La fuerza y la justicia

Desde hace dos o tres siglos se cree a la vez que la fuerza es el dueño único de todos los fenómenos de la naturaleza, y que los hombres pueden y deben fundamentar en la justicia, reconocida por medio de la razón, sus relaciones mutuas. He aquí un absurdo manifiesto. No puede concebirse que en el universo absolutamente todo esté sometido al imperio de la fuerza y que el hombre pueda sustraerse a ella, cuando está hecho de carne y de sangre, y su pensamiento vaga al azar del de las impresiones sensibles.

Sólo hay una alternativa. O bien percibir actuante en el universo, al lado de la fuerza, un principio distinto de la fuerza misma, o bien reconocer a la fuerza como dueña única y soberana también de las relaciones entre los hombres.

En el primer caso, se entra en oposición radical con la ciencia moderna tal como fue fundada por Galileo, Descartes y otros, proseguida en el siglo XVIII , especialmente por Newton, en el s. XIX y en el XX.

En el segundo caso, se entra en oposición radical con el humanismo que surgió en el Renacimiento, triunfó en 1789 y que, en forma bastante degradada, ha servido de inspiración a toda la III República.

La filosofía que ha inspirado al espíritu laico y la política radical está basada a la vez en esta ciencia y este humanismo, los cuales, como se ve, son incompatibles. No se puede decir que la victoria de Hitler sobre Francia en 1940 ha sido la victoria de una mentira sobre una verdad. Una mentira incoherente ha sido vencida por una mentira coherente. Por eso, además de las armas, han flaqueado los espíritus.

En el curso de los últimos siglos, la contradicción entre la ciencia y el humanismo ha sido advertida confusamente, aunque nunca se ha tenido el valor intelectual de mirarla de frente. Se ha intentado resolver esa contradicción sin haberla expuesto primero a la vista de todos. Esta falta de probidad de la inteligencia se castiga siempre con el error.

El utilitarismo ha sido fruto de uno de tales intentos. Se trata de la suposición de un pequeño mecanismo maravilloso por medio del cual la fuerza, al entrar en la esfera de las relaciones humanas, se convierte automáticamente en productora de justicia.

El liberalismo económico de los burgueses del siglo XIX descansa enteramente en la creencia en tal mecanismo. La única restricción consistía en que, para tener la virtud de producir automáticamente justicia, la fuerza debe tomar la forma del dinero, con exclusión de todo uso de las armas y del poder político.

El marxismo no es más que la creencia en otro mecanismo de ese tipo. Ahí la fuerza es bautizada con el nombre de historia; su forma es la lucha de clases; la justicia se relega a un futuro que debe ir precedido de una especie de catástrofe apocalíptica.

También Hitler, tras un momento de valor intelectual y de clarividencia, ha caído en la creencia en ese pequeño mecanismo. Pero necesitaba un modelo de máquina inédito. Ha carecido de gusto y de capacidad de invención, fuera de algunos relámpagos de intuición genial. De modo que ha tomado prestado su modelo mecánico a las gentes que le obsesionaban de continuo por la repulsión que le inspiraban. Ha tomado por máquina simplemente noción de raza elegida, el pueblo destinado a dominarlo todo y a establecer entre sus esclavos a continuación la especie de justicia adecuada a la esclavitud.

Todas esas concepciones aparentemente distintas y tan parecidas en el fondo sólo tienen un inconveniente, siempre el mismo. Y es que son mentiras.

La fuerza no es una máquina que pueda crear la justicia. Es un mecanismo ciego del cual salen, al azar, indiferentemente, efectos justos e injustos; pero mayormente injusto, por el juego de las probabilidades. El curso del tiempo no añade nada; no aumenta en el funcionamiento de este mecanismo la ínfima proporción de efectos conformes por azar a la justicia.

Si la fuerza es absoluta soberana, entonces la justicia es absolutamente irreal. Pero no lo es. Esto lo sabemos experimentalmente. Es real en el fondo del corazón de los hombres. La estructura del corazón humano es una realidad entre las realidades de este universo; tiene el mismo título de realidad que la trayectoria de un planeta.


(Simone Weil – 1943)

Uno lee cosas como esta, pero —aun suponiendo que uno entienda el punto y aprecie el argumento de fondo— es difícil asumir la contradicción (y su culpa) como algo propio. Cada cual, según el equipo en que juega, tiene sus coartadas a mano. En particular, el lector cristiano típico ni siquiera verá la necesidad de justificaciones, creerá encontrar aquí un tanto a su favor; sólo verá, con toda probabilidad, un alegato contra el materialismo. Y como uno no es materialista, entonces no hay problema: la fuerza no es, para nosotros, absoluta soberana, también está lo otro (Dios, el espíritu) que es lo más importante. Escuchen y aprendan los adversarios, materialistas, laicistas y marxistas, pues, esto que dice Simone; que nosotros lo tenemos claro.
Pero no, no es así la cosa —dice la misma Simone, y yo lo creo.

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