Dios vive

Cayó alguna vez en mi biblioteca una compilación de un congreso de intelectuales fraceses católicos, en 1953. Su sesión de clausura tuvo como título: Dios vive. Lema que, decía el presentador, habían usado las asambleas católicas alemanas el año anterior en Berlín, en respuesta al ateísmo oficial «de mas allá de la cortina de hierro». Y testimonio, además, de misioneros y sacerdotes en tribunales y prisiones de la China comunista.

Y me gusta. Como afirmación del creyente frente el ateísmo, «Dios vive» es la justa; mucho mejor que «Dios existe», sin dudas.
Se reconoce el verdadero Dios en el hecho de que vive. Y ése es el mejor medio para El de poner fin a todas las objeciones sobre su existencia. Ahora bien, el Dios vivo torna vivas a todas las cosas. Y, desde que se lo suprime, toda alegría se marchita.
El texto es de Stanislas Fumet (único biógrafo/analista de Leon Bloy que haya logrado interesarme), abajo copio algo más.
…la señal actual de la filosofía es el desprecio de Dios, aunque se lo denomine cortésmente, con las consideraciones debidas a todas las creaciones de los hombres y tanto más a aquella que sintetiza toda sublimación, a esa Idea que es como la secreción de nuestro más elevado estado psíquico, Idea en la que abrevaron durante siglos los mitos del Eterno. En tanto tiempo en que se ha combatido a Dios no se lo despreció. Al someterlo al análisis, se le desprecia en el más alto grado.
Los buenos cristianos que flirtean con los agnósticos, ciertamente no llegan a esto. Y, entre ellos, los que tratan de hacer existir a Dios -qué digo, hacerlo existir mejor- despojándolo de todo lo que ellos juzgan un fárrago teológico en desuso, no están menos ligados a él que los fervorosos de una doctrina más puntillosa. Ellos podrían, además, pintarles a ustedes unos retratos, ¡ay!, horriblemente parecidos, de tantos católicos tradicionalistas ante los que no se experimenta más que una tentación: la de hacerse hereje. Y es verdad también que hay muchos temperamentos de creyentes y aun, en el interior de la Iglesia, muchas familias espirituales. Están los que no encuentran a Dios más que a partir del hombre, y están aquellos a quienes el hombre más bien molesta para ir a Dios. […]

Donde, a mis ojos, la confusión comienza es cuando no se trata ya de la naturaleza divina y de la naturaleza humana de Jesucristo; sino cuando veo inmolar la naturaleza divina a la humanidad lisa y llana, a esa que es mía, nuestra, vuestra, y que no es forzosamente la de Jesucristo, de un Dios hecho hombre. Parece que el cristianismo, desde que los espíritus se alejaron de los principios que fundan la inteligibilidad, el principio de identidad, el principio de no-contradicción, ha estado tizoneando entre Dios y el hombre con una parcialidad tan flagrante que poco a poco se llega a no ver más que al hombre, y a que ese hombre termine por ocultar enteramente el misterio divino. Dios para ser Dios no debe ser algo semejante a nosotros. Sobre todo, no debe parecerse a los cristianos que están en parte ligados a la muerte. […]
Desdichadamente, todo lleva al ignorante a suponer lo contrario. Así como ve al creyente, así ve a Dios. Y se comprende que ese Dios así contemplado, a menos que el espectador goce de una gracia particular, no le incendie el corazón. Y hay que confesar que los hombres tienen tendencia a hacer un Dios a su imagen y que, si tienen el espíritu limitado, la sensibilidad anquilosada, su religión no será contagiosa. No digo que su Dios esté muerto, no está ciertamente muerto en los repliegues de su conciencia, pero lo que proyectan al exterior podría, en rigor, justificar la palabra del Zaratustra de Nietzsche que Daniel-Rops citaba en la conferencia inaugural de esta Semana, la palabra horrible que ha hecho la fortuna de los filósofos de la historia: «Dios ha muerto.»

Se reconoce el verdadero Dios en el hecho de que vive. Y ése es el mejor medio para El de poner fin a todas las objeciones sobre su existencia. Ahora bien, el Dios vivo torna vivas a todas las cosas. Y, desde que se lo suprime, toda alegría se marchita. Por eso, tener el sentido de Dios es tener la intuición misma del ser y sentir que Dios vive. Y cuando yo decía que en eso consiste el buen sentido, pues el buen sentido es el sentido de la vida, el sentido que toma naturalmente la vida, y todas las cosas son así ordenadas por lo que las torna vivas, entendía, como la Escritura, que sólo el insensato puede decir en su corazón: no hay Dios.

El sentido de Dios es, pues, profundamente el sentido de la vida, y era imposible que el verdadero Dios se revelara al espíritu humano con un nombre más exhaustivo que el que llegó a los oídos de Moisés. Pues Dios no expresa allí solamente que El es, sino además que El es ese Yo que es el Ser, y toda la vida circula en ese movimiento metafísico, en el relámpago de ese proceso vital: Ego sum qui sum. Tener el sentido de la sustancia inefable del Nombre divino, esa intuición del Ser y ese sentimiento de la Vida que es el Ser en su conciencia de Sí, equivalía, para Israel, del que ha salido el Mesías, a la santidad misma, toda divina, que es la respiración de lo sagrado.

