Jueces y partes

… Yo no quise discutir con él. Era demasiado discutidor. Como les enseñan la Teología disputando, muchos teólogos parecen más abogados que hombres de ciencia; es decir, ergotizadores aptos para buscar y hacer argumentos, a veces sutilísimos, en pro de una tesis que les dan a defender —o la contraria— más bien que pensadores sedientos de la Verdad.

Pero quizás así tiene que ser. No de balde son los «defensores del dogma». Les dan un dogma a defender y el oficio de ellos es defenderlo de cualquier forma…

Lo decía el padre Castellani, por boca del personaje relator de «Los papeles de Benjamín Benavides». Y se me hace que lo último hay que leerlo en clave irónica (si la teología debiera limitarse a ser una defensa del dogma, Castellani no hubiera escrito ese libro… para empezar) — pero no se trata ahora de eso.

 

Se trata de que yo suelo usar por aquí la palabra «abogado» en aquel sentido… peyorativo. Y un amigo que pertenece al gremio me lo ha reprochado amablemente.

 

Primero: es claro que no me refiero la profesión en el sentido amplio, sino en el restrigido (pero típico), al rol de «abogado de parte»: el que actúa como defensor o fiscal en un juicio. «Abogado» de «abogar».

Segundo: es claro también que ese rol de abogado defensor, que se dedica a forjar argumentos y rebuscar hechos para presentarlos de la manera más favorable a su causa, no tiene nada de condenable. Al contrario, es lícito, meritorio y necesario. (Casuísticas aparte, que no sé nada de esa ética particular – demos por supuesto que el ejercicio ordinario de ese rol se corresponde con el lícito). Yo, de hecho, un poco por temperamento contrera, me siento atraído por el papel del abogado del diablo; y siempre he pensado que debería fomentarse la práctica —deportiva, digamos; pero con fines formativos— de defender una causa en la cual uno no cree.

Ahora bien, ese rol es justo y necesario en un marco: el de un juicio. Con un juez que dictamina después de escuchar a las dos partes… y que no es parte. Tiene sentido la existencia del abogado de parte si y solo si sirve para que el juez vea todos los aspectos de la cuestión y pueda juzgar más rectamente.

Y a mí lo que me molesta es la confusión de los roles: que el abogado de parte olvide su lugar dentro del marco. Que confunda el alegato con la sentencia. Que pretenda ser juez y parte, en suma.

A esto apuntan, quiero creer, mis usos peyorativos de la palabra… No sólo en referencia a los escritos panfletarios que abundan en el ambiente, a tantos alegatos presentados al público como si fueran los considerandos de la sentencia. Sino también, y sobre todo, a la instancia previa, la deliberación (¿le parece que escriba «ad intra», Jeeves? ¿no?)interna.

También en nuestra inteligencia se da ese marco, y no por nada su acto primordial es el de juzgar. Ahora, cuando en nuestro interior dejamos que el abogado se atribuya el papel de juez… sonamos. Todo el trabajo de nuestra inteligencia queda viciado, desviado de su fin natural —de ahí lo de «prostitución de la inteligencia». Y perdemos el juicio.

Por caso, todo lo que antecede no es más que el alegato de mi abogado defensor.

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