Esta mañana recibí una hermosa carta de H., que me habla de su deseo de sufrimientos. Abrázalo de mi parte y dile que tenga cuidado. Dios no oye todas las oraciones, pero cuando se le piden sufrimientos, se es infaliblemente oído, primero porque eso está en el orden, y también porque a menudo se mezcla en esta petición, sin que lo sepamos, una especie de presunción que debe expiarse, y como entonces se entra en lo Absoluto, los efectos pueden ser terribles. Yo sé algo de eso.
Léon Bloy – Diario
Alguno objetará [*] que, si de presunción hablamos, eso de pretender entender el funcionamiento de lo Absoluto, eso de pontificar que «los sufrimientos están dentro del orden»,
y encima postularse uno mismo como experimentado en tales asuntos… todo eso tiene bastante de pretensión y acaso de puerilidad. Pomposidad romántica, falta de mesura intelectual, grandiosidad afectada y con alguna resonancia a falso. «Truenos de utilería», decía Castellani. Sí. Pero, sin embargo… no sé, me parece es que esas impresiones de grandiosidad, esos «pasmos abismales», si no pueden tomarse muy en serio, tampoco son para despreciar por completo. En un plano, vale reírse de ellos; pero en otro plano, son una forma de llenar una necesidad. Una forma torpe -el dibujo de un niño- pero
en ciertas cosas la torpeza nos es casi inevitable; y rebelarse contra eso sería una especide de pecado de angelismo. Léon Bloy – Diario
¿Y cuál sería la necesidad a llenar? La de ver el cosmos como algo significativo, diría. Bloy hablaría de lo Absoluto; yo hablaría de Misterio y de Sentido. Vislumbrar (saber vivencialmente lo que uno sabe -tal vez- en abstracto) que el mundo tiene un sentido, que mi existencia y la del vecino tienen un sentido; que las cosas —alegres, tristes, triviales— que me ocurren tienen un sentido.
Hablando apresuradamente, uno diría que la Religión (en el más amplio sentido de la palabra; incluyendo modernos sucedáneos) reconoce y trata de llenar esta necesidad, mientras que la Ciencia la ignora o la hace morir de sed. Hablando demasiado apresuradamente, seguro. Otro preferirá enfrentar la civilización tradicional a la civilización moderna. Yo no me animaré a hablar a estas escalas. Tampoco me gusta, ya saben, ocupar el púlpito de la derecha, y hacer el inventario de los males de la modernidad y el laicismo y el progresismo («el problema con los modernos es que blablabla»). Pero sí diré que frecuentemente tengo la impresión neta de que los modernos —sobre todo los intelectuales en sentido amplio; digamos, lo que tenemos conciencia de ser modernos, de que somos distintos a las generaciones anteriores, y que debemos hacernos cargo— somos ciegos. Es obvio, se me dirá: los antiguos veían algunas cosas, y nosotros otras (o desde distintos ángulos); cada cultura tendrá sus cegueras y sus clarividencias. Será; pero cuando, por un lado esas cegueras se refieren a aspectos esenciales -y eternos- del hombre; y por otro lado, esas cegueras son motivo de orgullo, y parte del programa de la cultura… Pienso sobre todo en lo que decía al principio, lo que tiene que ver con esa necesidad de Misterio y de Sentido…
¿Será porque vivimos en una civilización irreligiosa ? Yo diría —si opinar me sale gratis— que sí. Tomando «religión» en el sentido fuerte de la palabra, diría que estamos enfermos de irreligiosidad ; y por lo mismo, de ceguera, de falta de Misterio y de Sentido. Los cristianos, también; los curas, también. Si me apuran, diría que los curas sobre todo. —¿Y quién te apura? Nadie, pero…
Miren (salimos un ratito del pantanoso terreno de las generalidades para meternos en el más pantanoso terreno de las confidencias). Una vez yo pequé (bueno, no una sola vez; pero se trata ahora de esa vez) y, por circunstancias que no vienen al caso me sentí especialmente miserable, y le pedí a Dios, categóricamente, que me castigara. Es algo que no se hace; y, recordando yo aquella advertencia de Bloy, no lo suelo hacer. En realidad, creo que es la única vez que lo hice. Pero el caso es que sentí que esa vez necesitaba un castigo, una paliza -una bofetada, al menos; sentía que me iba a hacer bien, como para ponerme en mi lugar… Bueno. El castigo llegó en seguida —3 o 4 días… «al toque»— tan saludable como lo imaginé, aunque más doloroso (pero eso también estaba dentro de las previsiones; los dolores imaginados no duelen). El lector escéptico (yo mismo soy bastante escéptico, no crean) tiene todo el derecho a suponer una casualidad (aunque notemos que nunca había pedido eso, y de esos golpes he recibido poquísimos en mi demasiado fácil vida). No importa.
