…
Las mujeres se toman la vida demasiado en serio.
Sabe Dios que en verdad es una cosa seria para la mayoría de nosotros;
por eso mismo conviene no tomarla con más seriedad de la imprescindible.
Juancito y Clarita[1] se caen por la cuesta, se lastiman las rodillitas y las naricitas, y derraman el agua que tanto les había costado recoger. Nosotros somos muy filosóficos:
—¡No lloren, grandulones! —les decimos—, los niños deben aprender a soportar el dolor. Arriba, a llenar otra vez el balde, inténtenlo otra vez.
Juancito y Clarita se frotan los ojos con sus manitas sucias, miran con autocompasión sus rodillitas ensangrentadas, y se van corriendo con el balde. Nosotros nos reímos, aunque sin maldad.
—¡Pobrecitos! ¡Qué manera de berrear! Parecía que estaban muriéndose, y era cosa de nada. ¡Lo que alborotan estos niños!
Y contemplamos con magnífico estoicismo el accidente de Juancito y Clarita.
Ah, pero cuando se trata de NOSOTROS —los Juancitos adultos de bigote gris, las Claritas maduras con despuntes de patas de gallo—… cuando NOSOTROS, digo, tropezamos en la cuesta, cuando se derrama NUESTRO baldecito de agua. ¡Santo cielo! ¡Qué tragedia! ¡Cáiganse las estrellas, apáguese el sol, suspéndase las leyes del cosmos! El señor Juancito y la señora Clarita, al bajar la cuesta (no preguntemos qué estaban haciendo en la cuesta) han tropezado en una piedra, seguramente puesta ahí por las potencias diabólicas del universo. El señor Juancito y la señora Clarita se han hecho sendos chichones en sus cabecitas huecas; se han lastimado en sus corazoncitos, y no pueden creer que el mundo siga marchando después de tal catástrofe.
Vamos, Juancito y Clarita, no es para tomarlo tan a la tremenda. Han derramado su felicidad y tendrán que volver a subir la cuesta a llenar otra vez el balde. La próxima vez, habrá que traerlo con más cuidado. ¿Qué venían haciendo en el camino? Alguna tontería, seguro.
Una sonrisa, un suspiro, un beso y un adiós; es toda nuestra vida. ¿Vale la pena preocuparse tanto? Es una vida alegre, tomada en conjunto.
Valor, camarada. Una campaña no puede ser todo tambores, cornetas y copas servidas al estribo por la cantinera. En algún momento deben tocar los tiros y las marchas forzadas. Habrá vivaques agradables entre los viñedos, alguna noche hermosa alrededor de las hogueras del campamento… Unas manos blancas nos saludan; unos ojos bellos se enturbian al despedirnos. ¿Vamos a huir de la música de combate? ¿De qué vamos a quejarnos? Adelante. A algunos tocará la medalla, a otros el bisturí del cirujano; y para todos, tarde o temprano, un metro de la madre tierra encima. ¿A qué temer? Valor, camarada.
Hay un medio entre pasar por la vida con la sonrisa despreocupada de un lagarto al sol, y la agresiva sensibilidad de un Lama tembloroso, dispuesto a morir a cualquier palabra dura. Para atravesar la vida como hombres, debemos sentir como hombres.
Amigo filósofo: no trates de consolar a tu prójimo que está junto al ataúd de su hijo con la reflexión de que lo mismo ocurrirá dentro de cien años; porque, para empezar, eso no es exacto: el hombre cambia eternamente (acaso para mejor; pero eso no lo digas). Un soldado con una bala en el cuello no volverá a ser el hombre que antes era; pero igual puede reírse y conversar, beber vino y montar a caballo. A veces, al atardecer, cuando hay mal tiempo, lo asalta el dolor; esos días lo encontrarás tendido sobre un diván, en un rincón oscuro.
—¡Hola, amigo! ¿Te ocurre algo?
—Nada, sólo una puntada; la vieja herida ¿sabes? Estaré mejor en un ratito.
Cierra con delicadeza la puerta. Yo, en tu lugar, no me quedaría a su lado, ni siquiera para darle ánimo. Pronto llegarán los hombres a cerrar el ataúd, y pienso que le gustará estar solo con él el mayor tiempo posible. Dejémoslo. Más tarde, dentro de unos días, volverá al club. Es probable que durante una temporada tengamos que darle unas carambolas de ventaja, pero pronto se recobrará. De vez en cuando, al cruzarse con los hijos de los amigos gritando en el camino, cuando Brown suba por el camino con el telegrama en la mano para anunciar que el atolondrado de Jim ha ganado una condecoración, cuando esté felicitando al hijo mayor de Jones por su graduación, la vieja herida le punzará un poco. Pero pasará. Y entonces se reirá con nuestros chistes y nos contará los suyos, y comerá y jugará al billar. No es más que una herida.
