Dostoyevsky

Sigo con «Los orígenes intelectuales del leninismo», de Alain Besancon. Un poco arduo para uno, no muy conocedor de la historia, ni aficionado a esos esquemas, pero da la impresión de seriedad, y saco cosas instructivas y sugerentes. La relación de la ideología con el gnosticismo; la historia (crítica) de la religiosidad rusa…. y otros temitas que acaso visitaremos. Entre ellos, no podía faltar en un repaso de la vida cultural del siglo XIX ruso, la figura de Dostoyevsky. Besancon le dedica un buen espacio; y me cayó bien que, a pesar de su posición (cristiana, crítica hacia la ideología soviética) no sea indulgente con el viejo y querido Fedor.
Porque, si por un lado, amo a Dostoyevsky (de los muchos escritores que quiero, acaso sea el que pondría en primer lugar), no deja de causarme alguna molestia la devoción -algo demasiado ruidosa- que le tienen muchos católicos… como uno. Un poquito de mirada crítica:
…. Desde la aparición de ¿Qué hacer?, Dostoyevsky había sentido que algo nuevo sobrevenía sobre la faz de la tierra. Como respuesta, había publicado apresuradamente El hombre del subsuelo, que marca la aparición de algo nuevo en su obra. La mutación revolucionaria ha suscitado en él una mutación artística y filosófica. Todo el glorioso cortejo de las grandes novelas, Crimen y Castigo, El Idiota, Los Demonios (que refleja directamente la cuestión Netchaev), e incluso El Adolescente y Los Hermanos Karamazov, se organizará como una meditación cada vez más profunda sobre el espíritu de Chernishevski y de Netchaev, sus orígenes y consecuencias en la historia rusa, sus implicaciones metafísicas en el destino del mundo. Por una insigne fortuna, el fenómeno apenas nacido ha sido designado y comprendido en sus más secretos repliegues.
Y, sin embargo, historiadores occidentales como Venturi y Confino reprochan a Dostoievski su inexactitud y su injusticia. «La mitología maltrata la historia, y los individuos -Bakunin, Netchaev y los otros- fueron a menudo reemplazados por arquetipos; los hechos, por esquematizaciones psicológicas; la cronología, por peticiones de principio; la historia, por la literatura o la metafísica».
Es un extraño reproche. No resulta inútil reconstruir lo que sucedió; pero, siendo tal la naturaleza del acontecimiento, se revela como anormalmente prosaico y nulo. La novela de Chernishevski no vale nada literariamente. Netchaev no es más que un joven delincuente sin brillo, mucho menos poético que los bandidos de Schiller que pasmaban a Bakunin, y que el más pequeño «ladrón de caballos» del folklore popular ruso. Y, sin embargo, esta literatura y este tipo humano fueron los que se hicieron, como preveía Dostoievski, con el porvenir de Rusia. La única manera de abordar el fenómeno era devolverle su dimensión metafísica, sorprender, bajo su insignificante superficie, su indenominable profundidad.

Dostoievski presenta un «Hombre nuevo» poco consistente, sin espesor, dedicado en la novela al papel de comparsa ridículo, relegado al margen de la intriga. Es al Hombre nuevo sociológico, al tipo ruso de la intelligensia a quien él caracteriza. Así Lebeziatnikov en Crimen y Castigo, Doktotenko y Keller en El Idiot a, los «estudiantes» en Los Demonios, el seminarista Rakitin en Los Hermanos Karamazov. Mas, por un salto inesperado, he aquí que sin abandonar su veste sociológica, el mismo «hombre ridículo» se encuentra proyectado hacia el centro de la novela -Raskolnikov, Terentiev, Stavroguin, Iván Karamazov-, y que la gran intriga se convierte en su condenación (la confirmación de su nada) o su nacimiento al ser. Este movimiento ya existe en Subsuelo, la matriz del segundo Dostoievski. Une la sátira de costumbres al espanto metafísico. Se burla de la vaciedad del nuevo tipo de hombre; luego, recobrando la gravedad, ve abrirse un vacío en el corazón del hombre, tan presente y tan urgente que escribe al gran duque heredero que Los Demonios «es casi un estudio histórico». Después, en efecto, la conciencia rusa no ha dejado de leer ahí su historia.

