Heridas propias y ajenas

El sofisma, en suma, vendría a ser: «Yo acepto —cristianamente— que me desprecien y me injurien; pero no acepto —y no debo aceptar— que desprecien e injurien al cristianismo». Sofisma me parece, porque pretende poner límites a una virtud, y por motivos presuntamente no egoístas; pero sin dejar de ser egoísmo. Porque allí «cristianismo» es en verdad parte de «lo mío», extensión de mi yo… como puede sospecharse, con solo poner en su lugar alguna otra cosa —o persona— cercana y querida.

Lo veo en analogía con otra oposición, acaso más común -al menos al nivel conciente: la del perdón. «Yo puedo perdonar las ofensas de alguien contra mí – pero no puedo perdonarle las ofensas contra mi prójimo. No puedo y no debo». Como decía Iván Karamazov: «No quiero que la madre perdone al verdugo: no tiene derecho a hacerlo. Le puede perdonar su dolor de madre, pero no el de su hijo, despedazado por los perros.»

Que hay algo desencaminado acá, no es difícil de creer, y aun de demostrar… en teoría, claro —cualquiera que haya pasado en la vida por la experiencia real, topar con un hombre que con deliberación y frialdad hizo (o peor: hace) sufrir a un ser querido… sabe que el perdón se hace más que cuesta arriba: una de esas cosas «imposibles para el hombre», fuera del alcance de la moral natural, y aun de la religiosidad natural.

Igual, que nos resulte tan natural hacer esta distinción, que nos parezca tan fácil perdonar las ofensas contra uno en comparación con las que sufre el prójimo, es signo, me parece a mí, de que nos estamos haciendo ilusiones sobre lo que es el perdón (sobre todo considerando que el mandamiento de amar al prójimo como a uno mismo es un punto límite que aun nos queda lejos: difícil pretender que lo amemos más). Las heridas que sufre nuestro prójimo también las sufrimos nosotros, en el grado en que las hacemos nuestras — y la distinción tajante que hace Iván entre el «dolor de la madre» y el «dolor de su hijo» es probablemente engañosa.

Todo lo cual también se parece, creo, a lo que decía Kafka, la dudosa distinción entre el amor a la propia vida y el amor a la vida del prójimo.

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