… La finalidad de un partido político es algo vago e irreal.
Si fuera real, exigiría un esfuerzo muy grande de atención,
pues una concepción del bien público no es algo fácil de pensar.
La existencia del partido es palpable, evidente, y no exige
ningún esfuerzo para ser reconocida. Así, es inevitable
que de hecho sea el partido para sí mismo su propia
finalidad.
En consecuencia, hay idolatría, pues solo Dios es legítimamente un fin en sí mismo.
A esto se llega fácilmente. Se pone como axioma que la condición necesaria y suficiente para que el partido sirva a la concepción del bien público con vistas a la cual existe es que posea una gran cantidad de poder.
Pero ninguna cantidad finita de poder puede jamás, de hecho, ser mirada como suficiente, sobre todo una vez obtenida. En la realidad, el partido se encuentra en un estado continuo de impotencia que atribuye siempre a la insuficiencia del poder de que dispone. Aun cuando fuera el dueño absoluto del país, las necesidades internacionales serían las que impondrían límites.
[…]
No se puede servir a Dios y a Mammon. Si se tiene un criterio del bien distinto del bien, se pierde la noción del bien.
Desde el momento en que el crecimiento del partido constituye un criterio del bien, se sigue forzozamente la existencia de una presión colectiva sobre el pensamiento de los hombres. Esa presión de hecho se ejerce. Se muestra en público. Se confiesa, se proclama. Debería horrorizarnos, si la costumbre no nos hubiera embrutecido.
Se ejerce la presión sobre el gran público mediante la propaganda. La finalidad confesada de la propaganda es persuadir, no comunicar luz. Hitler vio perfectamente que la propaganda es siempre un intento de someter espíritus. Y todos los partidos hacen propaganda. […]
… se considera totalmente natural, razonable y honorable, que alguien diga «como conservador … -o como socialista- pienso que … «.
Y esto, en verdad, no sólo lo hacen los partidos. Tampoco se avergüenza quien dice «Como francés, pienso que…», o «Como católico, pienso que…».
Simone Weil – Escritos de Londres
En consecuencia, hay idolatría, pues solo Dios es legítimamente un fin en sí mismo.
A esto se llega fácilmente. Se pone como axioma que la condición necesaria y suficiente para que el partido sirva a la concepción del bien público con vistas a la cual existe es que posea una gran cantidad de poder.
Pero ninguna cantidad finita de poder puede jamás, de hecho, ser mirada como suficiente, sobre todo una vez obtenida. En la realidad, el partido se encuentra en un estado continuo de impotencia que atribuye siempre a la insuficiencia del poder de que dispone. Aun cuando fuera el dueño absoluto del país, las necesidades internacionales serían las que impondrían límites.
[…]
No se puede servir a Dios y a Mammon. Si se tiene un criterio del bien distinto del bien, se pierde la noción del bien.
Desde el momento en que el crecimiento del partido constituye un criterio del bien, se sigue forzozamente la existencia de una presión colectiva sobre el pensamiento de los hombres. Esa presión de hecho se ejerce. Se muestra en público. Se confiesa, se proclama. Debería horrorizarnos, si la costumbre no nos hubiera embrutecido.
Se ejerce la presión sobre el gran público mediante la propaganda. La finalidad confesada de la propaganda es persuadir, no comunicar luz. Hitler vio perfectamente que la propaganda es siempre un intento de someter espíritus. Y todos los partidos hacen propaganda. […]
… se considera totalmente natural, razonable y honorable, que alguien diga «como conservador … -o como socialista- pienso que … «.
Y esto, en verdad, no sólo lo hacen los partidos. Tampoco se avergüenza quien dice «Como francés, pienso que…», o «Como católico, pienso que…».
Y con esa última frase uno no puede dejar de releer todo lo anterior reemplazando «partido» por «Iglesia» ; y la Iglesia puede ser seguida como un partido, no es novedad. Ojo con la propaganda, entonces.