Lo pensaba hace tiempo, en relación a la arquitectura (y sin saber nada de arquitectura,
para variar), cuando veía desde el colectivo algunos de los edificios nuevos de Buenos Aires.
Los
de Catalinas,
por caso.
Lindos, tal vez. No sé.
Pero, en todo caso, se me antojaban de una belleza… individualista,
como de adolescente egolátrica. Olvídense de los viejos. Ahora, mírenme a mí.
No sé si será demasiado pedir, que un arquitecto intente
no sólo lograr la belleza de su propia creación, sino también
el realce de lo existente. No sé si será una falsa impresión la mía,
la de que estos creadores en el fondo más bien sentirían como un éxito el
haber logrado la obsolescencia de los edificios circundantes; y que, a su
vez, su propio brillo actual nació efímero, con tan poca raíz como aliento;
con tan escasa veneración por sus abuelos como ambición de ganar la de sus nietos.
No sé, en fin, si será una falsa impresión esa que tengo, la de que a los creadores
de ahora (y abriéndonos de la arquitectura) les falta amor y gratitud cósmica; el
sentimiento de que la obra ya está empezada, y que es una dicha que esté empezada,
y que es un privilegio el que tienen algunos, de haber sido llamados a poner una pincelada
en semejante cuadro, cuatro corcheas en semejante sinfonía.
Un privilegio, una dicha, y también
una responsabilidad y un riesgo.
Y si no se trata sólo de arquitectura, tampoco se trata sólo de arte (y aun cuando se tratara
de un determinado arte, «lo dado» no tiene por qué entenderse como limitado a esa sección
del cosmos).
Pero mejor que intentar remontar vuelo con tan poco carreteo, los
dejo con otro ejemplo, bien típico, que conocí estos días, y que, de hecho, fue
el que me hizo repensar esta cuestión; y que, de yapa, muestra que aquella gratitud devocional y humilde
por «lo dado» (aun cuando el concepto es bien literal, como en este caso) se lleva
muy bien con el buen gusto y la audacia artística:
La flor de simbelmin,
un relato de Alejandro Murgia, sobre el mundo hobbit (pdf).