E. I. — […] pero yo he llegado a tener momentos
de certeza. Viví una experiencia al respecto.
Tenía diecisiete años y me paseaba un día por una
ciudad de provincia, una mañana de junio.
De pronto, el mundo me pareció transfigurado,
me sentí arrastrado por una alegría
desbordante, y me dije: «Ahora, pase lo
que pase, sé». Siempre me acordaré de ese instante.
[…]
No puedo contarle lo que fue aquello, porque verdaderamente no se puede contar. Hubo como un cambio en el aspecto mismo de la ciudad, de la gente, del mundo. Me parecía que el cielo estaba muy cerca, que casi lo tocaba. Tan sólo puedo hablar de intensidad, densidad, presencia, luz. Se puede describir más o menos con esas palabras. Pero no se puede definir.
En todo caso, yo me decía en ese momento que estaba seguro. Si me hubiesen preguntado «¿seguro de qué?» no habría sabido responder. Estaba lleno de certidumbre, y me dije que nunca más me sentiría desdichado, que en los peores momentos me acordaría de ese instante.
Esto se repitió con menos fuerza dos o tres años más tarde; después, nunca más. Hoy ya no es una cosa viva. No quedan más que imágenes luminosas.
[…]
Fui al catecismo, a la escuela de pueblo, pero eso no me enseñó gran cosa. No obstante, puedo hablar de otro momento de gracia, el día en que llevé a cabo mi primera confesión.
Tenía ocho años, no había cosas graves que confesar. Oía mal al cura en su pequeña tarima, y a no comprenderlo decía sí, sí, sí, a todas sus preguntas. Pero al final, al salir, sentí esa enorme alegría que volví a encontrar a los diecisiete años, esa alegría que se siente después de una confesión, como después de un paseo. Eso es lo asombroso; poder, por así decirlo, caer del cielo en cualquier momento. Pero, claro, también puede no ocurrir nada. Más tarde tuve cada vez menos experiencias de ese tipo.
Intenté, hacia los treinta años, vivir de una manera religiosa, y aún más, hasta dedicarme a ayunos, plegarias, situarme lo más cerca posible de Dios, es decir, de sus iglesias. Y creo que llegué bastante lejos; o bastante alto. Pero no lo suficiente, ya que en un momento dado experimenté una especie de enorme añoranza del mundo terrestre, de la manera terrena de vivir. Me daba la impresión de que realmente estaba abandonando el mundo. Después la añoranza fue tan fuerte que … al principio vacilé, pero llegó el momento en que la añoranza venció. Entonces tuve la sensación verdadera de una caída. Ilustré esta aventura en escena, en la ascensión y caída de Choubert, en «Las víctimas del deber», pero naturalmente nadie entendió nada. Las explicaciones fueron otras, psicoanalíticas.
C. Ch. -Las más fáciles
E. I. —Sí, las más fáciles. Pero a partir de ese momento, puedo decir que abandoné el cielo, y me da la impresión de que el cielo me abandonó. Me hundí cada vez más en la vida: ávido, voraz. Mientras más envejezco, más ganas tengo de vivir, con una enorme glotonería, una sensualidad… el vino, la «vida» que es lo contrario de la verdadera vida, la gloria literaria, todo eso.
Y siento que en el origen de todos esos enormes deseos, hay como una causa primera, mi primera falta: mi caída personal. Todos esos deseos que quieren ser colmados son como cosas que han de reeplazar lo que he perdido una vez; sin embargo, bien lo sé, no pueden reemplazarlo.
Y a medida que envejezco me siento cada vez más lleno de deseo. Existe ahora una filosofía del deseo por la cual el hombre debe ser una máquina de desear.
Deleuze dice que es preciso que el deseo sea saturado; lo cual es absolutamente imposible, y me parece una herejía.
Yo sé que me equivoqué de camino, lo sé muy bien, pero no lo bastante. Tan solo lo sé de una manera abstracta, intelectual, cerebral.
Ch. Ch. —¿Menos fuerte que su deseo?
E. I. —Sí.
Ch. Ch. —Todo lo que usted acaba de decir, lo podría repetir un cristiano sin cambiar una palabra. ¿Cómo experimentar, fuera de la fe, ese sentimiento terrible de no corresponder a la espera, al llamado de Dios? ¿Cómo sentirse lejos de alguien o de algo, sino porque uno cree, a pesar de la distancia, en ese alguien? «Las prostitutas los precederán en el Reino de los Cielos», dijo Cristo a los fariseos. Al escucharlo, estaba pensando en lo de Santa Teresa de Avila: «Nuestro deseo no teinen remedio». Nuestro deseo perdura y es verdadero hasta el final, y los remedios que le proponemos son igualmente vanos, ya que el verdadero objeto de nuestro deseos, el absoluto que satisfacería nuestra sed es, evidenteente, Dios. Nuestro deseo aspira a El, aun antes de conocerlo. Y si acaso el deseo equivoca su objeto, no obstante puede sobrevivir a todo y, con el tiempo aun puede crecer, como si el vacío por colmar fuera mayor.
