta es la primera condición para que, en general, puedas en el amor llegar a amar a los hombres que ves. El extravío es algo que siempre está flotando, por eso es lo más natural que a veces le sea tan fácil aparecer enormemente ágil y espiritual, a fuerza de ser tan etéreo. La verdad avanza con paso firme, y por eso sus pasos son a veces tan dificultosos; la verdad se agarra a lo sólido, y por eso aparece muchas veces tan sencilla. Se trata, pues, de un cambio bastante significativo: en vez de tener que urgir una exigencia, tener que cumplir un deber; en vez de pasarse por alto un mundo entero, tener, por así decirlo, que llevar todo el mundo sobre sus espaldas; y en vez de alargar la mano calurosamente a los frutos dichosos de la admiración, soportar con paciencia e indulgencia los defectos. ¡Ah, qué cambio tan grande! Y, sin embargo, sólo mediante esta transformación brota el amor, el amor que es capaz de cumplir el deber: en el amor, amar a los hombres que vemos.
Por lo tanto, dado que sea un deber amar a los hombres que vemos, es claro que no se puede, al amar al hombre real individuo, sustituirlo por una idea imaginaria, formada según nuestra opinión o nuestros deseos de lo que debiera ser ese hombre. El que hace esto, no ama al hombre que ve, sino que de nuevo ama algo invisible, su propia concepción fantasmática o algo por el estilo.
Respecto del amar existe una conducta que representa para el amor una sospechosa añadidura de ambigüedad y exquisitez. Pues son dos cosas muy distintas el andar siempre escogiendo y rechazando, sin nunca encontrar ningún objeto para su amor, y el cumplir puntual y sinceramente el deber de amar lo que se ve, precisamente al amar lo que uno mismo llama el objeto de su amor. Claro que siempre será un deseo muy digno el que queramos que la persona de nuestro amor esté en posesión de todas las perfecciones amables; esto es algo que nosotros no deseamos por nosotros mismos, sino también en favor de la otra persona. Pero, sobre todo, nuestro deseo y súplicas más dignos serán aquellos por los que anhelemos que la persona amada se comporte y sea de tal manera, que podamos darle nuestra aprobación y estar de acuerdo por completo con ella. Mas, ¡por Dios! , no olvidemos jamás que por nuestra parte no existe ningún mérito de que esa persona sea así, ni mucho menos podemos arrogamos ningún mérito que nos legitime el exigirlo. Si cabría hablar de algún mérito por nuestra parte —pues nunca tendrá sentido hablar de méritos donde está por medio el amor— éste no sería otro fuera del que nos mantuviésemos amando de una manera igualmente fiel y cariñosa.
Pero hay naturalezas exquisitas que, por así decirlo, siempre están trabajando en contra del amor, impidiéndole que ame lo que ve; mientras tanto su exquisitez se desgañita con la mirada insegura, y por otra parte muy exactamente crítica, por ver despojada de toda realidad la figura que tienen enfrente, o salen mal con ella, exigiéndole bellacamente que sea distinta de lo que es. Se dan hombres acerca de los cuales se puede afirmar que todavía no han apresado la verdadera figura, que su realidad todavía no se ha afianzado, porque en su intimidad no acaban de estar de acuerdo consigo mismos sobre lo que son y lo que quieren ser. Pero es evidente que de esta manera también se llega a hacer que la figura de los demás flote en el aire o sea irreal del todo, ya que el amor que debería amar al hombre que ve, todavía no ha podido decidirse, sino que tan pronto quiere que tal defecto esté lejos del objeto, como quiere que éste tenga tal perfección; algo así como si la compra no estuviese todavía decidida por completo. Claro que el que anda con tantas exquisiteces cuando se trata de amar, en realidad no ama al hombre que ve, sino que fácilmente con su amor se hace repugnante y enojoso a los ojos del amado.
