1. Acabo de terminar «The Girl in Blue», una
de las pocas novelas de P. G. Wodehouse que me quedaban
por leer, y que conseguí la semana pasada a sólo $3.
Para los envidiosos que se pregunten dónde y cómo
consigo tales cosas (y a tal precio), les explico la receta.
Primero, a la hora de elegir el domicilio de trabajo,
uno debe fijarse que en la misma cuadra exista
una librería de usados con buena circulación
de libros (caso contrario, se impone cambiar de trabajo
o lograr la mudanza de la propia empresa). Luego, debe pasar todos los días (o día por medio, como mucho) y revolver todas
las mesas. Pongamos que un viernes uno encuentra
Much obliged, Jeeves; lejos de conformarse con esto,
uno debe ambicionar más. Debe preguntarse si
este libro formará parte de una biblioteca recién
ingresada de algún difunto con buen gusto literario,
y buscar con cuidado. Si no encuentra nada más
de PGW en las mesas, tendrá la astucia de mirar
disimuladamente los libros aún apilados
bajo las mesas; con ese ojo rápido, entrenado
en estos menesteres, buscará un lomo similar
al libro mencionado, y así descubrirá «The girl
in blue». Lejos de solicitarlo al librero (lo cual
despertaría sospechas y podría encarecerlo)
registrará el nuevo lomo en la retina y pasará en
los días siguientes. Si a los tres días el libro
aún no ha sido promovido a la mesa de ofertas,
uno discretamente -miradas furtivas a los costados-
lo sacará de la pila, con la
esperanza de encontrar el precio ya estampado
en la primera página. Verificado esto ($3 !)
uno retendrá el libro como si nada, y seguirá
mirando las mesas… Hacen falta nervios de acero
en estos momentos, para contener la excitación
y afrontar el riesgo de ser ignominiosamente reprendido
(«No se pueden sacar los libros de ahí,
señor!»). Pero uno, con la cancha
que dan los años, seguirá afectando indiferencia,
y haciendo que medita la compra de otros volúmenes
(«La capitana del Yucatán», de Salgari, acaso? ).
Si no encuentra ninguna otra cosa medianamente
potable para disimular la joya, igualmente enfrentará
a la propietaria con paso firme.
Le tenderá el libro con afectado desinterés,
apostando a que la señora no objetará la maniobra
(«Pero… este libro estaba en las mesas ? ¡No lo habrá
sacado de las pilas! ¡Seguridad!! ¡Policía!!!»), verá
su intrepidez será recompensada («Tres pesos.
¿Le doy una bolsita?») y se marchará con paso
rápido pero discreto.
No es algo al alcance de cualquiera, como ven.
2. A la hora de escribir, la única virtud que me reconozco
es la ortografía … en castellano. Mi gramática y mi sintaxis
dejan mucho que desear; lo mismo que mi ortografía
cuando se me da (poco, por suerte) por mandar un latinajo…
Por lo tanto, suelo recibir con gusto las correcciones
de los lectores. De verdad, les juro: me gusta que me corrijan
(además, es indicio de que me leen con cuidado… y
que me leen lectores que saben leer). Bien.
Pero… de carne somos: quién estará libre del
pecado de alegrarse un poquito del error ajeno,
sobre todo si el que se equivoca es el que corrije [*].
Y si de gozar una «gaffe» se trata, me cuesta imaginar
que pudiera pasarme
algo mejor que recibir esta
corrección. Casi me parece demasiado
bueno para ser verdad. Qué envidia, qué envidia…!
3. Me acerca Ignacio este artículo sobre Wodehouse
(en inglés) publicado recientemente en «First Things» (revista católica yanqui, más bien
conservadora). Está muy bien.
[*El lector Horacio me co…rrige. «Corrige» es con «g».
Buenísimo. Lo dejo así, porque prefiero que conste
el error; pifiarle justo en esa palabra, en ese párrafo, y tras jactarse de tener buena ortografía… ni que lo hubiera hecho a propósito!].