Conversación con una antigua planchadora, que entró de aprendiza a los catorce años, y allí estuvo en su oficio hasta que éste desapareció.
Me dice que ningún problema había con los trajes y vestidos, incluidos los de alta moda o los vestidos de novia más aparatosos, y que el trabajo y la pejiguera lo daban las servilletas, los pañuelos y la ropa de cama. Asegura que no es lo mismo planchar que aplastar, y que un doblez bien hecho, como debe ser, no tiene que dejar apenas huella al extender la pieza, ni ésta aparecer como acartonada, y que ésa fue la primera lección que la dio su maestra.
«Y se dice pronto, pero no es tan fácil como parece, sobre todo, con la ropa blanca.» La plancha, por lo visto, podía empañar la blancura.
«¿Ha visto usted la ropa blanca tendida cuando la agita un poco el viento, que es una divinidad? ¡Bueno, pues hay que tener mucho cuidado de que ese blancor no lo pierda!»
Luego habla de los almidones, que dice que eran como los enemigos del alma.
La maestra las decía: «¡Nosotras no somos cortadoras de carne ni entablilladoras, chicas; nosotras planchamos para bien vestir, bien comer y bien estar en la cama, como personas!»
Pero que, luego, en unos cuantos años, todo eso ya dio igual, porque los clientes ya no sabían lo que era una pieza bien planchada, eran simplemente gente de dinero, y la daba lo mismo cualquier cosa, y entonces fue cuando la maestra comenzó a decir: «¡Chicas, el oficio se acaba!», y que así fue, comenta con un suspiro.
«¿Y si yo la dijera que ahora puede pasar lo mismo con los libros?» –la pregunto. Y se queda un poco pensativa, pero enseguida responde: «Pues ¿qué quiere que le diga? Cuando empiezan a irse las cosas, se van todas. Y tendrá que ser así, pero yo con esta conformidad de ahora, de lo mismo da ocho que ochenta, no me arreglo.»
Hago constar que yo tampoco, desde luego; y entonces sonríe por primera vez, como con una sonrisa de complicidad entre ambos.
Quizás podría venir a propósito de algo que decíamos ayer.
Quizás, mejor, podría ilustrar un aspecto triste, trágico de nuestro tiempo (y es de notar que sea precisamente
la «gente de dinero» la que no sabe lo que es una pieza
bien planchada, y que «le da lo mismo cualquier cosa»)…Me dice que ningún problema había con los trajes y vestidos, incluidos los de alta moda o los vestidos de novia más aparatosos, y que el trabajo y la pejiguera lo daban las servilletas, los pañuelos y la ropa de cama. Asegura que no es lo mismo planchar que aplastar, y que un doblez bien hecho, como debe ser, no tiene que dejar apenas huella al extender la pieza, ni ésta aparecer como acartonada, y que ésa fue la primera lección que la dio su maestra.
«Y se dice pronto, pero no es tan fácil como parece, sobre todo, con la ropa blanca.» La plancha, por lo visto, podía empañar la blancura.
«¿Ha visto usted la ropa blanca tendida cuando la agita un poco el viento, que es una divinidad? ¡Bueno, pues hay que tener mucho cuidado de que ese blancor no lo pierda!»
Luego habla de los almidones, que dice que eran como los enemigos del alma.
La maestra las decía: «¡Nosotras no somos cortadoras de carne ni entablilladoras, chicas; nosotras planchamos para bien vestir, bien comer y bien estar en la cama, como personas!»
Pero que, luego, en unos cuantos años, todo eso ya dio igual, porque los clientes ya no sabían lo que era una pieza bien planchada, eran simplemente gente de dinero, y la daba lo mismo cualquier cosa, y entonces fue cuando la maestra comenzó a decir: «¡Chicas, el oficio se acaba!», y que así fue, comenta con un suspiro.
«¿Y si yo la dijera que ahora puede pasar lo mismo con los libros?» –la pregunto. Y se queda un poco pensativa, pero enseguida responde: «Pues ¿qué quiere que le diga? Cuando empiezan a irse las cosas, se van todas. Y tendrá que ser así, pero yo con esta conformidad de ahora, de lo mismo da ocho que ochenta, no me arreglo.»
Hago constar que yo tampoco, desde luego; y entonces sonríe por primera vez, como con una sonrisa de complicidad entre ambos.
Pero a mí, lo que más me toca es el personaje y el dicho. Como esos episodios y personajes de novela, de importancia incierta pero que uno atesora, referencias que una lleva siempre consigo… sospecho que esta planchadora y su maestra, y sobre todo su frase final («Chicas, el oficio se acaba») me va a acompañar mucho tiempo.