El amado, el amigo, son también en el sentido más general un hombre, y en cuanto tal existe para todos nosotros; pero para ti, si has de cumplir el deber de amar al hombre que ves, debería existir esencialmente sólo en calidad de amado. Por eso tú no amas al hombre que ves si en tu relación amorosa entra en juego la duplicidad, es decir, si el amado es por una parte tal en un sentido particular, pero, por otra parte, en el sentido más general, es sólo para ti determinado hombre individuo. Esto sería como si tú, en un sentido distinto al de la realidad, tuvieras dos oídos, de suerte que con el uno oyeses una cosa y con el otro otra. Con un oído oyes lo que él dice, y si en definitiva esto o aquello es cierto y correcto y agudo y fino, etc.; ah, pero con el otro oído verificas que se trata de la voz del amado. Es que lo estás contemplando, por un lado, con un ojo crítico, inquisitivo y medidor, mientras que, ¡ay!, sólo con el otro ojo estás viendo que es el amado. ¡Semejante división, desde luego, no es amar al hombre que se ve! ¿Acaso no es todo esto como si no dejase nunca de estar presente una tercera persona, por más que los dos estén solos? ¿Una tercera persona haciendo fríamente pruebas y más pruebas, escogiendo y rehusando? ¿Una tercera persona perturbando la intimidad? ¿Una tercera persona que a veces convierte al interesado en otra persona repugnante, y lo mismo hace con su amor, a fuerza de tantas exquisiteces? ¿Una tercera persona que llenaría de pavor a la persona amada, si ésta supiera que aquélla estaba también presente?
Ahora preguntemos sobre todas estas preguntas: ¿qué significa la presencia de esa tercera persona? Significa que si esto o aquello no fuese a la medida de tus deseos, entonces no podrías amar. Por tanto esa tercera persona significa divorcio, separación; significa que en medio de tanta confianza se esconde el pensamiento de la separación. Aquí acontece algo parecido a lo que se encierra en el paganismo, a saber, que insensatamente se hacía coincidir el principio destructivo de todas las cosas con la misma divinidad. Significa con toda probabilidad que la relación amorosa no es ninguna relación, que tú estás fuera de la relación, probando a la persona amada. ¿Acaso piensas que de este modo se prueba si tienes amor? ¿No quedará así fuera de toda duda que en realidad no tienes amor?
Creo que en la vida ya hay bastantes pruebas, y tales pruebas precisamente deberían encontrar unidos a los amantes, al amigo y al amigo, para que se mantuviesen firmes y saliesen airosos de las pruebas. Pero cuando la prueba se mete dentro de la misma relación, entonces se comete una traición. Ciertamente que esta crítica secreta es la forma más perniciosa de la infidelidad. El que la ejerce no rompe abiertamente con la fe dada, pero constantemente hace incierto si en realidad está atado a la fe que dio. ¿Acaso no se trata de infidelidad cuando tu amigo te alarga la mano y en tu apretón correspondiente hay cierta indeterminación? ¿Como si su apretón cordial fuese correspondido por un apretón condicionado a que el amigo en ese momento correspondiese a la idea que tú tienes formada de él? ¿Equivale a mantener una relación amorosa ese estar en cada momento verificando desde el principio si se puede entrar en ella? ¿Es amar al hombre que ves, ese estar a cada momento haciendo pruebas con él, como si fuera la primera vez que lo veías? Desde luego es una cosa repugnante tener que contemplar a un glotón exquisito que no hace más que andar escogiendo todos los manjares, pero también es repugnante ver a quien al comer los alimentos que con tanta cordialidad se le ofrecen, no hace con todo sino andarse con melindres y, por más que se sacie, sólo parece que se entretiene en saborear los alimentos, o mientras se sacia con un alimento sencillo, parece que se desgañita degustando con la boca otro alimento mucho más delicado.
