—… Y por lo que respecta a la vida interior, temo que
no reces demasiado. Sufres en exceso para lo que rezas,
esa es mi idea. Hay que alimentarse en proporción a las
fatigas y la plegaria tiene que estar también en relación
con nuestros dolores.
—Es que… ¡no puedo!— grité. Inmediatamente lamenté la confesión, pues su mirada se hizo más dura.
—¡ Si no puedes rezar, inténtalo una y otra vez ! Escucha : yo también he tenido mis dificultades. El diablo llegó a inspirarme tal horror a la oración que me caían grandes gotas de sudor cada vez que recitaba mi breviario… ¿ Comprendes?
—Oh, lo comprendo muy bien — respondí con tal ímpetu, que me examinó largamente de los pies a la cabeza; pero sin malevolencia, sino todo lo contrario…
—Escucha —dijo—, no creo haberme equivocado respecto a ti. Trata de responder a la pregunta que voy a hacerte… No es que mi prueba valga mucho, es tan sólo una idea mía, un medio de reconocerme y algunas veces me ha engañado, como es natural. He reflexionado mucho sobre la vocación. Todos nos hemos sentido llamados, sea, pero no de la misma manera. Y para simplificar las cosas comienzo por situarnos a cada uno de nosotros en su verdadero lugar en el Evangelio. ¡Claro que eso nos rejuvenece dos mil años! Pero el tiempo no es nada para Dios y su mirada lo atraviesa. Me digo a mí mismo que mucho antes de nuestro nacimiento —para hablar en lenguaje humano— Nuestro Señor nos encontró en alguna parte, en Belén, en Nazareth, en los caminos de Galilea… ¿qué sé yo? Un día entre los días, sus ojos se fijaron en nosotros y según el lugar, la hora y la coyuntura, nuestra vocación tomó un carácter particular. Claro que no pretendo dar una formulación teológica a mis palabras. Pero, en fin, pienso… imagino, sueño, ¿por qué no?… que si nuestra alma que no ha olvidado, que lo recuerda siempre, pudiese arrastrar a nuestro pobre cuerpo de siglo en siglo… hacerle remontar esa enorme pendiente de dos mil años, le conduciría directamente a ese mismo lugar donde… ¿Pero qué te ocurre?
Yo no me había dado cuenta de que estaba llorando, ni siquiera me había preocupado de que aquello pudiera suceder.
—¿Por qué lloras?
La verdad es que desde siempre me vuelvo a encontrar en el Monte de los Olivos… y en aquel momento, sí, es extraño, en aquel momento preciso en que posando la mano en el hombro de Pedro, hizo El aquella pregunta —bien inútil, en suma, casi ingenua; pero tan cortés, tan tierna— : ¿Duermes? Era un movimiento anímico muy familiar, muy natural del que hasta aquel momento no me había dado cuenta y de pronto…
—¿Qué es lo que te ocurre? —repitió el cura de Torcy, con impaciencia—. Ni siquiera me escuchas… estás soñando. Quien quiera rezar, amigo mío, no debe soñar. Así la plegaria se diluye en sueño y no hay nada más grave para el alma que esa hemorragia.
Abrí la boca para responder, pero no pude…
—Es que… ¡no puedo!— grité. Inmediatamente lamenté la confesión, pues su mirada se hizo más dura.
—¡ Si no puedes rezar, inténtalo una y otra vez ! Escucha : yo también he tenido mis dificultades. El diablo llegó a inspirarme tal horror a la oración que me caían grandes gotas de sudor cada vez que recitaba mi breviario… ¿ Comprendes?
—Oh, lo comprendo muy bien — respondí con tal ímpetu, que me examinó largamente de los pies a la cabeza; pero sin malevolencia, sino todo lo contrario…
—Escucha —dijo—, no creo haberme equivocado respecto a ti. Trata de responder a la pregunta que voy a hacerte… No es que mi prueba valga mucho, es tan sólo una idea mía, un medio de reconocerme y algunas veces me ha engañado, como es natural. He reflexionado mucho sobre la vocación. Todos nos hemos sentido llamados, sea, pero no de la misma manera. Y para simplificar las cosas comienzo por situarnos a cada uno de nosotros en su verdadero lugar en el Evangelio. ¡Claro que eso nos rejuvenece dos mil años! Pero el tiempo no es nada para Dios y su mirada lo atraviesa. Me digo a mí mismo que mucho antes de nuestro nacimiento —para hablar en lenguaje humano— Nuestro Señor nos encontró en alguna parte, en Belén, en Nazareth, en los caminos de Galilea… ¿qué sé yo? Un día entre los días, sus ojos se fijaron en nosotros y según el lugar, la hora y la coyuntura, nuestra vocación tomó un carácter particular. Claro que no pretendo dar una formulación teológica a mis palabras. Pero, en fin, pienso… imagino, sueño, ¿por qué no?… que si nuestra alma que no ha olvidado, que lo recuerda siempre, pudiese arrastrar a nuestro pobre cuerpo de siglo en siglo… hacerle remontar esa enorme pendiente de dos mil años, le conduciría directamente a ese mismo lugar donde… ¿Pero qué te ocurre?
Yo no me había dado cuenta de que estaba llorando, ni siquiera me había preocupado de que aquello pudiera suceder.
—¿Por qué lloras?
La verdad es que desde siempre me vuelvo a encontrar en el Monte de los Olivos… y en aquel momento, sí, es extraño, en aquel momento preciso en que posando la mano en el hombro de Pedro, hizo El aquella pregunta —bien inútil, en suma, casi ingenua; pero tan cortés, tan tierna— : ¿Duermes? Era un movimiento anímico muy familiar, muy natural del que hasta aquel momento no me había dado cuenta y de pronto…
—¿Qué es lo que te ocurre? —repitió el cura de Torcy, con impaciencia—. Ni siquiera me escuchas… estás soñando. Quien quiera rezar, amigo mío, no debe soñar. Así la plegaria se diluye en sueño y no hay nada más grave para el alma que esa hemorragia.
Abrí la boca para responder, pero no pude…