No era tan estúpido

En estos días un lector ateo (no recuerdo si alguna vez dije cuánto me importa -y por qué- tener lectores ateos) entre otras cosas me comentaba que últimamente había ido comprobando que la Iglesia católica es mucho más coherente y racional en sus afirmaciones de lo que antes él sospechaba. Y, aunque esto no lo hiciera dudar de su ateísmo -ni tampoco aceptar esas afirmaciones- lo alegraba descubrir que el catolicismo y la inteligencia se llevan mejor de lo esperado.
No me meteré por ahora a preguntarme cuán justificado está el prejuicio. Más bien quiero detenerme un momento en esa satisfacción sentida. Me pregunto si será típica, y si será significativa.

Pongamos que alguien desprecia a la Iglesia y la tiene por estúpida. Un día descubre que no es taaan estúpida. ¿Será esto causa de satisfacción o de decepción?
No resisto la tentación de imaginar trasposiciones. Primero, cambiar institución por persona: un hombre al que despreciamos y tenemos por estúpido (¿lo despreciamos porque lo tenemos por estúpido, o a la inversa ? cualquiera puede ser, y las dos también, en causalidad recíproca)… ¿nos alegramos al comprobar que no es tan estúpido?
Y segundo, cambiar intelecto por moral. El que odia a la Iglesia y la tiene por moralmente nefasta; ¿cómo reacciona al descubrir que -en tal o cual cuestión- en realidad hizo el bien? ¿Se alegra o se lamenta?

Y si combinamos las dos trasposiciones: tenemos un hombre que creemos malo; un día descubrimos que algunas de sus supuestas maldades no eran tales… Con esto, caemos directamente en aquello que decía C. S. Lewis. A propósito de la aparentemente bizantina distinción de «odiar al pecado pero amar al pecador», Lewis ponía un buen ejemplo (uno mismo -que ve y odia sus propios pecados, pero que se duele de ellos precisamente porque no deja de amarse) y un buen criterio, a modo de piedra de toque:
Es fácil engañarse sobre esto. La verdadera prueba es ésta:
Supongamos que uno lee en el diario una historia de una atrocidad cometida por nuestro «enemigo». Supongamos que después surge alguna evidencia que indica que esa historia podría no ser completamente verdadera, o no tan mala como se la presentó.
¿Qué es lo primero que uno siente? ¿»Gracias a Dios que él no es tan malo como para eso»? ¿O más bien un sentimiento de desilusión, o incluso una decisión de aferrarse a la primera historia por el simple placer de creer a nuestro enemigo lo peor posible?
Y bien, el que me haya seguido hasta acá, entenderá por qué me alegró saber de la alegría de aquel ateo. No por una cuestión partidaria, no porque esto lo acerque a convertirse… sino porque es signo de buena salud. Y más: se me ocurre que el caso debe ser menos raro de lo que algunos católicos tendemos a imaginar.
Por otro lado, tengo la vaga sospecha de que es más fácil esa alegría en el plano intelectual («mirá vos, no era tan estúpido») que en plano moral («mirá vos, no era tan malvado»); sea con la Iglesia o con otra institución, o persona. No sé por qué será… si es que es así.
# | hernan | 13-diciembre-2005