Porque lo antes dicho con respecto a las penas propias se traduce sin mucha dificultad (acá, en la teoría, claro) a las penas ajenas (o mejor dicho: a la pena que nos provoca el mal ajeno).
La misma receta, de objetivar la pena propia, de atenernos a ella en su simple existencia, contemplándola como parte del guión divino que nos ha tocado, se aplica a los males protagonizados o sufridos por los otros. Y de la misma manera, esta mirada (no tenemos palabras adecuadas; «aceptación» o «resignación» son muy insuficientes, decía Simone Weil) no mata la pena, sino que la asume, supera el escándalo del mal, y dispone a la gratitud y la adoración.
Para volver a Bloy, con otra de sus frases: «todo lo que pasa es adorable» (o sea, digno de adoración, por ser de última designio de Dios). Naturalmente, esto suena a devoción irreal; y probablemente lo sea, en tal o en cual caso; pero difícilmente en el caso de Bloy, que acaba de ver morir a su hijo, entre otras cosas.
No me detendré ahroa a defenderme de las imputaciones de ataraxia o de quietismo, tendría que repetirme demasiado.
Pero vayan algunas cositas más.
1. Fijándonos sobre todo en nuestras penas por los males que caen sobre personas cercanas y queridas, al dolor por sus pecados o sus sufrimientos: es obvio que este dolor puede ser desordenado; como puede serlo (y esto la gente de derecha está mejor dispuesta a verlo que lo otro) el amor; incluso (y para este caso: sobre todo) el amor que se diría más puro y desinteresado, el amor de la madre por su hijo. Y para ordenar amores y dolores (y tornarlos verdaderos y eficaces) hace falta una especie de ascesis; una gimnasia que de entrada parecerá repelente al que está tapado por ese desorden. «No me quiten esto.»
Cité hace poco algo de las Cautelas de San Juan de la Cruz, unos consejos para religiosos. Algunas son un poco… duros:
… que acerca de todas las personas tengas igualdad de amor e igualdad de olvido, ahora sean deudos ahora no, quitando el corazón de éstos tanto como de aquéllos y aun en alguna manera más de parientes, por el temor de que la carne y sangre no se avive con el amor natural que entre los deudos siempre vive, el cual conviene mortificar para la perfección espiritual. Tenlos todos como por extraños, y de esa manera cumples mejor con ellos que poniendo la afición que debes a Dios en ellos.
No ames a una persona más que a otra, que errarás; porque aquel es digno de más amor que Dios ama más, y no sabes tú a cuál ama Dios más. Pero olvidándolos tú igualmente a todos, según te conviene para el santo recogimiento, te librarás del yerro de más y menos en ellos.
No pienses nada de ellos, no trates nada de ellos, ni bienes ni males, y huye de ellos cuanto buenamente pudieres, y si esto no guardas, no sabrás ser religioso, ni podrás llegar al santo recogimiento ni librarte de las imperfecciones. Y si en esto te quisieres dar alguna licencia, o en uno o en otro te engañará el demonio, o tú a ti mismo, con algún color de bien o de mal.
En hacer esto hay seguridad, y de otra manera no te podrás librar de las imperfecciones y daños que saca el alma de las criaturas.
Uno, que tiene a san Juan de la Cruz por una autoridad, que cree (por motivos nada sólidos) que el fraile sabe
mucho de espiritualidad y de caridad, y que no tiene en mucho la sensibilidad humanitaria
contemporánea… siente el primer impulso de defenderlo, notando que son consejos para religiosos (no se aplican a todos) y corriendo a buscar una vez más los textos y rasgos biográficos que lo muestran como un corazón tierno y amante, y citando algún texto del evangelio… etc. Refrenemos primeros impulsos, y confesémosnos que a nosotros también esto nos suena demasiado duro; y sobre todo, puesto que no podemos hacernos un juicio seguro sobre la clarividencia y aplicabilidad de este
texto, no lo esgrimiremos como un argumento autorizado para apoyar nada. Aun con todo esto,
pienso que por acá puede haber una relación para ayudar a entender… entre otras cosas, en qué plano debe darse eso de olvidarse del dolor y del amor.
