Recuerdo un ensayito de Mircea Eliade (juvenil; de Fragmentarium), donde afirma que la calificación «de oro», en las culturas tradicionales, no alude tanto a la simple belleza, sino a la verdad profunda, a la autenticidad. De igual modo, la expresión «corazón de oro» originalmente -dice- se refería a una especie de sabiduría más que a una especie de bondad. Verdad, antes que Bien, o Belleza.
Y no nos apuremos a apuntar que Verdad, Bien y Belleza de última son lo mismo (serán… pero de última; después de un largo camino), reprimamos las citas fáciles (Veritatis Splendor ; Leon Bloy y su sugerente afirmación sobre la verdad y la gloria), quedémosnos con las palabras de Eliade, que copio abajo. Porque… suenan lindo… pero yo quisiera estar más seguro de que son verdaderas. Que son de oro, al fin y al cabo.
Cuando el ilustre teólogo oriental recibió el apodo de Juan
«Boca de oro», esta expresión no aludía tanto a la belleza
de su discurso cuanto a su veracidad. El teólogo cristiano
expresaba a la perfección la verdad, la realidad. El mundo
oriental conservaba y prolongaba así, en los albores del
cristianismo, una antigua tradición que simbolizaba la
verdad con el oro. Se decía de algo que era «de oro» cuando
dejaba de ser humano, transitorio, cuando se salía de la
historia.
Un hombre con un «corazón de oro» era un hombre que había superado la condición humana, que había traspasado, de alguna forma, el umbral de lo trascendente, acercándose a la santidad. Y esta santidad, expresada por la fórmula «corazón de oro», significaba que aquel hombre vivía la verdad absoluta. El acento se pone, pues, en el conocimiento integral de la realidad y no solamente en la bondad del corazón, tal como podría parecer al principio. Un hombre con un «corazón de oro» será, por supuesto, muy «bueno» y muy caritativo, pero esta bondad es una consecuencia del conocimiento de los primeros principios.
«El oro es la realidad», reza una antiquísima sentencia hindú (Satapatha Brahmana). Y reencontramos la misma concepción en cualquiera de las antiguas culturas tradicionales. No se trata solamente de un símbolo de la realidad, o de los «principios», tal como sucedía en China, por ejemplo, donde el oro representaba el principio yang, la «realidad inalterable», solar, las normas cósmicas. La significación del oro es mucho más profunda.
Un «cuerpo de oro» es un cuerpo místico, compuesto por palabras sagradas, reveladas (esta idea está presente, especialmente, en la literatura sagrada hindú).
Juan «Boca de oro» es, pues, el transmisor de un cuerpo místico oral, de un dogma revelado. El hombre con un «corazón de oro» es el hombre que vive en este cuerpo místico de la verdad absoluta.
Solamente así comprenderemos la búsqueda alquímica del oro: como búsqueda de los principios de la realidad e intento por asimilar las normas. Asimilación que se puede realizar de varias formas, sea asimilación mágica (a través de la introducción del oro en el organismo humano), sea mística o metafísica.
Lo que me parece fascinante en estas etimologías sagradas es el descubrimiento, detrás de unas fórmulas que, a primera vista, parecen profanas, relacionadas solamente con costumbres y supersticiones humanas, de unos significados metafísicos. Nada o casi nada era casual en la «vida de los antiguos». Todo tenía su sentido y su significación precisa; y estas significaciones, analizadas una por una, nos dejan entrever una visión metafísica de una coherencia perfecta. Allí donde hasta ahora sólo éramos capaces de ver simples manifestaciones de una «mentalidad prelógica», empezamos a descubrir una acabada formulación de las normas. El ámbito profano, el ámbito de los acontecimientos sin significación, ocupaba un lugar reducidísimo en la vida de los antiguos.
Mircea Eliade
Un hombre con un «corazón de oro» era un hombre que había superado la condición humana, que había traspasado, de alguna forma, el umbral de lo trascendente, acercándose a la santidad. Y esta santidad, expresada por la fórmula «corazón de oro», significaba que aquel hombre vivía la verdad absoluta. El acento se pone, pues, en el conocimiento integral de la realidad y no solamente en la bondad del corazón, tal como podría parecer al principio. Un hombre con un «corazón de oro» será, por supuesto, muy «bueno» y muy caritativo, pero esta bondad es una consecuencia del conocimiento de los primeros principios.
«El oro es la realidad», reza una antiquísima sentencia hindú (Satapatha Brahmana). Y reencontramos la misma concepción en cualquiera de las antiguas culturas tradicionales. No se trata solamente de un símbolo de la realidad, o de los «principios», tal como sucedía en China, por ejemplo, donde el oro representaba el principio yang, la «realidad inalterable», solar, las normas cósmicas. La significación del oro es mucho más profunda.
Un «cuerpo de oro» es un cuerpo místico, compuesto por palabras sagradas, reveladas (esta idea está presente, especialmente, en la literatura sagrada hindú).
Juan «Boca de oro» es, pues, el transmisor de un cuerpo místico oral, de un dogma revelado. El hombre con un «corazón de oro» es el hombre que vive en este cuerpo místico de la verdad absoluta.
Solamente así comprenderemos la búsqueda alquímica del oro: como búsqueda de los principios de la realidad e intento por asimilar las normas. Asimilación que se puede realizar de varias formas, sea asimilación mágica (a través de la introducción del oro en el organismo humano), sea mística o metafísica.
Lo que me parece fascinante en estas etimologías sagradas es el descubrimiento, detrás de unas fórmulas que, a primera vista, parecen profanas, relacionadas solamente con costumbres y supersticiones humanas, de unos significados metafísicos. Nada o casi nada era casual en la «vida de los antiguos». Todo tenía su sentido y su significación precisa; y estas significaciones, analizadas una por una, nos dejan entrever una visión metafísica de una coherencia perfecta. Allí donde hasta ahora sólo éramos capaces de ver simples manifestaciones de una «mentalidad prelógica», empezamos a descubrir una acabada formulación de las normas. El ámbito profano, el ámbito de los acontecimientos sin significación, ocupaba un lugar reducidísimo en la vida de los antiguos.
Mircea Eliade