Esto no puede ser; si un hombre ha de cumplir el deber de amar a los hombres que ve, entonces es preciso que no solamente encuentre entre los hombres de carne y hueso a los que ama, sino que también deberá eliminar toda ambigüedad y exquisitez al amarlos, de suerte que con seriedad y verdad los ame tales como ellos son, y con toda seriedad y verdad se ponga a la tarea: de hallar amable el objeto dado o elegido una vez por todas. Con esto no pretendemos ensalzar esa condescendencia infantilona que se entusiasma con cualquier particularidad incidental de la persona amada, y mucho menos esa mimosa entrega que transige en lo que no debe transigirse. De ninguna manera; la seriedad del amor consiste precisamente en que en su misma relación se reúnan las fuerzas mutuas para luchar contra las imperfecciones, superar los defectos y eliminar todo elemento extraño. Esto es seriedad, y lo petimetre consiste en hacer la relación amorosa todo lo ambigua que se pueda. Lo que importa es que uno de los dos no resulte un extraño para el otro a causa de sus debilidades o defectos, sino que la unión de ambos considere las debilidades como extrañas a los dos, como algo que a ambos les interesa igualmente superar y eliminar. No serás tú el que, por decirlo así, te alejes de la persona amada a causa de sus debilidades, o extrañes la relación; al revés, esto contribuirá a que os unáis de una manera todavía más fuerte e íntima con el fin de eliminar aquellas debilidades. Por eso, tan pronto como la relación amorosa se hace equívoca, se manifiesta que ya no amas al hombre que ves, sino que estás como exigiendo algo para poder amarlo efectivamente. En cambio, cuando los defectos y las debilidades contribuyen a hacer más íntima la relación amorosa —lo que no quiere decir que haya que permanecer en los defectos, sino superarlos— entonces es que amas al hombre que ves. Claro que también ves los defectos; pero el hecho de que tu relación se torne más íntima, demuestra evidentemente que amas al hombre que tienes a tu vera, sin que por eso dejes de ver los defectos, las debilidades o las imperfecciones.
Del mismo modo que sobre el mundo se derraman muchas lágrimas hipócritas, y muchos suspiros y lamentos hipócritas, así también se da con frecuencia una hipócrita preocupación por las debilidades e imperfecciones de la persona amada. Porque ¡es tan cómodo y tan sentimental eso de desear que la persona amada esté en posesión de todas las perfecciones! , y si falta alguna de esas perfecciones, ¡entonces, a su vez, es tan cómodo y sentimental eso de andar suspirando y desazonándose, dándose importancia con su preocupación pretendidamente tan pura y tan profunda! Quizá sea una de las formas más corrientes de voluptuosidad, ésta de querer de un modo egoísta pavonearse con las galas de la persona amada o del amigo, y no poder contener la desesperación a propósito de cualquier bagatela. ¿Será éste un indicio de que amamos a los hombres que vemos? ¡Oh, no! Los hombres que vemos —y lo mismo pasa con nosotros cuando los demás nos miran— no son así de perfectos. Y, sin embargo, suele ser cosa frecuente que muchos hombres cultiven esa mimosa fragilidad que sólo se conforma a amar el dechado completo de todas las perfecciones; y en cambio, a pesar de que todos los hombres somos imperfectos, no suele encontrarse casi nunca un amor sano, vigoroso y diestro, que se conforme admirablemente a amar a los imperfectos, es decir, a los hombres que vemos.
Por lo tanto, dado que es un deber amar a los hombres que vemos, el amor no tendrá límites; si se ha de cumplir el deber, el amor tiene que ser ilimitado, es decir: permanecerá invariable, por muchos cambios que experimente el objeto.
Pensemos una vez más en la relación entre Cristo y Pedro, sobre la cual ya hicimos un comentario en el exordio de esta meditación. Desde luego Pedro, especialmente en su relación con Cristo, no fue lo que se dice un dechado de todas las perfecciones. Y por otro lado, ¡qué bien conocía Cristo sus defectos! Hablemos de esta relación de una manera completamente humana. Dios sabe muy bien las bagatelas que comúnmente se dan y, sobre todo, con qué cuidado se hace recuento de todas esas bagatelas y cómo se conservan todas esas pequeñeces, para en seguida, o después de mucho tiempo —cosa igualmente entristecedora— echárnoslas unos a otros en cara, acusándonos de egoísmo, infidelidad o traición; Dios sabe muy bien qué lejos solemos estar, cuando acusamos, de hacer el más mínimo esfuerzo para ponernos en el lugar del acusado, de suerte que nuestro juicio tan severo y despiadado no fuese tan precipitado, o que al menos no estuviese tan seguro de saber a ciencia cierta lo que juzgaba; y, finalmente, Dios sabe muy bien cuán frecuente es el espectáculo en que vemos cómo la pasión proporciona una perspicacia sorprendente incluso al que de ordinario es un imbécil, cuando éste está probablemente en el papel de víctima; mientras la misma pasión enciega, hasta la idiotez, al que de ordinario es perspicaz, pero en el papel de víctima no tiene ni idea de una comprensión de la injusticia que encierra algún rasgo benévolo, disculpador e incluso justo. Y todo esto porque la pasión ofendida se complace en ser precisamente perspicacia ciega. Sin embargo, todos estaríamos de acuerdo en que si en la relación entre dos amigos hubiesen sucedido las cosas que le acontecieron a Cristo con Pedro, todos, repito, estaríamos de acuerdo en ese caso en que había razón más que suficiente para romper «con semejante traidor».
