Tom considera sobre todo el caso (nada infrecuente) de los que se angustian porque consideran improbable la salvación de algún conocido … mientras que consideran bastante probable la salvación propia. No es el único caso, y no es un caso que pueda solventarse con dos palabras. Pero me gusta este párrafo:
Esperamos que nuestros seres queridos se salvarán, con la misma
esperanza con que confiamos en nuestra salvación.
Más aún: si no esperamos para los otros con la misma esperanza
con que esperamos para nosotros, entonces la esperanza nuestra
no es la Esperanza cristiana, sino alguna especie de
creencia natural. Como banqueros que toman apuestas sobre
la salvación propia -y la de los otros.
Por mi parte, nunca ocupó un lugar importante en mi vida religiosa
el tema del infierno —ni para mí ni para los otros—.
Ni como objeción (contra el Dios del cristianismo), ni como temor
(sea saludable o enfermizo) ni nada.
No sé si esa falta de temor será presunción (referido a mí) o falta de caridad (referido a los otros).
Si me pongo en abogado de mí mismo, diría: no veo que tenga que preocuparme demasiado por lo que pase después, cielo o infierno, para mí o para los otros; porque ahora no pretendo entenderlo, y después lo entenderé, y veré que todo está bien. (Pero no hay que creer demasiado en los abogados defensores).
En todo caso, no tengo ninguna objeción contra lo que dijo el Papa, ni con lo que dijo Dostoyevsky (o Wilde, o Bernanos, o quien sea), que «el infierno es no poder amar más».
Y, buscando la cita, encuentro y recuerdo ahora que la frase juega su papel en este notable cuento de Salinger; que acaso no sea mala ilustración, después de todo.