Helo ahí, el Dios vivo, el nuestro. ¿Es preciso, como Pascal, oponer nuestro Dios vivo, Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, al Dios de los filósofos? La Iglesia no lo ha creído, ella que invitó a los griegos a comer la nueva Pascua, los ázimos de la verdad, el Cuerpo del Hijo de Dios, con los judíos. Santo Tomás haciendo que Aristóteles ayude su misa es una metáfora de André Frossard me estremece.
Pero no hablemos de Aristóteles ni de Santo Tomás. Tenemos otra cosa que decir. El Dios vivo no se limita, incluso, a la Verdad, pues la Verdad no sabría, a El que limita todas las cosas, limitarlo. El es esta verdad, El, el Viviente, y nos muestra que la verdad es vida desde que en sí mismo Cristo es el sentido de la Vida, su Vía, su Camino. «Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida.»

Con ese Dios cuyo rastro nos esforzamos, en cuanto metafísicos, por seguir a partir del límite de las cosas, de todas las cosas que no son El, los contemplativos entran en familiaridad, y cuando los Ignacios de Antioquía, los Franciscos de Asís, los Ruysbroek, las Angelas de Foligno, las Teresas de Avila, etc… dicen que tienen un Dios a quien amar, ¡hay que ver en qué tono y cómo hablan! Ningún salvador del mundo igualará jamás la menor de Sus atenciones, así estuviera rodeada de las más crueles espinas. ¡Ah!, si hay alguien vivo es seguramente el Dios escondido de los contemplativos. Ese Dios vivo que hace, por su presencia de inhabitación, viva al alma, ¡ellos deben de conocerlo un poco mejor que nosotros! Y no lo conocen ya bajo una luz abstracta, como los sabios de todos los tiempos y de todos los países, ellos lo conocen como santos, atentos a los menores indicios de su voluntad, no ya como extraños, quiero decir como especulativos, como periodistas que entrevistaran a la Luz, sino como seres que lo conocen porque El habita con ellos, porque son de su familia. Y, si salen al mundo con ese Dios que los posee, El tiene una manera original de guiarlos; hace ejecutar cosas que pueden tener aspecto humano y, sin embargo, no tienen medida de cosas humanas, están dirigidas por otra lógica, son un poco más vivientes que la naturaleza, superan un poco el orden de la naturaleza, por no sé qué singularidad, qué inconveniencia, podría decirse, una pequeña señal de trascendencia que no se puede definir. Chesterton llamaba al héroe de una de sus novelas Manalive. El hombre archiviviente. Y bien, hay un abismo entre dos actos que tienen casi el mismo aspecto, el mismo color: uno es un acto de justicia o aun de bondad natural y es admirable; el otro es un acto de caridad y es menos admirable que adorable, pues es un acto de amor, por donde Dios pasa. Pero en general no se ha tenido tiempo de ver nada en él, Dios ha pasado muy pronto, de prisa, como en la Pascua de los israelitas. […]

Los cristianos no se dan suficiente cuenta de la suerte enorme que tienen; saben lo que los demás ignoran: no solamente que Dios existe, sino además que, al encarnarse, es el Eterno quien, por así decir, toma con los hombres el navío del tiempo. Los incrédulos nos lo envidian, a ese Pasajero, aun cuando duden de que lo hayamos embarcado jamás. ¡Y nosotros nos avengorzaríamos de él !
Qué aspecto confuso tienen hoy los cristianos, cuando buscan colarse en las filas de los materialistas, y qué orgullosos se muestran de la acogida, glacial u ostensiblemente interesada, que se les dispensa. ¿Es el buen método, esa lastimosa modestia, para dar a la humanidad ese sentido de Dios que sería su alegría? ¡Pero la vida está de su lado! se atreven a decirnos, ya no está del nuestro. Son ellos los que tienen la fe -los marxistas, para ser precisos- y ¿cómo no admirar su perseverancia, su coraje, su desinterés, todas sus cualidades… cristianas? ¡Son ellos quienes tienen la esperanza y quienes tienen voluntad; son ellos quienes aman la justicia, mientras que vuestros burgueses la detestan!

Confieso que aquí nos resulta penoso responder. Porque, en efecto, no son ya de tal manera las virtudes evangélicas, en su conjunto, lo que nos caracteriza. Pero nada nos impide el no ser burgueses, nada nos impide el amar la justicia, nada nos impide preferir las ocho bienaventuranzas al insolente confort capitalista. Pero así como no es Dios quien nos separa del Evangelio que nos ha dado, ¡así no será el separarnos de Dios lo que nos hará practicar su Evangelio!

¿La vida está de su lado? No exageremos. Los comunistas-marxistas imitan mucho a nuestro clericalismo; están hasta dispuestos a tomarnos sin pagar, quiero decir sin reconocer que nos lo deben, nuestros métodos catequísticos, nuestra escala jerárquica, nuestro viejo sistema inquisitorial, abandonado hace tiempo. No hay más que una cosa en el cristianismo que no tratan de tomarnos, porque desconocen su contenido y es la única que el cristianismo tiene absolutamente inalienable, y es lo que lo hace ser cristianismo, y sin embargo, somos capaces de venderla por nada: el sentido divino, el sentido de Dios, eso que da vida a toda la persona humana. Es posible, por lo demás, que no siempre se caiga en la cuenta de que ese Dios de los cristianos es el Dios de los vivientes.
Es lamentable, pero tenemos siempre el recurso de alegar que nuestra vida, como dice San Pablo, está escondida en Dios, lo que es profundamente verdadero. Sin embargo, una actitud que jamás dejara aparecer nada de ese fuego interior sería, por lo menos, sospechosa. No tenemos derecho a dejar suponer que el Eterno, que el verdadero Dios, sea fastidioso. Un amigo mío humorista les diría: «Si vuestro Dios es fastidioso es porque no es el bueno: ¡cambiadlo!» Y el fastidio que puede derivar de las cosas santas y del que somos enteramente responsables, trabaja contra Dios…

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