… pero, se nos objetará ¿acaso sólo un místico estará
cualificado para juzgar una experiencia mística? ¿sólo
un creyente estará en condiciones de opinar sobre una creencia?
En efecto, así debe ser.
No se puede juzgar una realidad espiritual más que conociéndola; y no se la puede conocer más que enfocándola en su propio plano de existencia. De igual modo, no se puede juzgar una obra de arte más que conociéndola, contemplándola en el plano estético; se la puede aceptar o rechazar, pero antes hay que conocerla, hay que amarla. Sólo amando la poesía se pueden contemplar los objetos poéticos, y estar cualificado para juzgar a un poeta.
Amando las realidades suprasensibles (es decir, creyendo en su existencia y su autonomía) se puede juzgar, se puede recibir o rechazar una metafísica, un dogma o una experiencia mística.
En uno y otro caso, se tiene que estar cualificado: no confundir los planos, no ser un profano…
Por supuesto, semejantes afirmaciones hoy no convencen a casi nadie. Y no están hechas para eso, por otra parte.
Pero siempre resulta interesante observar la intromisión, cada vez más profunda, del profano en la vida espiritual y cultural de Europa.
Hace dos o tres siglos, la confusión de planos se manifestaba en los niveles superiores: la teología y la filosofía, el dogma, las ciencias naturales (usamos esta expresión, claro, en el sentido que tuvo desde el Renacimiento hasta Linneo). Pero desde el siglo XIX, la intervención de los profanos ha tenido una amplitud inimaginable. Así, los hechos espirituales han sido identificados con los niveles de realidad más bajos; el pensamiento con el cerebro, el genio con la locura, la santidad con la sexualidad…
En efecto, así debe ser.
No se puede juzgar una realidad espiritual más que conociéndola; y no se la puede conocer más que enfocándola en su propio plano de existencia. De igual modo, no se puede juzgar una obra de arte más que conociéndola, contemplándola en el plano estético; se la puede aceptar o rechazar, pero antes hay que conocerla, hay que amarla. Sólo amando la poesía se pueden contemplar los objetos poéticos, y estar cualificado para juzgar a un poeta.
Amando las realidades suprasensibles (es decir, creyendo en su existencia y su autonomía) se puede juzgar, se puede recibir o rechazar una metafísica, un dogma o una experiencia mística.
En uno y otro caso, se tiene que estar cualificado: no confundir los planos, no ser un profano…
Por supuesto, semejantes afirmaciones hoy no convencen a casi nadie. Y no están hechas para eso, por otra parte.
Pero siempre resulta interesante observar la intromisión, cada vez más profunda, del profano en la vida espiritual y cultural de Europa.
Hace dos o tres siglos, la confusión de planos se manifestaba en los niveles superiores: la teología y la filosofía, el dogma, las ciencias naturales (usamos esta expresión, claro, en el sentido que tuvo desde el Renacimiento hasta Linneo). Pero desde el siglo XIX, la intervención de los profanos ha tenido una amplitud inimaginable. Así, los hechos espirituales han sido identificados con los niveles de realidad más bajos; el pensamiento con el cerebro, el genio con la locura, la santidad con la sexualidad…