Un domingo, en mis pagos, hace casi diez años; el día anterior
se había casado mi hermana, y la fiesta había traído a muchos
parientes de otras provincias. Esa mañana, a la salida de misa,
me encuentro con uno de ellos, el tío Reyes, de Mendoza, viudo, amigo de infancia de mi padre. Me dice
que esperemos a otro pariente, una de mis varias primas puntanas, de mi edad, que se ha quedado adentro rezando… Al rato sale y volvemos caminando, yo a casa, ellos al hotel.
Me pregunta mi prima qué andaba haciendo yo por ahí; cuando le digo que yo también había ido a misa, ella no dice nada pero me mira con sorpresa y alegría («se le iluminó la cara», dicen los libros;
ahí entendí lo que eso quiere decir) al punto
de llamarme la atención. No es una familia
nada religiosa la mía, cada uno ha tenido que
recorrer sus caminos en soledad, parece; y los dos somos
demasiado poco expansivos como para decirnos más…
Seguimos caminando, mi tío manifestándose contento
con el hotelito que le ha tocado en suerte -y con el universo, según parece.
Un par de meses después me entero con sorpresa de que mi prima estaba entrando a monja.
Y ahora me dicen que aquel tío —con unos modos, unos gestos y una dicción muy característicos y muy simpáticos; creo que no lo ví más— ha muerto anteayer.