Sabemos, por otro lado, cuál es opinión-reflejo de nuesta cultura al respecto: que Dios exista o no, es opinable, pero lo que es indiscutible es que Dios no castiga. En los sermones parroquiales, en cualquier nota de opinión de un experto religioso o intervención en mesa redonda de TV, la palabra «castigo» es casi tabú, sólo se usa para decir que «Dios no castiga».
Triste me parece; como triste me parece que esta tristeza me sitúe automáticamente del lado tradicionalista-rigorista, y que alguno se sienta impulsado a recomendarme los sermones del cura X (tradicionalista duro «que no tiene pelos en la lengua para hablar del infierno y del Dios que castiga, y de todas esas cosas políticamente incorrectas»). No, gracias. No voy por ahí.
Yo -en principio- no tengo problema en aceptar que los años han traído progresos teológicos, que tenemos maneras mejores de entender a Dios (en alguno de los sentidos de semejante problemática expresión); si se tratara de un desenvolvimiento teológico, explíquenme, no tendrán en mí más que un alumno bien dispuesto. Pero no estoy hablando de teología; quedémonos en el plano humano, nomás; del lado inmanente -o pragmático. Creo yo que cuando el cura nos dice «Dios no castiga», no lo dice en razón de «algo que sabe de Dios», sino en razón de «algo que sabe del hombre». Del hombre moderno, claro. Y lo que sabe, o cree saber, es esto: a la mentalidad moderna el concepto del castigo divino repugna y escandaliza.
Ahora bien: este saber (para el cual el cura encuentra ¡qué suerte! una respuesta tranquilizadora en la teología católica… o en algún teólogo) no es precisamente un dato teológico, ni eclesial; es humano, demasiado humano; es trasversal a católicos y a ateos, es común a las revistas femeninas y los manuales de autoayuda. ¿Lo criticaremos por eso? No. Lo criticaremos porque lo creemos falso; y, en tanto asumido como axioma, lo creemos necio y dañino.
Lo que yo digo que el cura que quiere borrar de mi vida la idea del castigo (y no es más que un ejemplo: el castigo, y el cura) está equivocando diagnóstico y cura, está siendo un mal médico y me está haciendo daño -quedándonos en el nivel humano, nomás. Está creyendo demasiado en modelos (armados de slogans, mitad estupideces y mitada «halagos para los oídos») de lo que el hombre moderno es, o quiere ser. Y al querer tranquilizarme, acaso me está escamoteando mi necesidad principal: la de vislumbrar el sentido, la de no hundirme en la insignificancia.
Y, de nuevo lo digo: no se trata de religión; al menos, en principio (de última, todo termina tratándose de religión). Se trata de esas verdades elementales sobre el ser del hombre, que a veces chocan con esa especie de sabiduría barata establecida (y no podría menos que chocar, puesto que el ser del hombre es complejo, y esa sabiduría es chata); verdades de perogrullo, que cualquier persona ignorante sabe o presiente, y que, sin embargo, sobre el fondo de los lugares comunes suenan paradójicas o absurdas.
