Es disgustante, es deprimente, asistir
a la sumisión idolátrica del público ante
los llamados «progresos de la ciencia»,
sí.
Pero, a mí me deprime casi tanto
la pobreza de las voces contrarias -de la Iglesia o no.
En esto, y en tantas cosas, pocos parecen reconocer
que no es suficiente ver el mal, delerse de él,
y manifestar esa videncia y ese dolor, sino que
es necesario hacer el esfuerzo de meditar eso,
para entonces formularlo de una manera penetrante,
inteligible e inteligente.
Y que esta necesidad
es real, y no sólo de cara al público ignorante,
si no ante nosotros mismos: necesitamos
explicar bien, no sólo para hacernos entender,
sino también -y sobre todo- para entender nosotros.
Se me hace que, si
no sabemos forjar un alegato de ese tipo, es de temer que
estamos fallando -que estamos pecando–
tanto como los otros,
y que nuestra videncia es en gran medida una ilusión.