Piensa, por ejemplo, que en tu vida se produjese una crisis extremosamente decisiva y que tenías un amigo que por propia iniciativa se había deshecho en las más solemnes y caras promesas para contigo; sí, que incluso deseaba arriesgar su vida y derramar su sangre por ti, y que en el momento del peligro ni siquiera se quedó lejos —lo que casi hubiera sido más digno de perdón—, sino que vino adonde estaba el peligro y lo presenció, pero sin mover ni un dedo, tranquilamente plantado y viendo lo que pasaba; mas ¿qué digo?, ¿que estaba tranquilamente plantado?, no, lo que estaba era embebido por el pensamiento de cómo salvarse a toda costa, por más que no se pusiese en fuga —lo que casi hubiera sido más digno de perdón—, sino que permaneció plantado como un espectador más, derecho que él se arrogaba precisamente negándote. ¿Dime?: ¿qué te parecería de este amigo?
Pero dejemos todavía, por el momento, las consecuencias de tu juicio en el aire y sigamos representándonos a lo vivo la relación del ejemplo, hablando de ella de una manera completamente humana. Por tu parte, estabas acusado por tus enemigos, juzgado por tus enemigos, en una palabra, que la pura verdad era que te rodeaban enemigos por todas partes. Los poderosos —que con todo habían podido comprenderte sin grandes dificultades— se habían endurecido contra ti y te odiaban. Por eso estabas ahora en el banquillo del acusado y juzgado —en tanto que la plebe ciega y enfurecida se desataba en improperios contra ti, incluso concibiendo en medio de los hurras y de la manera más insensata que tu sangre cayese sobre ellos y sobre sus hijos—. Y esto agradaba a los poderosos, ellos que de ordinario despreciaban profundamente al pueblo bajo; y les agradaba porque satisfacía su odio, pues sólo movidos por el salvajismo más brutal y la más innoble bajeza habían encontrado en ti su víctima y su presa. Y tú estabas allí ajustándote a tu destino, comprendiendo que no había nada que decir, ni siquiera una sola palabra, ya que el escarnio no hacía más que buscar oportunidades; por eso las palabras más nobles acerca de tu inocencia sólo hubiesen dado al escarnio una nueva oportunidad para pregonar tu insolencia; y las más claras pruebas de tu inculpabilidad sólo hubiesen servido para acibarar y enfurecer todavía más al escarnio; y la expresión conmovida de tus dolores sólo hubiese dado al escarnio una nueva oportunidad para propagar tu cobardía. Así estabas tú, expulsado de la comunidad humana y, sin embargo, no expulsado, pues estabas rodeado de bastantes hombres, pero ninguno de ellos veía en ti un hombre, aunque en otro sentido sí lo veían, ya que a una bestia no la hubieran tratado de un modo tan inhumano. ¡Qué espanto! ¡Más espantoso que si hubieses caído entre las garras de las fieras salvajes! Porque ¿serán acaso los alaridos salvajes y nocturnos de las hienas sedientas de sangre tan espantosos como la inhumanidad de una multitud enfurecida? ¿Y cuando las hienas van en bandada, serán capaces de azuzarse las unas a las otras más allá de su ferocidad natural, de la misma manera que en la multitud empecinada un hombre azuza al otro sobre todos los límites de la ferocidad y del salvajismo? ¿O la mirada siniestra y centelleante de la hiena más sedienta de sangre que haya, podrá contener ese fuego demoníaco que llamea en los ojos del individuo que azuzado y azuzando forma parte furiosa de una multitud salvaje?
Así estabas tú, acusado, juzgado, escarnecido; en vano buscabas descubrir una forma humana, y mucho menos un rostro compasivo en que poder reposar tus ojos. ¡Ah, pero en este momento preciso alcanzaste a ver a tu amigo, y éste estaba renegando de ti; y viste también el escarnio, que ya antes había gritado lo suyo, pero que ahora retumbaba como un eco cien veces acrecido! ¿No es verdad que si hubiera sido esto lo que te había acontecido con tu amigo, ya darías pruebas de gran generosidad si, en vez de pensar en la venganza, te contentases con apartar los ojos de él, diciendo en tu fuero interno: «no quiero ver delante a este traidor»?