Como (¡por ejemplo!) la idea de que ser castigado puede ser consolador («porque te quiero te aporreo», dice sin embargo el refrán). Y tantas otras… Pienso en escritores como Chesterton o Simone Weil… O, mejor aún, Saint-Exupéry (las cosas que dice en «Ciudadela«; o lo que dice sobre la necesidad de los ritos -repetibles, predecibles- en «El principito» y que más de un cura «litúrgicamente creativo» debería leer). Pero no sólo ellos; no hace falta ser un genio, sólo hace falta apagar un poquito la TV, y mirar con atención -y respeto- al hombre. Si sos religioso, mucho mejor. Pero incluso un Dolina, a veces…
El primer psicoanalista que se estableció en Flores fue, según dicen, el doctor Mauricio D. Finkel. Los comienzos no fueron fáciles y su consultorio de la avenida Rivadavia permaneció desierto durante meses. Los vecinos creían entender que Finkel adivinaba la suerte o tiraba las cartas o tal vez vendía rifas.
Con esa idea se presentó un día de invierno el primero de sus pacientes. Se trataba del poeta Jorge Allen, quien buscaba consuelo a un desengaño amoroso y pensó que no estaba del todo mal intentar alguna solución mágica. Finkel lo hizo recostar en su diván y lo invitó a hablar. Allen le contó minuciosamente cómo había sido abandonado por cierta señorita de La Paternal, la forma en que sufría y otros detalles menores. Transcurrido un buen rato, Finkel se levantó y dio por terminada la entrevista.
—Bien, dijo Allen, ¿Qué hago?.
—Venga el jueves a la misma hora.
—¿Para qué?.
—Vea, se trata de que usted vaya comprendiendo su propio problema. La solución la encontrará precisamente en esa misma comprensión.
Allen regresó varias veces. Comprendió perfectamente su caso, lo cual no le sirvió de nada: la chica de La Paternal se casó con un consignatario de Alberti. Enterado de esta tragedia, el enamorado anunció a Finkel su decisión de interrumpir el tratamiento.
—Usted no entiende —sentenció el analista—; el punto es ubicarlo a usted ante la realidad para que la acepte y supere el dolor.
—No deseo superar el dolor. Ya he perdido a la mujer que quería: ¿Pretende usted dejarme también sin el sufrimiento?. Dígame cuánto le debo.
Sí -me dirán, con algún desprecio- es que Dolina es un romántico … como Bloy; siempre a la busca de pasmos abismales. Bueno, diré yo, al menos en ese aspecto, bienvenido sea el romanticismo; como también podría decirlo respecto a otras religiones. Cualquier cosa, menos la apoteosis del Mundo Feliz, con su atroz insignificancia y sus insignificantes predicadores.
Con esa idea se presentó un día de invierno el primero de sus pacientes. Se trataba del poeta Jorge Allen, quien buscaba consuelo a un desengaño amoroso y pensó que no estaba del todo mal intentar alguna solución mágica. Finkel lo hizo recostar en su diván y lo invitó a hablar. Allen le contó minuciosamente cómo había sido abandonado por cierta señorita de La Paternal, la forma en que sufría y otros detalles menores. Transcurrido un buen rato, Finkel se levantó y dio por terminada la entrevista.
—Bien, dijo Allen, ¿Qué hago?.
—Venga el jueves a la misma hora.
—¿Para qué?.
—Vea, se trata de que usted vaya comprendiendo su propio problema. La solución la encontrará precisamente en esa misma comprensión.
Allen regresó varias veces. Comprendió perfectamente su caso, lo cual no le sirvió de nada: la chica de La Paternal se casó con un consignatario de Alberti. Enterado de esta tragedia, el enamorado anunció a Finkel su decisión de interrumpir el tratamiento.
—Usted no entiende —sentenció el analista—; el punto es ubicarlo a usted ante la realidad para que la acepte y supere el dolor.
—No deseo superar el dolor. Ya he perdido a la mujer que quería: ¿Pretende usted dejarme también sin el sufrimiento?. Dígame cuánto le debo.
[* Alguno objetará que Dios «siempre oye»… pero es claro que Bloy habla acá de «oír» en el sentido de responder una oración de petición, concediendo el pedido. ]