Hace un tiempo se me ocurrió que yo podría ser un buen director espiritual
de mi propia persona. Es una idea brillante, y original mía;
no la he encontrado en ninguno de tantos místicos y teólogos que se creen tan sabios y tan astutos.
Es claro: mal que mal, yo conozco mis principales defectos y mis necesidades. Y aunque no diré que
tengo gran experiencia en estrategias y tácticas
de perfeccionamiento espiritual, veo claramente
el poder benéfico de la ascesis -sobre todo
para un tipo tan perezoso y tan egoísta como yo.
Así, me imagino
perfectamente (más aún, entusiastamente) en el rol de director ,
imponiéndome reglas de vida, pequeñas y graduales —pero estrictas— disciplinas
de mortificación, sacrificio, oración, trabajo…
Sé que me costarían
poco, y me harían un gran bien. De verdad, no lo dudo.
Y si me imagino en el rol de dirigido, también me veo bien dispuesto.
Bien sé que tener un director espiritual me vendría bien. Y las objeciones que inventa la soberbia, la timidez y el temor contra otros potenciales directores, contra éste no tienen ninguna fuerza. Sí, me digo, yo me aceptaría de buen grado como director; y me
propondría obediencia absoluta con gusto (pongamos que,
extremando la desconfianza, me limitaría a jurarle obediencia absoluta durante un plazo; digamos, tres o cuatro meses). Sé que,
aunque sea el intentarlo nomás durante un tiempo, me haría bien. Estoy seguro.
Pocas veces se encontrarán dos partes -director y dirigido- tan bien dispuestas para poner manos a la obra. Uno para dirigir, el otro para obeceder.
Es un poco raro, entonces, que no funcione.
Porque la verdad es que el asunto no funciona.
Para nada. Ni siquiera alcanza a arrancar.
Debe haber algún detalle que se me está escapando.
Pero en cuanto descubra el problema, ya van a ver, San Juan de la Cruz y Garrigou Lagrange y todos esos teólogos y todos esos místicos sabihondos. Ya van a ver.