Mas ¡de qué manera tan distinta se comportó Cristo! Cristo no apartó sus ojos de él, omo no queriendo saber que Pedro existía; ni tampoco se dijo: no quiero ver al traidor, dejándole que se las arreglase como pudiese; no, Cristo «lo miró», lo recuperó inmediatamente con la mirada y, si hubiera sido posible, de seguro que no hubiese dejado de hablarle. Y ¿cómo miró Cristo a Pedro? ¿Era ésta una mirada repulsiva? ¿Era una mirada de despedida? ¡Oh, no! Era como cuando la madre ve al hijo que por falta de prevención está metido en un peligro, y puesto que ella está impedida de ir a atraparlo con sus manos antes de que se hunda, se contenta con recuperarlo con una mirada llena de reproches, pero llena también de salvación.
Pero ¿se puede afirmar que Pedro estaba en peligro? Claro que sí, ¿quién será capaz de no verlo? ¿Quién será capaz de no ver el aprieto en que se encuentra un hombre que acaba de renegar de su amigo? Claro que el amigo ofendido, si se deja llevar por la pasión del enfado, es incapaz de ver que quien lo negó está en peligro. Sin embargo, Aquel que se llama el Salvador del mundo, vio siempre con claridad dónde estaba el peligro; y vio que Pedro estaba en peligro, y que necesitaba y tenía que ser salvado. Pues el Salvador del mundo no veía las cosas al revés, de suerte que considerase su causa perdida si Pedro no se apresuraba a echarle una mano, sino que vio que Pedro estaba perdido si El no se apresuraba a salvarlo. ¿Habrá ni uno solo de todos los hombres que han sido y son que sea incapaz de comprender que esto es así? ¿Esto que es tan evidente y más claro que el agua? Y, sin embargo, Cristo es el único que lo vio así en el momento crítico, precisamente en el mismo momento en que El era el acusado, el juzgado, el escarnecido y el negado. Los hombres pocas veces se enfrentan enteramente con una prueba decisiva de vida o muerte, y por lo mismo no es frecuente que tengan ocasión de probar tan hasta el extremo los quilates de una amistad. Generalmente las pruebas humanas de la amistad se reducen a que en algunos momentos excepcionales te encuentres con la pusilanimidad y la prudencia calculadora, allí donde en fuerza de la amistad misma tendrías derecho a esperar más coraje y decisión; o te encuentres con la ambigüedad, la indecisión y el desentendimiento en lugar de la franqueza, la decisión y el apoyo; o sólo quizá con frases bonitas en vez de una consideración amplia y mesurada. ¡Ah, qué difícil es entonces, en la precipitación del instante y de la pasión, poder comprender en seguida de qué lado está el peligro? ¿Poder comprender en seguida quién de los dos amigos está en mayor peligro, tú o el que de esa manera te deja en la estacada? ¡Ah qué difícil es entonces amar al hombre que se ve! ¡Al hombre que se ve tan cambiado!
Ya estamos muy acostumbrados a hacer el elogio del comportamiento de Cristo con Pedro, pero tengamos cuidado de que nuestras alabanzas sobre el particular no se nos conviertan en un ensueño y una pura ilusión, en cuanto de antemano nos demos por vencidos y ni siquiera por el pensamiento nos sintamos capaces de presenciar personalmente este suceso. De este modo nuestros elogios serían puras alabanzas de Cristo, mientras que por nuestra parte, de presenciar personalmente un suceso semejante, nos comportaríamos y juzgaríamos de una manera completamente distinta.