Tommy no puede ser nuestro, Jenny no nos quiere. No podemos beber vino y debemos conformarnos con cerveza. Bueno ¿qué le vamos a hacer? Sí, maldigamos al Destino si quieres —siempre es útil tener a quien culpar. Lloremos y retorzámonos las manos… Pero ¿hasta cuándo? Porque, mira, está por sonar la campana de la comida, van a venir los Smith. Tendremos que conversar, de ópera y de museos de pintura. ¡Pronto! ¿Dónde está el agua de colonia? ¿Y las hebillas para el cabello?
¿O acaso sería mejor suicidarnos? ¿Vale la pena? Sólo unos pocos años más -acaso mañana mismo, gracias a una cáscara de banana o una maceta de un balcón- y el Destino nos ahorrará la molestia.
¿O seremos como niños malhumorados, con trompa todo el día? Juancito y Clarita, los del corazón destrozado. No volveremos a sonreír; nos consumiremos hasta morir, y en la primavera nos enterrarán. El mundo es triste, la vida es cruel, el cielo insensible ¡Dios mío, Dios mío! ¡Nos hemos hecho daño!
Gemimos y nos quejamos a cada molestia. En los días recios de antaño, los hombres afrontaban verdaderos peligros y penalidades, a cada momento. No había tiempo de llorar. La muerte y el desastre estaban siempre a la puerta, y los hombres sabían despreciarlos. Ahora, en nuestras casitas cómodas y abrigadas nos afanamos en convertir cada arañazo en una herida. Cada jaqueca es una agonía, cada disgusto una tragedia. Se necesitaron un padre asesinado, una novia ahogada, una madre sin honor, un espectro y un primer ministro atravesado de una estocada para producir en Hamlet las emociones que una poetisa moderna obtiene de una corista con el ceño fruncido, o una leve baja en la cotización de la Bolsa… Los remeros de Ulises afrontaban el sol y el trueno con igual alegría. A nosotros la luz del sol nos quema la piel y la lluvia nos resfría; todo lo recibimos con la misma ruidosa autocompasión…
Jerome K. Jerome, (1859-1927) de «Nuevas divagaciones de un haragán»
Ya he dicho algo de mi aprecio por este Jerome.
Hoy en día se lo lee muy poco, casi exclusivamente por su novelita humorística «Tres hombres en una barca»
(o «Tres hombres en un bote» o «Tres hombres y un perro»). Humor inglés, suave,
amable (¿victoriano?). Relatos hechos de divagaciones y pinturas costumbristas -y algo moralistas, como ven acá.
Me cuesta explicar (explicarme) por qué me gusta, pero así son las cosas.
Creo que mi preferido es «Ellos y yo» (They and I), un libro
prácticamente desconocido (no llega a ser una novela) de una ternura
deliciosa a mi paladar. Me lo recomendó hace tiempo un amigo, lo he releído un montón de veces, y cumplo acá en agradecer y difundir (… contra casi toda esperanza).
Juancito y Clarita[1] se caen por la cuesta, se lastiman las rodillitas y las naricitas, y derraman el agua que tanto les había costado recoger. Nosotros somos muy filosóficos:
—¡No lloren, grandulones! —les decimos—, los niños deben aprender a soportar el dolor. Arriba, a llenar otra vez el balde, inténtenlo otra vez.
Juancito y Clarita se frotan los ojos con sus manitas sucias, miran con autocompasión sus rodillitas ensangrentadas, y se van corriendo con el balde. Nosotros nos reímos, aunque sin maldad.
—¡Pobrecitos! ¡Qué manera de berrear! Parecía que estaban muriéndose, y era cosa de nada. ¡Lo que alborotan estos niños!
Y contemplamos con magnífico estoicismo el accidente de Juancito y Clarita.
Ah, pero cuando se trata de NOSOTROS —los Juancitos adultos de bigote gris, las Claritas maduras con despuntes de patas de gallo—… cuando NOSOTROS, digo, tropezamos en la cuesta, cuando se derrama NUESTRO baldecito de agua. ¡Santo cielo! ¡Qué tragedia! ¡Cáiganse las estrellas, apáguese el sol, suspéndase las leyes del cosmos! El señor Juancito y la señora Clarita, al bajar la cuesta (no preguntemos qué estaban haciendo en la cuesta) han tropezado en una piedra, seguramente puesta ahí por las potencias diabólicas del universo. El señor Juancito y la señora Clarita se han hecho sendos chichones en sus cabecitas huecas; se han lastimado en sus corazoncitos, y no pueden creer que el mundo siga marchando después de tal catástrofe.
Vamos, Juancito y Clarita, no es para tomarlo tan a la tremenda. Han derramado su felicidad y tendrán que volver a subir la cuesta a llenar otra vez el balde. La próxima vez, habrá que traerlo con más cuidado. ¿Qué venían haciendo en el camino? Alguna tontería, seguro.
Una sonrisa, un suspiro, un beso y un adiós; es toda nuestra vida. ¿Vale la pena preocuparse tanto? Es una vida alegre, tomada en conjunto.
