Oración unamunesca

…Haz, Señor, que pueda yo comprender a los que marchan a mi lado espoleados por otro acicate que el que a mí, por tu mano, me espolea, y encorvados bajo otra cruz que la que a mí, por tu misericordia, me abruma […] Haz que los comprenda a todos.

Tú sabes mi senda, Señor, y que he de ir a donde Tú quieras llevarme y no a donde quieran llevarme mis hermanos. Y yo sé, Señor, que no hay más cordura que dejarse llevar de tu mano.

Vamos por tus sendas solitarios y señeros. Tú nos juntas, apuñándonos en tu mano, como junta un niño, apuñándolas, un puñado de avellanas. Pero yo me siento dentro de mi cáscara, solo, y siento la soledad de aquellos que con sus cáscaras se aprietan a la mía. Y oigo el lenguaje de la soledad, que es el tuyo, Señor. Y sé que en la soledad nos aúnas como aunaste a tu pueblo en el desierto.

Haz, Señor, que desde mi soledad sirva a las soledades de mis hermanos y que al fin nos encontremos todos en Ti, a quien van a dar nuestros senderos. Y ayúdame a hacer de esta Tierra tu reino, el reino de la justicia y de la verdad, cuyo advenimiento piden a diario tantas bocas de inocentes que, por no saber lo que piden, lo piden con mayor eficacia.

No me dejes descansar ni detenerme sino para tomar un ligerísimo huelgo en mi senda, Señor. No me dejes descansar
Es de un texto de mi querido Miguel de Unamuno, publicado en un periódico («Nuevo mundo»; Madrid, 1916), y recogido en el tomo 4 de «De esto y aquello». Ahí va completo:
ORACION

Nos marcaste la senda a cada uno de nosotros los hombres, Señor, y sólo Tú sabes cuáles son los sendos destinos que al cabo de ella nos reservas. Si es que la senda que nos marcaste tiene cabo, y no va serpenteando hasta perderse sin fin más allá de las últimas estrellas.

La ambición, la codicia, la vanidad, el orgullo, el miedo, el valor, la ambición, hasta la haraganería son tus ministros. Ellos nos hacen caminar por nuestras vías siguiendo los hitos que en ella nos pusiste.

Haz, Señor, que pueda yo comprender a los que marchan a mi lado espoleados por otro acicate que el que a mí, por tu mano, me espolea, y encorvados bajo otra cruz que la que a mí, por tu misericordia, me abruma.

Haz que comprenda a aquellos a quienes mueve los pies la codicia de bienes del estómago o la vanidad de obtener puestos para que los demás les miremos a los galones y no a los ojos. Haz que comprenda a los más incomprensivos, a los que estiman fracaso el triunfo y al fracaso le llaman victoria. Y haz, sobre todo, que comprenda a los que se arrastran penosamente por el sendero pedregoso, huyendo hacia adelante, llevados de la haraganería, madre de la cobardía y la pordiosería. Haz que comprenda y, comprendiéndola, perdone la tristeza espiritual de esos cobardes pordioseros que, por no trabajarse las entrañas del alma, ni se rebelan ni saben sino mendigar mercedes. Haz que los comprenda a todos.

«¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen!», -te dijo de nosotros, tus hombres, el Hombre, tu Hijo. Y tú sabes, Señor, que ninguno de nosotros sabe lo que se hace, y juzga lo que hace su hermano sin saberlo tampoco.

Tú sabes mi senda, Señor, y que he de ir a donde Tú quieras llevarme y no a donde quieran llevarme mis hermanos. Y yo sé, Señor, que no hay más cordura que dejarse llevar de tu mano. Y si es con la espuela del orgullo con la que nos llevas, déjanos llevar por esa espuela.

Permíteme sólo, Señor, que cuando haga un alto en mi romería al borde de la charca en que las ranas croan, pueda elevarme como una alondra y cantar desde tu cielo, desde donde no se oye a las ranas. Ellas hacen su nido en el fango, bajo el agua; déjame hacer así nido entre los trigales, sobre la tierra y bajo tu cielo.

Vamos por tus sendas solitarios y señeros. Tú nos juntas, apuñándonos en tu mano, como junta un niño, apuñándolas, un puñado de avellanas. Pero yo me siento dentro de mi cáscara, solo, y siento la soledad de aquellos que con sus cáscaras se aprietan a la mía. Y oigo el lenguaje de la soledad, que es el tuyo, Señor. Y sé que en la soledad nos aúnas como aunaste a tu pueblo en el desierto.