Dostoievski fustiga la doctrina y el entrenamiento revolucionario, en los que ve un metodismo de impersonalidad, un error fundamental sobre la naturaleza humana que está tejida de irracionalidad y fundada sobre la libertad. Era algo bastante fácil de ver. Mas, donde hacía falta su genio era para pintar el fracaso de la ascesis sin trascendencia a la que se sujeta el hombre nuevo. Detrás de los barrotes donde están encerradas, las pulsiones reprimidas le llegan del exterior bajo la forma de las más temibles alucinaciones. Dostoievski ha sido el primero en ver en el movimiento revolucionario una escuela de locura. Las pesadillas de Raskolnikov, de Terentiev, el diablo de Iván, los suicidios de Svidrigailov y de Stavroguin obedecen a una lógica psicológicamente precisa, que él consideraba como nueva y ligada a esta modernidad revolucionaria. Ha penetrado en el sector de la psique donde el hombre nuevo creía haber obtenido un triunfo sobre la philia natural. La impasibilidad, el desprendimiento, el cálculo utilitario y la autonomía ostentada, recubren -y Dostoievski lo muestra en Subsuelo- una dependencia subterránea hacia el semejante. El observa esta dependencia desde el punto de vista metafísico: el ateísmo proclamado conduce a la más vergonzosa idolatría. Chatov ama a Stavroguin: «No besaría ya la huella de tus pasos cuando te hayas ido.» Piotr Verkovenski se arroja a sus pies: «Stavroguin, eres hermoso… Tú eres mi ídolo… Tú eres el jefe, el sol, y yo no soy más que un gusano de tierra.» Pero también analiza, desde el punto de vista psicológico, como una poco gloriosa homosexualidad. El héroe subterráneo oscila perpetuamente entre su ofensor a quien admira y envidia, entre el odio más exasperado y la esperanza de un enternecimiento mutuo, de una victoria amorosa. El amor a la mujer, imagen del otro, les es inaccesible. Les resulta fácil prohibírselo a sí mismos, ya que esta falsa mortificación está compensada por el amor inconfesable que les une al semejante. Dostoievski, empero, no había leído las cartas que Bakunin escribía a Netchaev, que respiran la amargura amorosa y el resentimiento implorante de Wilde por Bosie, de Charlus por Morel: «Te amaba profundamente y te amo siempre, Netchaev; creía fuertemente, demasiado fuertemente en ti… ¡Qué profundamente, qué apasionadamente, qué enter necedoramente te amaba y creía en ti! Has conseguido y hallado útil matar en mí esta confianza; peor para ti. Además, ¿me era acaso dado pensar que un hombre inteligente y consagrado a la causa como tú eres a mis ojos hasta el presente, y pese a todo lo ocurrido, podía pensar yo que habrías podido mentir, tan impúdica y estúpidamente delante de mí, sobre el afecto de quien tú no podías dudar?». Dostoievski ha vislumbrado las reglas más generales del «culto a la personalidad».

Después de Dostoievski, a través de él, y merced a lo por él descubierto, la conciencia rusa ha estimado la dimensión del fenómeno ideológico. Mas es preciso añadir que el dostoievskismo no estaba indemne del mismo veneno y, por esto mismo, no podía constituir el antídoto adecuado.

Dostoievski acoge por entero toda la herencia eslavófila. Está poseído por el mismo odio hacia occidente. Pone en línea de consecuencia el nuevo espíritu revolucionario y la importación de los malos principios occidentales, hasta el punto de que Chernishevski y Netchaev se deducen pura y simplemente del catolicismo, del liberalismo y del socialismo occidental, aborrecidos por igual. La desgracia de Rusia no puede venir de ella misma; le llega del exterior, luego está exenta de responsabilidad. Dostoievski hereda también el utopismo cristiano eslavófilo, el sueño del mundo bueno, tan bueno que ya no tiene necesidad de derecho, de propiedad, de dinero, al estar enteramente regido por el amor. Finalmente, hereda la convicción de estar más allá de la utopía, de que ese mundo existe en potencia y aun en acto en las profundidades del pueblo ruso, y de que basta verlo para manifestarlo.

Pero en Dostoievski estos temas insistentes están sostenidos por una teología extrañamente seductora, cuya influencia va a ser inmensa en el pensamiento ruso de final de siglo, y finalmente en el pensamiento mundial. En éste se esparcirá a par con la ideología comunista, en la que representa una especie de doble del cristiano, abiertamente opuesta al comunismo y secretamente cómplice.