No conservamos ningún relato acerca de la idea que los contemporáneos se formaron de este comportamiento de Cristo, pero suponiendo que te encontraras con uno de esos testigos presenciales, pregúntale y verás cómo por boca de todos ellos te respondería sobre el particular poco más o menos lo mismo que decían con ocasión de todo lo que Cristo hizo: «Era un pobre loco. Ni siquiera en el momento en que su causa estaba irremisiblemente perdida, fue capaz de concentrar todas sus energías en una sola mirada que aniquilase a semejante traidor. ¡Qué debilidad más espectacular! ¿ Es esto acaso obrar como un hombre?» Así se juzgó, y el escarnio hizo acopio de una nueva expresión. O el poderoso —que opinaba tener una comprensión amplia de toda la situación— diría: «Sí, ¿por qué se buscó su compañía entre los publicanos y cobradores de tributos, y sus más inmediatos seguidores entre la gente más baja del pueblo? ¡Otra cosa hubiese sucedido si se pone de nuestra parte, entrando en el consejo de los nobles! Por eso ahora recibe la justa recompensa de su extravío y se pone de manifiesto cuán poco hay que fiarse de esa clase de hombres. Sin embargo El sigue, como siempre lo hizo, entregándose como si no fuera nada. Ni siquiera a lo último reacciona, ni una sola amargura contra una traición tan vil.» O uno de los más prudentes —que se creía amable, ¡no faltaba más! — diría: « ¡Me lo explico! Como era tan exaltado y una vez que los sacerdotes y escribas le hicieron comprender que lo podía dar todo por perdido, es natural que su inteligencia flaquease y quedase sin ánimos para nada, hundiéndose en un apocamiento total afeminado. Así se explica, naturalmente, que perdonase semejante traición, ¡ya que ningún hombre obra de esa manera! » Desde luego, esta es la pura verdad: ¡ningún hombre obra de esa manera! Precisamente por eso es la vida de Cristo el único caso en la historia en que vemos que un Maestro —en el momento mismo en que su causa y su vida pueden darse por perdidas y todo ha quedado como en agua de cerrajas, y en el mismo momento tremendo de la negación de su discípulo— un Maestro, digo, se gana con la sola mirada a su más entusiasmado seguidor en la persona de tal discípulo, y de esta manera alcanza en gran parte la victoria de su propia causa, por más que esto se le oculte a todos.
El amor de Cristo respecto de Pedro era sumamente ilimitado; amando a Pedro, Cristo cumplía el deber de amar al hombre que se ve. Cristo no dijo: «Pedro tiene que empezar por cambiar y ser otro antes de que yo pueda amarlo de nuevo.» No, Cristo dijo cabalmente todo lo contrario: «Pedro es Pedro, y yo lo amo; mi amor no encierra otra finalidad sino la de ayudarle a que se haga otro hombre.» Cristo, pues, no canceló la amistad para rehabilitarla quizá después cuando Pedro hubiese llegado a ser otro hombre. No, Cristo conservó la amistad intacta, y esto precisamente es lo que ayudó a Pedro a hacerse otro hombre. ¿Crees tú que Pedro se habría recuperado sin esta amistad fiel de Cristo? Por lo general es muy cómodo eso de ser amigo, mientras ello no signifique otra cosa que exigir algo determinado del amigo; y cuando el amigo no responde a esa exigencia, entonces adiós a la amistad, hasta que quizá vuelva a reanudarse si el otro responde a la exigencia. Pero ¿es esto una relación amistosa? ¿A quién sino a su amigo le pertenece echar una mano al que cae? ¿Incluso aun cuando la falta haya sido contra él? Mas el amigo se llama a la parte de fuera y dice —exactamente como si fuese una tercera persona la que hablaba—: cuando vuelva a ser otra persona, entonces quizá pueda también volver a ser mi amigo. Y no falta mucho para que los demás hombres consideremos que tal conducta es un dechado de generosidad. Mas, desde luego, falta muchísimo para que de semejante amigo pueda afirmarse que, amando, ama al hombre que ve.
