… rogó a Buxton que no siguiera matando, directamente en el camino,
los camellos exhaustos por la marcha; porque sus soldados hacían de cada res muerta que encontraban una excusa para el banquete y
la dilación.
Abdulla tenía problemas para entender por qué los británicos sacrificaban a las bestias que debían abandonar. Yo le hice notar que los árabes nos matábamos entre nosotros en caso de caer heridos de gravedad en la batalla; pero Abdulla replicó que eso sólo era para evitar perder el honor, ante la posibilidad de ser torturados. Él creía que prácticamente todo hombre vivo debía preferir una muerte gradual por agotamiento en el desierto a un desenlace súbito; aún más: a su ver, la muerte lenta era la más misericordiosa de todas, puesto que el haber perdido la esperanza evitaba al agonizante la amargura de la derrota, y dejaba a la naturaleza humana desembarazada de todo, bien compuesta para entregarse a la misericordia de Dios. Y a nuestra convicción inglesa, de que era más bondadoso apurar la muerte de cualquier ser vivo —exceptuado el hombre—, simplemente no podía tomarla en serio.
Me costó un poco llegar a entenderlo —o creer entenderlo—, eso de «perder la esperanza»
y «la amargura de la derrota». Parece que la
esperanza se refiere acá a lo inmediato, a la batalla
(literal o no, pero en todo caso circunstancial y
terrena) por vivir.
Y, claro: si te morís, es que esa batalla la perdiste.
La bendición de la agonía larga, en ese modo
de ver las cosas, sería la de poder dejar esa derrota (y su amargura) atrás, lejos; lo feo es morir en la derrota (derrota en cuanto acto: losing fight),
no es buen momento; mejor, después.Abdulla tenía problemas para entender por qué los británicos sacrificaban a las bestias que debían abandonar. Yo le hice notar que los árabes nos matábamos entre nosotros en caso de caer heridos de gravedad en la batalla; pero Abdulla replicó que eso sólo era para evitar perder el honor, ante la posibilidad de ser torturados. Él creía que prácticamente todo hombre vivo debía preferir una muerte gradual por agotamiento en el desierto a un desenlace súbito; aún más: a su ver, la muerte lenta era la más misericordiosa de todas, puesto que el haber perdido la esperanza evitaba al agonizante la amargura de la derrota, y dejaba a la naturaleza humana desembarazada de todo, bien compuesta para entregarse a la misericordia de Dios. Y a nuestra convicción inglesa, de que era más bondadoso apurar la muerte de cualquier ser vivo —exceptuado el hombre—, simplemente no podía tomarla en serio.
Extraña manera de ver las cosas, rebuscada tal vez; no sé si para el mismo Lawrence (curioso cómo usa el nosotros para referirse a los árabes primero y a los ingleses después). Creo vislumbrar su lado bello, verdadero, y no sé en qué medida deba ser tenido por radicalmente ajena a nuestra (cristiana, si quieren) manera de ver las cosas.
En todo caso, creo que nosotros sí podemos tomarla en serio. Sobre todo considerando qué poco nos va quedando de aquella excepción que hace Lawrence al final.
Y quién sabe también si no podríamos hacer alguna aplicación útil en otros órdenes —y no sólo individuales— sobre otras derrotas que convendría dejar, con su amarguras, bien atrás. Cuestión de saber morir.