Conserva mi alma, solitaria, para Ti, Señor, y haz que en mi soledad pueda servir a las soledades de mis hermanos.

«¡El hombre propone y Dios dispone!», solemos decir. Haz, Señor, que cuando mis hermanos, solitarios como yo, al ver un acto mío se pregunten: «¿Pero qué se propondrá con eso este hombre?» me entregue yo a tu disposición, Señor, a Ti que has dispuesto nuestras sendas. Y que cuando se pregunten: «¿qué buscará con eso que hace?», busque yo tu reino, Señor, el reino de la justicia. Y de todo lo demás… ¡hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo!

Permite, Señor, que la cruz que carga mis espaldas y me fuerza, por mi bien, a mirar al ciénago que cubre la senda sobre que marcho para que así no tropiece y caiga en él y pueda pisar a los hijuelos del Dragón, me deje libre la cabeza para poder mirar de vez en cuando, en un huelgo de mi marcha, al cielo y a sus estrellas y leer en sus lumbres la empresa de tu escudo. Yo sé, Señor, que sólo conserva su vista clara y limpia para poder percatar en el fango quien la limpia y aclara por el alba mirando a tu sol, cuando se levanta desnudo al cielo sin nubes.

Deja, Señor, que traduzcan a sus lenguajes mis actos y haz que mi lenguaje se enriquezca con la traducción que haga yo de los suyos. «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», nos enseñó el Hombre, tu Hijo, a pedirte. Perdóname, Señor, mi incomprensión de los resortes por que obran tantos de mis hermanos, y perdónales su incomprensión de los acicates que me hacen caminar por el sendero que me has trazado. Perdona, sobre todo, Señor, a estos que llamamos políticos y que son los más incomprensivos de tus hombres.

Mira, Señor, que esta tu España, nuestra España, está dejada de manos de los hombres, de tus hombres; está dejada de tu mano, Señor, y la van llevando -sólo Tú sabes a dónde- las fuerzas ciegas de las cosas. Y mira, Señor, que hasta tus hombres, cuando se ponen a querer dirigirla, se convierten en cosas. Y Tú sabes que las cosas son de la materia tenebrosa y que se ahoga la libertad en ellas.

Levanta a tus hombres, Señor, y que sintamos en nosotros al hombre. Que sintamos tu Humanidad sobre la Tierra de las cosas y que nos sintamos vivos sobre las cenizas de nuestros muertos. Porque Tú, Señor, eres Dios de vivos y no de muertos, y el Hombre, tu Hijo, nos dijo que dejemos a los muertos que entierren a sus muertos.

Haz, Señor, que desde mi soledad sirva a las soledades de mis hermanos y que al fin nos encontremos todos en Ti, a quien van a dar nuestros senderos. Y ayúdame a hacer de esta Tierra tu reino, el reino de la justicia y de la verdad, cuyo advenimiento piden a diario tantas bocas de inocentes que, por no saber lo que piden, lo piden con mayor eficacia.

No me dejes descansar ni detenerme sino para tomar un ligerísimo huelgo en mi senda, Señor. No me dejes descansar.

Visítame de continuo con los apretones de tu diestra, y estruja en ella a mi corazón hasta que suelte sangre. Porque yo sé, Señor, que cuando la conciencia descansa, que cuando la congoja nos deja, cuando no nos angustiamos mirando a lo lejos donde se pierde, en lontananza y bajo tu cielo, entre tinieblas, nuestro sendero, caemos en cobardía y en mendiguez. Yo sé, Señor, que el espíritu cobarde y mendicante que hoy oprime a esta nuestra España, a tu España, es hijo de la haraganería espiritual. Yo sé, Señor, que por no mirarte a las manos y a los ojos no sabemos mirar a las llagas que nos están comiendo la carne de la patria.

Tú, Señor, le marcaste su senda a mi patria, a mi España. Llévame por la misma senda por la que a ella la llevas, por donde van mis más prójimos, y aun, cuando esa senda no acabe nunca. Yo sé que sis no acaba nunca, Señor, es que acaba en Ti, que eres el fin último inasequible. Y sé que el acercarnos a él sin término es nuestra vida. Dame, pues, tu vida, Señor, la que no acaba.

Miguel de Unamuno

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