E. I. —Se vuelve feroz. Cuando voy a algún sitio y me ofrecen un vaso de whisky, tomo diez. Trato de hundirme por completo en la embriaguez…
No puedo contarle lo que fue aquello, porque verdaderamente no se puede contar. Hubo como un cambio en el aspecto mismo de la ciudad, de la gente, del mundo. Me parecía que el cielo estaba muy cerca, que casi lo tocaba. Tan sólo puedo hablar de intensidad, densidad, presencia, luz. Se puede describir más o menos con esas palabras. Pero no se puede definir.
En todo caso, yo me decía en ese momento que estaba seguro. Si me hubiesen preguntado «¿seguro de qué?» no habría sabido responder. Estaba lleno de certidumbre, y me dije que nunca más me sentiría desdichado, que en los peores momentos me acordaría de ese instante.
Esto se repitió con menos fuerza dos o tres años más tarde; después, nunca más. Hoy ya no es una cosa viva. No quedan más que imágenes luminosas.
[…]
Fui al catecismo, a la escuela de pueblo, pero eso no me enseñó gran cosa. No obstante, puedo hablar de otro momento de gracia, el día en que llevé a cabo mi primera confesión.
Tenía ocho años, no había cosas graves que confesar. Oía mal al cura en su pequeña tarima, y a no comprenderlo decía sí, sí, sí, a todas sus preguntas. Pero al final, al salir, sentí esa enorme alegría que volví a encontrar a los diecisiete años, esa alegría que se siente después de una confesión, como después de un paseo. Eso es lo asombroso; poder, por así decirlo, caer del cielo en cualquier momento. Pero, claro, también puede no ocurrir nada. Más tarde tuve cada vez menos experiencias de ese tipo.
Intenté, hacia los treinta años, vivir de una manera religiosa, y aún más, hasta dedicarme a ayunos, plegarias, situarme lo más cerca posible de Dios, es decir, de sus iglesias. Y creo que llegué bastante lejos; o bastante alto. Pero no lo suficiente, ya que en un momento dado experimenté una especie de enorme añoranza del mundo terrestre, de la manera terrena de vivir. Me daba la impresión de que realmente estaba abandonando el mundo. Después la añoranza fue tan fuerte que … al principio vacilé, pero llegó el momento en que la añoranza venció. Entonces tuve la sensación verdadera de una caída. Ilustré esta aventura en escena, en la ascensión y caída de Choubert, en «Las víctimas del deber», pero naturalmente nadie entendió nada. Las explicaciones fueron otras, psicoanalíticas.
C. Ch. -Las más fáciles
E. I. —Sí, las más fáciles. Pero a partir de ese momento, puedo decir que abandoné el cielo, y me da la impresión de que el cielo me abandonó. Me hundí cada vez más en la vida: ávido, voraz. Mientras más envejezco, más ganas tengo de vivir, con una enorme glotonería, una sensualidad… el vino, la «vida» que es lo contrario de la verdadera vida, la gloria literaria, todo eso.
Y siento que en el origen de todos esos enormes deseos, hay como una causa primera, mi primera falta: mi caída personal. Todos esos deseos que quieren ser colmados son como cosas que han de reeplazar lo que he perdido una vez; sin embargo, bien lo sé, no pueden reemplazarlo.
Y a medida que envejezco me siento cada vez más lleno de deseo. Existe ahora una filosofía del deseo por la cual el hombre debe ser una máquina de desear.
Deleuze dice que es preciso que el deseo sea saturado; lo cual es absolutamente imposible, y me parece una herejía.
Yo sé que me equivoqué de camino, lo sé muy bien, pero no lo bastante. Tan solo lo sé de una manera abstracta, intelectual, cerebral.
Ch. Ch. —¿Menos fuerte que su deseo?
E. I. —Sí.
Ch. Ch. —Todo lo que usted acaba de decir, lo podría repetir un cristiano sin cambiar una palabra. ¿Cómo experimentar, fuera de la fe, ese sentimiento terrible de no corresponder a la espera, al llamado de Dios? ¿Cómo sentirse lejos de alguien o de algo, sino porque uno cree, a pesar de la distancia, en ese alguien? «Las prostitutas los precederán en el Reino de los Cielos», dijo Cristo a los fariseos. Al escucharlo, estaba pensando en lo de Santa Teresa de Avila: «Nuestro deseo no teinen remedio». Nuestro deseo perdura y es verdadero hasta el final, y los remedios que le proponemos son igualmente vanos, ya que el verdadero objeto de nuestro deseos, el absoluto que satisfacería nuestra sed es, evidenteente, Dios. Nuestro deseo aspira a El, aun antes de conocerlo. Y si acaso el deseo equivoca su objeto, no obstante puede sobrevivir a todo y, con el tiempo aun puede crecer, como si el vacío por colmar fuera mayor.
E. I. —Se vuelve feroz. Cuando voy a algún sitio y me ofrecen un vaso de whisky, tomo diez. Trato de hundirme por completo en la embriaguez…