Parece, me dicen, que se están destruyendo «los pilares del Orden Romano: la Religión Verdadera, las Fuerzas Armadas, la Familia, y la Propiedad» y con ello el «estilo de vida argentino y católico». Y que estamos en los umbrales (o más) del mundo feliz de Huxley —o el 1984 de Orwell. Y que esto empieza a tener los colores del reinado del anticristo. Me dicen que nuestros obispos no están a la altura, que en lugar de hablarnos con «voz enérgica, clara y definitoria» salen con mensajes «anodinos, politiqueros y mediocres». Parece que los argentinos tenemos una presidenta de excepcional soberbia y necedad, intoxicada de ideología y de ambición; y ni hablar del otro K, y de D’Elía, Verbitsky, Hebe, Bonasso, etc. Y que, ante esta calaña, hay que estar con los amigos del campo, la verdadera clase trabajadora y sostén de nuestro país; y que, así, es disculpable y hasta conveniente desahogarse en alguna diatriba en modo comentador derechista de La Nación (un poquito de rabia gorila, vamos…) Parece también que los que tienen la sartén por el mango «persiguen desembozadamente al catolicismo en Argentina» (por ejemplo: «asignando en la grilla televisiva al canal 21 del Arzobispado un lugar fuera de toda competencia con las restantes señales locales»), parece que «somos los únicos perseguidos desde hace más de 40 años», mientras que nuestros lamentables obispos no hacen más que pedir «diálogo». Parece, en fin, que el mundo está ganando, el mundo que nos odia, nos discrimina y nos ningunea: la dictadura del relativismo, la cultura de la muerte, el hedonismo, el aborto, la irreligión, la revolución sexual y el materialismo; el nuevo orden mundial que nos está empujando a las catacumbas. Ay, cómo sufrimos los católicos… Y, al cabo, el asunto es que todo aquello tiene que dolerte. Si el que ve, ve cosas feas… entonces (bueno, más o menos) quien ve muchas cosas feas, es que sabe ver. Es más: que ese sufrimiento y esa indignación sea tu principal fuente de energía, que eso sea lo que llena tu pensar y tu sentir, lo que alimenta el motor de tu vivir y tu ser católico, … eso es buen signo… parece.
Se trata de ver el mal, pues; y de hacerlo ver. Y ahí vamos, pertrechados del ardor militante, del entrenamiento y la erudición oportuna para esas lides y de un par de versículos justificadores («hambre de justicia…» y «celo por tu casa…», por ejemplo). Denunciar, documentar, explicar, esquematizar (ah, esos esquemas)… y por sobre todo, alimentar la indignación. Hay que lamentarse y protestar, en corro de aliados; hay que hacer ruido; hay que preguntarse y preguntar: ¿No es hora de hacer algo? ¿Hasta cuando? ¿Qué podemos hacer? Y bueno… yo no puedo decir que «me siento interpelado»; aparte del mal olor clerical de la expresión, la verdad es que no estoy seguro de comulgar con todo aquello. Igual, por si hiciera falta responder: yo, aquí y ahora ¿qué puedo hacer? Miren, lo que yo voy a hacer, por lo pronto, es poner algunas capturas de pantalla de unas peliculitas de Ghibli. Ahí tienen. En la columna izquierda, un par de «Totoro» arriba y un par de «Chihiro» abajo. A la derecha, una secuencia de «Whisper of the Heart». El padre, en Totoro, que debe esforzarse para abrir una ventana corrediza poco dócil. Lo mismo le pasa a Chihiro, con la abertura que se atasca, en la escena del ataque los pájaros de papel (uno de los momentos más inspirados de Miyazaki). Y Shizuku, apagando la luz antes de dormir. Primero se mueve hacia el borde de la cama, para alcanzar el interruptor; tantea, pero no llega. Entonces se incorpora, apaga al fin la luz, y se acuesta. Choca ese rasgo de un realismo moroso y trivial, sobre todo en el contexto de un anime, donde cada cuadro, cada gesto de más cuesta bastante caro. Un derroche, en cierta manera (no recuerdo nada parecido en otras películas animadas; y aun no animadas…)
Algunos espectadores impacientes lo juzgan una compadrada innecesaria y vacía. Yo, no.
Yo lo veo (ya saben que por acá tiendo a pecar más bien por indulgencia y optimismo) como un gesto de fidelidad y de amor por este mundo: esas pequeñas resistencias que nos opone el cosmos, y que lo hacen entrañable y digno de evocación (nostalgia, si prefieren). Esas asperezas que testimonian su presencia real, en contraste con las fantasías de la imaginación, en las que los interruptores están siempre al alcance de la mano y las ventanas corredizas se deslizan a voluntad. A nuestra voluntad.
La alegría y el sentimiento de la realidad son la misma cosa.
Simone Weil