Bloy fulminaba su desprecio contra todos los que encontraba despreciables, que no eran pocos: católicos o no. Clero incluido.
Desde el cura del pueblo hasta el Papa. Al mismo tiempo -y sin esto
lo anterior me olería mal- era perfectamente sencillo en su prácticas religiosas y cada vez que se instalaba en un nuevo pueblo o parroquia no dejaba de acercarse al párroco del lugar -amistosamente, claro; al menos al principio. Y solía obsequiarles algunos de sus libros… regalo incómodo si los hay.
Una anotación en su diario:
En la iglesia, nuestro deán se aproxima sonriendo, para agradecerme el ejemplar que le he hecho remitir con esta dedicatoria: «De la oveja sarnosa, al buen pastor».
—Protesto contra lo de «oveja sarnosa»- me dice. Pero contra lo de «buen pastor» no protesta.