El amor de Cristo era ilimitado. Y así tiene que ser siempre para que se cumpla el deber de, en el amor, amar al hombre que se ve. No hace falta ser un lince para verlo. Pues por mucho que cambie un hombre, nunca cambiará tanto que se haga invisible. Esto último es una imposibilidad, y consiguientemente un hombre siempre nos será visible, y el deber consiste en amar al hombre que se ve. Por lo general se suele opinar que cuando un hombre se ha cambiado en lo peor de una manera esencial, entonces —tan cambiado— uno queda exento de seguir amándolo. ¡Quedar exento de amar! ¡Qué manera de hablar tan confusa! ¡Como si amar fuese una cosa violenta, un fardo que se deseaba arrojar lejos de uno mismo! Mas el cristianismo te pregunta: ¿Ya no puedes verlo a causa de ese cambio? La respuesta tiene que ser: «Desde luego, puedo verlo, es más, cabalmente veo que él ya no es digno de ser amado.» ¿Eso es lo que ves? Entonces en realidad no le ves a él —cosa que en otro sentido no puedes negar—, sino que sólo ves la indignidad y las imperfecciones, y con ello estás concediendo que cuando lo amabas, en cierto sentido no le veías a él, sino que meramente veías sus ventajas y perfecciones, que eran las que tú amabas. Por el contrario, entendiendo las cosas en cristiano, amar no significa tra cosa sino que se ama al hombre que se ve. El acento no recae en lo de amar las perfecciones que se ven en determinado hombre, sino que recae en el hombre que se ve, sean perfecciones o sean imperfecciones las que en él se ven. La razón es clara, pues por muy lamentables que sean los cambios que ese hombre ha sufrido, sin embargo y a pesar de todo no ha dejado de ser el mismo hombre. Por eso, quien ama las perfecciones que ve en un hombre determinado, ése tal no ve al hombre, y por la misma razón deja de amar cuando las perfecciones cesan, cuando sobrevienen los cambios; los cuales, sin embargo, por muy de lamentar que sean, no significan ciertamente que el hombre ha dejado ya de existir.
Por desgracia, la concepción meramente humana del amor, aun la más sabia y rica de contenido, siempre será algo etéreo, algo que flota en el aire; en cambio, el amor cristiano desciende del cielo a la tierra. Por tanto la dirección de ambos es opuesta. El amor cristiano no ha de dispararse hacia el cielo, puesto que viene del cielo y con el cielo; el amor cristiano desciende del cielo y así alcanza a amar al mismo ombre en todas sus transformaciones, ya que ve al mismo hombre en todas ellas. El amor meramente humano siempre está en trance de irse de vuelo tras de las perfecciones o con las perfecciones de la persona amada bajo el ala. Del seductor solemos decir que roba el corazón de una muchacha. ¡Ay! , de todo amor meramente humano, aun del más bello, se puede afirmar que contiene siempre algo equívoco, que roba a pesar de todo las perfecciones de la persona amada; mientras que el amor cristiano se concilia con todas las imperfecciones y debilidades de la persona amada, y en todos sus cambios permanece a su lado, amando al hombre que ve.
Si esto no fuese así, entonces Cristo no hubiera amado nunca. Pues ¿dónde habría encontrado Cristo al hombre perfecto? Y ¡qué cosa más curiosa! ¿Qué era en realidad lo que impedía a Cristo encontrar al hombre perfecto? ¿No sería acaso porque El era cabalmente el hombre perfecto? Y para reconocer que El era el hombre perfecto, basta mirar cómo amaba ilimitadamente al hombre que veía. ¡Y cómo se cruzan aquí asombrosamente las dos concepciones! Nosotros en lo relativo al amor nunca cesamos de hablar del hombre perfecto y de la mujer perfecta; también el cristianismo en relación al amor nos está hablando siempre de los hombres perfectos; ¡ah! , pero nosotros los hombres hablamos de encontrar al hombre perfecto para amarlo, en cambio el cristianismo nos dice a cada uno que tenemos que ser el hombre perfecto, es decir, el que ama sin límites al hombre que ve.
Nosotros los hombres miramos hacia arriba, procurando ver el objeto de la perfección —la dirección de la mirada siempre es hacia lo invisible— pero en Cristo la perfección miró hacia la tierra y amó al hombre que veía. Y del cristianismo deberíamos aprender todos nosotros, pues del cristianismo se puede afirmar, en general, lo que más en particular se dice en el Evangelio: «Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo.» Porque por muy exaltado que suene ese discurso de «irse de vuelo hacia el cielo», no dejará de ser un vano ensueño si no empiezas, cristianamente, por descender del cielo. Mas esta idea cristiana de descender del cielo significa que tú amas sin límites al hombre que ves y tal como lo ves. Por eso si quieres ser perfecto en el amor, entonces esfuérzate en cumplir este deber de, en el amor, amar al hombre que se ve; y amarlo tal como lo ves, con todas sus imperfecciones y debilidades; amarlo incluso por muy cambiado que lo veas; incluso cuando él ya no te ama, y se marcha dejándote plantado, o se marcha para amar a otro; y, en fin, amarlo aun cuando lo estés viendo cuando te traiciona y reniega de ti.