Valor, camarada. Una campaña no puede ser todo tambores, cornetas y copas servidas al estribo por la cantinera. En algún momento deben tocar los tiros y las marchas forzadas. Habrá vivaques agradables entre los viñedos, alguna noche hermosa alrededor de las hogueras del campamento… Unas manos blancas nos saludan; unos ojos bellos se enturbian al despedirnos. ¿Vamos a huir de la música de combate? ¿De qué vamos a quejarnos? Adelante. A algunos tocará la medalla, a otros el bisturí del cirujano; y para todos, tarde o temprano, un metro de la madre tierra encima. ¿A qué temer? Valor, camarada.
Hay un medio entre pasar por la vida con la sonrisa despreocupada de un lagarto al sol, y la agresiva sensibilidad de un Lama tembloroso, dispuesto a morir a cualquier palabra dura. Para atravesar la vida como hombres, debemos sentir como hombres.
Amigo filósofo: no trates de consolar a tu prójimo que está junto al ataúd de su hijo con la reflexión de que lo mismo ocurrirá dentro de cien años; porque, para empezar, eso no es exacto: el hombre cambia eternamente (acaso para mejor; pero eso no lo digas). Un soldado con una bala en el cuello no volverá a ser el hombre que antes era; pero igual puede reírse y conversar, beber vino y montar a caballo. A veces, al atardecer, cuando hay mal tiempo, lo asalta el dolor; esos días lo encontrarás tendido sobre un diván, en un rincón oscuro.
—¡Hola, amigo! ¿Te ocurre algo?
—Nada, sólo una puntada; la vieja herida ¿sabes? Estaré mejor en un ratito.
Cierra con delicadeza la puerta. Yo, en tu lugar, no me quedaría a su lado, ni siquiera para darle ánimo. Pronto llegarán los hombres a cerrar el ataúd, y pienso que le gustará estar solo con él el mayor tiempo posible. Dejémoslo. Más tarde, dentro de unos días, volverá al club. Es probable que durante una temporada tengamos que darle unas carambolas de ventaja, pero pronto se recobrará. De vez en cuando, al cruzarse con los hijos de los amigos gritando en el camino, cuando Brown suba por el camino con el telegrama en la mano para anunciar que el atolondrado de Jim ha ganado una condecoración, cuando esté felicitando al hijo mayor de Jones por su graduación, la vieja herida le punzará un poco. Pero pasará. Y entonces se reirá con nuestros chistes y nos contará los suyos, y comerá y jugará al billar. No es más que una herida.
Tommy no puede ser nuestro, Jenny no nos quiere. No podemos beber vino y debemos conformarnos con cerveza. Bueno ¿qué le vamos a hacer? Sí, maldigamos al Destino si quieres —siempre es útil tener a quien culpar. Lloremos y retorzámonos las manos… Pero ¿hasta cuándo? Porque, mira, está por sonar la campana de la comida, van a venir los Smith. Tendremos que conversar, de ópera y de museos de pintura. ¡Pronto! ¿Dónde está el agua de colonia? ¿Y las hebillas para el cabello?
¿O acaso sería mejor suicidarnos? ¿Vale la pena? Sólo unos pocos años más -acaso mañana mismo, gracias a una cáscara de banana o una maceta de un balcón- y el Destino nos ahorrará la molestia.
¿O seremos como niños malhumorados, con trompa todo el día? Juancito y Clarita, los del corazón destrozado. No volveremos a sonreír; nos consumiremos hasta morir, y en la primavera nos enterrarán. El mundo es triste, la vida es cruel, el cielo insensible ¡Dios mío, Dios mío! ¡Nos hemos hecho daño!
Gemimos y nos quejamos a cada molestia. En los días recios de antaño, los hombres afrontaban verdaderos peligros y penalidades, a cada momento. No había tiempo de llorar. La muerte y el desastre estaban siempre a la puerta, y los hombres sabían despreciarlos. Ahora, en nuestras casitas cómodas y abrigadas nos afanamos en convertir cada arañazo en una herida. Cada jaqueca es una agonía, cada disgusto una tragedia. Se necesitaron un padre asesinado, una novia ahogada, una madre sin honor, un espectro y un primer ministro atravesado de una estocada para producir en Hamlet las emociones que una poetisa moderna obtiene de una corista con el ceño fruncido, o una leve baja en la cotización de la Bolsa… Los remeros de Ulises afrontaban el sol y el trueno con igual alegría. A nosotros la luz del sol nos quema la piel y la lluvia nos resfría; todo lo recibimos con la misma ruidosa autocompasión…
Jerome K. Jerome, (1859-1927) de «Nuevas divagaciones de un haragán»
[1] Traducción de nombres arbitraria, claro está. El original («Little Jack and little Jill fall down the hill») evoca —acabo de desayunarme— una copla infantil muy popular, que al parecer tiene su historia; según algunos, se trataría de Luis XVI y María Antonieta.