A la razón enloquecida de la ideología, Dostoievski no intenta oponer una razón rectificada, sino (y ahí también está dentro de la tradición eslavófila) un irracionalismo generalizado. De este modo, deja a los ideólogos el derecho de representar la razón, satisfaciéndose con las riquezas del corazón, sin poder evitar la deriva hacia la voluptuosidad de las emociones y las delicias de la hiperafectividad. El cristianismo de Dostoievski tiene parentesco con el de Kierkegaard, como lo hace notar Chestov. Ambos podrían muy bien formar las dos ramas extremas en tierra extranjera del mismo pietismo alemán. Pero, el de Dostoievski, por carecer de rigor filosófico, es más consistente. Más que un cristianismo es un cristismo.
Dostoievski no está seguro de creer en Dios. Su portavoz Chatov declara creer en Rusia, en la ortodoxia, en Cristo, pero, «¿en Dios?»… Su representación de Cristo es típicamente romántica, intermedia entre el Cristo de Hegel y el de Nietzsche, muy parecida al Cristo de Michelet. «Si se me probara -escribe- que Cristo está fuera de la verdad, preferiría quedarme con Cristo que con la verdad» [*]. Lo cual equivaldría, sin embargo, a seguir a un impostor.
El Cristo de Dostoievski, despegado del Padre, separado de la verdad, también lo está de la Omnipotencia. Es un Cristo idealizado, un alma hermosa, desprendida e impotente, cuyo icono adecuado está figurado por el príncipe Mychkin. La compasión del Idiota multiplica las catástrofes a su alrededor; la catástrofe de Tykhon no impide el suicidio de Stavroguin, ni la de Zósimo el asesinato de Karamazov.
El cristianismo de Dostoievski está teñido de gnosis, con la autonomía maniquea conferida al mal, con la condenación proferida contra toda forma viviente de civilización, con el anarquismo ético y el angelismo vacío sin mesías. Se opone a la tradición griega por rechazar el cosmos. El mundo material es malo y la carne está condenada. Se halla en contra de la tradición judía porque se opone a la Ley y se pretende anómico. Se opone a la tradición cristiana porque pierde la Encarnación, y su Cristo parece una emanación divina. Pero ese cristianismo desviado busca cómo equilibrarse de nuevo en el mesianismo nacionalista. El Occidente está condenado, pero Rusia es portadora del porvenir humano; así es salvada una parte del cosmos. El hombre ruso, a pesar de sus faltas, está más próximo a Dios que el alemán con su «virtud», y que el francés con sus «vicios»: es posible una ética que hace de la rusiedad el criterio del bien. En fin, la única encarnación de Cristo es el pueblo ruso, el «Cristo ruso».

La moral de Dostoievski pretendía ser un evangelismo. Tradicionalmente la teología moral distingue los mandamientos que se encuentran en el Antiguo Testamento y los consejos que se encuentran en el Nuevo. Los primeros son obligatorios, los segundos van dirigidos a los que ya cumplen los primeros. En Dostoievski todo ocurre como si los mandamientos fuesen facultativos, y los consejos, obligatorios. Así, el robo es excusable, pero está absolutamente prohibido ser propietario. El acto carnal inspira horror, sobre todo en el estado matrimonial. Por el contrario, la continencia es de rigor, prestos a temperarla con la violación. A fuerza de genio, Dostoievski daba consistencia a la nostalgia pietista de un reino de la gracia ya llegado, liberando al hombre hic et nunc de su condición terrestre. Ponía el ejemplo de un marcionismo moral (oponiendo entre sí los dos testamentos), al que la Iglesia rusa, por lejana tradición y sobre todo por las influencias recientes, estaba expuesta. Con su mesianismo, es una de las dos fuentes de su antisemitismo. Con ello mantenía una confusión entre un extremismo cristiano y el extremismo revolucionario, confusión que después de él no acabó de disiparse.

