… Recuerdo otro sueño en el que un ángel (o un demonio, no estoy muy seguro) viene al encuentro de un hombre y le dice que, mientras no sienta amor alguno hacia un ser viviente, en tanto no experimente la menor ternura hacia mujer o hijo, amigo o pariente, extranjero o compatriota, sus negocios marcharán viento en popa y cada día será más rico y poderoso. Pero si alguna vez llega a sentir un sentimiento de amor hacia un ser vivo, en este momento todos sus planes se vendrán abajo y, desde entonces, su nombre será despreciado por los hombres, y al fin olvidado.
Y el hombre atesora estas palabras, porque es ambicioso y la riqueza y la fama son para él las cosas más dulces de este mundo. Una mujer lo ama, y muere sedienta de una mirada cariñosa de sus ojos. Pasos de niña penetran en su vida, para huir de nuevo a hurtadillas; los viejos rostros se desvanecen y otros nuevos vienen y se van.
Pero jamás su mano reposa con afecto sobre cosa viviente; jamás una palabra amorosa sale de sus labios; jamás un sentimiento de ternura anida en su corazón.
Y en todos sus emprendimientos la fortuna le sonríe.
Los años pasan, y al fin sólo le queda una cosa capaz de causarle algún temor: el rostro anhelante de una niña. La niña lo ama, como lo amó la mujer, tiempo atrás; y sus ojos lo siguen con una mirada hambrienta de cariño. Pero él aprieta los dientes, y se aparta de ella.
El rostro de la pequña enflaquece, y un día el hombre se entera de que ella está agonizando. Él acude junto a su cama, y allí permanece, y los ojos de la niña se abren y se fijan en él. Extiende hacia él sus bracitos, en súplica muda. Pero el rostro del hombre no se inmuta, y los bracitos caen débilmente sobre el cubrecama deshecho, y los ojos quedan quietos. Una mujer se acerca suavemente y cierra sus párpados. El hombre vuelve entonces a sus tareas y proyectos.
Pero de noche, cuando la casa está silenciosa, el hombre sube con prisa al cuarto donde la niña aún yace, y aparta las blancas sábanas que cubren su cuerpo.
—Muerta, muerta —murmura.
Toma entonces el cuerpecito en sus brazos y lo aprieta contra su pecho y besa sus fríos labios y sus frías mejillas, y sus frías y rígidas manitos.
Y en este punto mi historia se torna imposible, porque sueño que la niña muerta sigue yaciendo por siempre bajo las sábanas en aquella habitación silenciosa, y que su carita no cambia ni se corrompen sus miembros.
Aquí me desconcierto un poco, pero pronto dejo de extrañarme; porque cuando el Hada de los sueños nos cuenta sus historias somos como niños sentados a su alrededor, con los ojos muy abiertos, creyéndolo todo por maravilloso que sea.
Cada noche, cuando todo duerme en la casa, se abre silenciosamente la puerta de aquel cuarto y el hombre entra cerrando tras él. Cada noche aparta la sábana blanca y toma el pequeño cuerpo entre sus brazos; y a lo largo de las horas oscuras pasea suavemente de un lado a otro, apretándola fuertemente contra su pecho, besándola y acunándola, como una madre que hace dormir a su hijo.
Cuando el primer rayo de la aurora se asoma al aposento, la pone de nuevo en la cama, la cubre con la sábana y se vuelve como llegó.
Y sigue con sus éxitos, prosperando en todas las cosas, y cada día es más rico, más grande y más poderoso.
Y el hombre atesora estas palabras, porque es ambicioso y la riqueza y la fama son para él las cosas más dulces de este mundo. Una mujer lo ama, y muere sedienta de una mirada cariñosa de sus ojos. Pasos de niña penetran en su vida, para huir de nuevo a hurtadillas; los viejos rostros se desvanecen y otros nuevos vienen y se van.
Pero jamás su mano reposa con afecto sobre cosa viviente; jamás una palabra amorosa sale de sus labios; jamás un sentimiento de ternura anida en su corazón.
Y en todos sus emprendimientos la fortuna le sonríe.
Los años pasan, y al fin sólo le queda una cosa capaz de causarle algún temor: el rostro anhelante de una niña. La niña lo ama, como lo amó la mujer, tiempo atrás; y sus ojos lo siguen con una mirada hambrienta de cariño. Pero él aprieta los dientes, y se aparta de ella.
El rostro de la pequña enflaquece, y un día el hombre se entera de que ella está agonizando. Él acude junto a su cama, y allí permanece, y los ojos de la niña se abren y se fijan en él. Extiende hacia él sus bracitos, en súplica muda. Pero el rostro del hombre no se inmuta, y los bracitos caen débilmente sobre el cubrecama deshecho, y los ojos quedan quietos. Una mujer se acerca suavemente y cierra sus párpados. El hombre vuelve entonces a sus tareas y proyectos.
Pero de noche, cuando la casa está silenciosa, el hombre sube con prisa al cuarto donde la niña aún yace, y aparta las blancas sábanas que cubren su cuerpo.
—Muerta, muerta —murmura.
Toma entonces el cuerpecito en sus brazos y lo aprieta contra su pecho y besa sus fríos labios y sus frías mejillas, y sus frías y rígidas manitos.
Y en este punto mi historia se torna imposible, porque sueño que la niña muerta sigue yaciendo por siempre bajo las sábanas en aquella habitación silenciosa, y que su carita no cambia ni se corrompen sus miembros.
Aquí me desconcierto un poco, pero pronto dejo de extrañarme; porque cuando el Hada de los sueños nos cuenta sus historias somos como niños sentados a su alrededor, con los ojos muy abiertos, creyéndolo todo por maravilloso que sea.
Cada noche, cuando todo duerme en la casa, se abre silenciosamente la puerta de aquel cuarto y el hombre entra cerrando tras él. Cada noche aparta la sábana blanca y toma el pequeño cuerpo entre sus brazos; y a lo largo de las horas oscuras pasea suavemente de un lado a otro, apretándola fuertemente contra su pecho, besándola y acunándola, como una madre que hace dormir a su hijo.
Cuando el primer rayo de la aurora se asoma al aposento, la pone de nuevo en la cama, la cubre con la sábana y se vuelve como llegó.
Y sigue con sus éxitos, prosperando en todas las cosas, y cada día es más rico, más grande y más poderoso.