No ames a una persona más que a otra, que errarás; porque aquel es digno de más amor que Dios ama más, y no sabes tú a cuál ama Dios más. Pero olvidándolos tú igualmente a todos, según te conviene para el santo recogimiento, te librarás del yerro de más y menos en ellos.
No pienses nada de ellos, no trates nada de ellos, ni bienes ni males, y huye de ellos cuanto buenamente pudieres, y si esto no guardas, no sabrás ser religioso, ni podrás llegar al santo recogimiento ni librarte de las imperfecciones. Y si en esto te quisieres dar alguna licencia, o en uno o en otro te engañará el demonio, o tú a ti mismo, con algún color de bien o de mal.
En hacer esto hay seguridad, y de otra manera no te podrás librar de las imperfecciones y daños que saca el alma de las criaturas.
2. También relacionado con el punto anterior: es claro que hay que amar al prójimo, es claro que es el segundo mandamiento de la nueva ley, y, además, es «similar al primero». Pero también es cierto que se nos manda: «ama al prójimo como a tí mismo».
Puede discutirse si ese «como» designa una medida o un modo, si significa un «por lo menos tanto» o un «incluso hasta», y si implica o no un mandato de amarse uno a sí mismo. Como sea, si no autoriza al menos propicia la analogía. Amarse (y dolerse por) uno mismo, como al/por el prójimo. Y parejamente des-amarse (o des-dolerse).
Por poner tres citas: Me decía un psiquiatra amigo que buena parte de la terapia que en su experiencia, sus pacientes necesitaban, se reducía en «hacerlos salir de sí mismos», romper esa atención obsesiva por su propias angustia y depresiones. Hellen Keller, la ciega-sordomuda de (casi) nacimiento, decía que «hay felicidad en el olvido de uno mismo». Y Jesús, que «el quiere salvar su vida la perderá». ¿Son estos dichos una exhortación a desplazar la atención de mi persona a la del prójimo? No creo; podrá ser buen consejo, por caso, pero eso no es lo esencial. Y, por contra, creo que bien pueden aplicarse, en muy similar registro, al prójimo: que también querer salvar la vida del prójimo puede ser la receta para perderla; que también hay felicidad en el olvido del otro (en cierto sentido, sí; pero no muy distinto al del otro olvido); y que también puede ser necesario para recuperar la salud «salir del otro». Y así.
3. El dolor por las penas ajenas es, naturalmente, una forma de escándalo. El escándalo del mal —de culpa o de pena, según el caso; el pecado, el sufrimiento, la injusticia. Escándalo formidable, que yo no soñaría en intentar minimizar. Pero puede ser útil —además de recordar que es eso: piedra de tropiezo— visitar algunos de sus tipos. Anotemos por ahora solamente dos cosas.
Primero: y para terminar (por ahora!) estas fatigosas analogías de los males míos vs. los males de los otros, notemos que el escándalo del mal es tan relevante en un caso como en el otro, y en registros no muy diferentes. Los dos prototipos que se me ocurren en este momento son Job, escandalizado por el mal (de pena) que cae sobre él; e Iván Karamazov, escandalizado por el mal (también de pena) que caen sobre los otros, los niños sobre todo. Puede dar que pensar (y lo pensaremos) que el caso de Job, que se diría el escándalo más egoísta de los aquí considerados, es el que gana (hasta cierto punto, es verdad) el beneplácito de Dios. Mientras que el otro, figura del escándalo de la izquierda contemporánea (no?) … pues… pareciera que no tanto.
Segundo: y cerrando con la derecha (quedan objeciones, sí; otro día), tenemos el escándalo por el pecado en el mundo. El dolor y la impaciencia de ver a Dios «ninguneado» (vaya con la expresión!). Y así como la izquierda tiene a su propio escándalo como su mayor virtud («a nosotros nos indigna la injusticia»), lo mismo pasa de este lado. Ese dolor y esa impaciencia son tenidas, en general, por las virtudes específicas de los católicos fieles de estos tiempos… (los últimos… es de esperar). Acaso lo sean (sobra motivos y ejemplos). Acaso no (sobran motivos y ejemplos). Y a veces se me ocurre que, con demasiada frecuencia, ese dolor crispado de los que levantan la bandera de Dios contra el mundo incrédulo no es otra cosa que falta de fe.