Lo decía alguien (¿Mark Shea?), y alguna vez creo haberlo citado acá. Cuando un católico
dice algo sobre el catolicismo, a veces a veces acierta y a veces desbarra; cuando un ateo dice
algo sobre el catolicismo, lo mismo; ahora… cuando alguien arranca
proclamando «Yo soy católico, pero…», puede tenerse casi la certeza
de que seguirá una idiotez monumental. Que, además, no resulta en absoluto defendida ni disculpada por la prevención inicial; más bien al contrario.
Y me parece que puede encontrarse alguna analogía con otro descargo, este más frecuentado
en ambientes de militante ortodoxia (o militancia ortodoxa?); aunque no exclusivamente.
Mi experiencia en foros y blogs me dice que cuando un opinador cristiano arranca
atajándose:
«Yo no pretenderé juzgar las motivaciones internas de Fulano; pero….»
o «Sólo Dios juzga las conciencias. Ahora, el hecho objetivo es… »
… podemos casi tener la certeza de que seguirá un juicio cuidadosamente expurgado de toda misericordia.
Tal vez sean, uno y otra, casos particulares de aquella ilusión que decíamos: que prever una objeción, con solo mentarla (asignándole un lugar en los arrabales del argumento),
equivale a haberla solventado.
No, claro. Si hay suerte, será signo de lucidez u honestidad; si hay mucha suerte, viento a favor y en bajada, será un comienzo de respuesta, o constancia de verdad parcial para no perder de vista, para recortar mejor la cuestión y mantener las riendas cortas. Si hay poca suerte —y no suele haberla— no será más que una chicana; se afecta una apertura a la verdad parcial que la objeción contiene, pero en verdad interiormente uno se está cerrando a ella, ganándole de mano; como vacunándose.
Yendo al caso. Está bien, en principio, que el cristiano que se apresta a emitir juicios se acuerde de aquello de «no juzgues para no ser juzgado». Está bien sentir un poco de intranquilidad. Está bien que esto no paralice, que la letra no sea tropiezo. Es cierto que
no es fácil formular el plano en el que se da la obligación (nada negociable) de no juzgar, y explicar cómo es que esto no contradice la licitud (y aun la obligación) de discernir lo bueno de lo malo (o sea… de juzgar) en las ocasiones y los planos que correspondan. Está bien… (y al decir esto estoy juzgando, claro; ya le gané de mano a la objeción; sigamos entonces) está bien, digo, que el cristiano se preocupe por estar en la verdad y en la justicia, sin por eso hacerse culpable de juzgar en el sentido que prohíbe Cristo. Perfecto.
Ahora… creer que esa dificultad pueda solventarse tan fácil… creer que basta con separar de un tajo, de un lado el fuero íntimo de la persona juzgada y del otro lado sus actos externos, afirmar que nuestro juicio sólo toca lo segundo, y pretender con eso solo zafar de la paradoja y del peligro, para largarse a juzgar con tranquilidad… no, vea, no creo que sea tan barato el asunto.
Juzgar es lícito, necesario o meritorio, según el caso; pero también debe ser riesgoso. Tiene que costar, no puede ser gratis. Cuesta, en primer término, hacerse cargo del riesgo: el de caer bajo la admonición, de que mañana «nos juzguen porque hemos juzgado».
Y porque no es gratis, porque el riesgo es grande, es de esas cosas que sólo
deberían ser hechas con un poquito de «temor y temblor».
Para lo cual aquel descargo inicial y su falsa sensación de seguridad no parece ser de mucha ayuda.
Yendo más al caso. Pienso que esa división entre el fuero íntimo y los actos (lo interior y lo exterior), llevada hasta ese punto, tiene que ser una ilusión y una trampa. Que aun cuando el juicio pretenda dirigirse a los resultados de los actos (efecto más que acción), no se puede considerarse exento de la misericordia que se debe al prójimo, no se puede pretender que al juzgar los actos no estamos de ningún modo juzgando almas.
Me parece que hay en esta presunción un error peligroso sobre nuestra condición encarnada, algo afín a la falla de percepción
que decía Tolkien a propósito del juicio sobre Frodo
(«no percibir la complejidad de una situación dada en el Tiempo, en el que un ideal absoluto está atrapado… y olvidar a olvidar ese extraño elemento del Mundo que llamamos Piedad o Misericordia»), un divorcio ilegítimo
(y muy poco católico) entre la interioridad y la exterioridad, pariente acaso de aquel entre la fe y las obras. Un error que puede llegar a ser una forma de hipocresía.
Podemos verlo mejor, creo, si nos atenemos a nuestras propias obras, en el sentido más amplio de la palabra: cuando alguien va a juzgarlas, lo que por sobre todo esperamos es misericordia —tanto o acaso más que justicia. (Si las palabras misericordia o piedad les suenan demasiado… piadosas, puede reemplazarlas por delicadeza o comprensión).
Incluso cuando se trata de obras triviales, poco relacionadas con cuestiones morales;
cuestiones de habilidad, técnica, gusto…
Incluso cuando se trata de esas complejas obras humanas (desde un hijo a una institución) en las que uno ha tenido alguna parte. Sentimos que quien juzga aquello de alguna manera nos juzga a nosotros.
Deberíamos tener cuidado, entonces. Deberíamos esforzarnos en juzgar con cordialidad, siempre. Y me parece que esos descargos preliminares, por lo general, apuntan a lo contrario.