El tema del demonio no es específico de Dostoievski. Es también una importación de Occidente. La generación de Pushkin y Lermontov ha meditado sobre Milton, Byron y Goethe. No obstante, en Dostoievski el demonio no es sólo una expresión del titanismo, como lo era en Francia, en Inglaterra y Alemania. Es exactamente el demonio de la teología, no superhombre, sino ángel. Esto nos descubre una vía para interpretar dos temas que Dostoievski presenta como ejemplares de su cristianismo. En primer lugar, la humildad. Es una prueba de una humildad mayor, declararse a sí mismo como fuente de su propio pecado. El pecador no lo es por haber sucumbido en la tentación, sino por ser, en su fondo, pecador. Así hace Stavroguin en su confesión a Tykhon. Después, la caridad. Más caritativo es el que prefiere a su propia salvación la salvación de la humanidad y, finalmente, del cosmos. Así hace Iván Karamazov. Mas, ser para sí mismo la causa de su pecado, no es obra del hombre, sino del demonio, es decir, de un ángel ciertamente caído, pero ángel. La pretendida humildad equivale a tomarse por animal para ser ángel, y así satisfacer el orgullo más culpable. Lo cual podría explicar que (tan a menudo en la tradición literaria de Dostoievski, y aún hay huellas en Solzhenitsin y Maximov) Rusia era comparada complacientemente y de buen grado a un infierno. Es que el infierno tiene, sobre nuestra simple tierra, el ser también un lugar angélico. En cuanto al acto de caridad, consiste en dar menos importancia a la salvación personal prometida por el cristianismo, que a la apocatástasis, la restitutio in integrum de la especulación teosófica, que abarca por igual a la salvación de los demonios y a la extinción del Mal. Iván Karamazov prefiere la apocatástasis a la salvación, y con ello, una vez más hace de ángel.

Estas pueden parecer extrañas consideraciones. Sin embargo, aclaran algunos aspectos esenciales de la política dostoievskiana. Primero, porque haya tratado abiertamente el tema revolucionario a través del tema demoníaco. Los revolucionarios invaden Rusia y la empujan al abismo lo mismo que, en San Marcos, los demonios expulsados por Cristo entran en los cerdos de Gerasa. Toda su obra posterior a Subsuelo puede ser interpretada como un intento de exorcismo, un Vade retro angustiado.

Y, no obstante, por mucho que se le deteste, ese demonismo es, sin embargo, preferido al mundo tal como es. En efecto, Dostoievski no está exento de una cierta fascinación ante esos jóvenes, porque, al menos, son jóvenes rusos. ¿No es acaso el extremismo en el bien como en el mal uno de los rasgos de la ruseidad? Esa violencia del Mal que la Revolución deja prever, ¿no es preferible, con todo, a ese Occidente, por fuerza condenado? A la mirada de Dostoievski, el materialismo práctico del Occidente es más condenable que el materialismo teórico de los revolucionarios, porque expresa un estado de bienestar de lo creado, que él juzga como absolutamente insoportable.

La consecuencia será que el dostoievskismo va a empujar solapadamente a la revolución, a la que ruidosamente condena al mismo tiempo, porque por ella se realiza la destrucción de ese mundo y se acerca la apocatástasis. Lo que el dostoievskismo reprocha a los revolucionarios, no es hacer la revolución, sino no comprender lo que hacen, y, quizá, por esto, no impulsarla de manera tan radical como sería preciso. Siempre los defenderá contra los «burgueses». Dostoievski volverá a caer simpático al socialismo en sus últimos años. Merejkovski, Hippius y Filosofov estarán encantados por lo profundo de una revolución que el Occidente superficial y vano es incapaz de comprender. Blok tomará parte en las comisiones de Checa. Berdiaev acabará en una admiración patriótica de Stalin.

La expresión del dostoievskismo de fin de siglo es el simbolismo. Vuelve, sin llegar al materialismo y al cientismo populista, a la especulación romántica de la que se había nutrido la primera generación rusa. Por desgracia, añade a Baader y Boehme la teosofía de Steiner. Por otra parte, intenta inventar una nueva religión, que podría ser un bolchevismo con un suplemento de alma: es el movimiento de los Buscadores de Dios. Al mismo tiempo, algunos bolcheviques piensan en una nueva religión, que vendría a completar al marxismo: es el movimiento de los Constructores de Dios. En sus encuentros, que por lo demás no llegan a madurar, se recapitula un poco cómicamente una gran parte de la historia intelectual del país, por lo menos aquella que se había dividido durante la juventud de Herzen, y que trata de reunificarse en vísperas de la Revolución.
# | hernan | 24-febrero-2006