Trascribo pues con algunos retoques de traducción, seguramente hay mucho más por mejorar.
Herejes – Capítulo I
G. K. Chesterton
Nada indica más singularmente un mal enorme y callado de la sociedad moderna que el uso extraordinario que se hace estos días de la palabra «ortodoxo». En los días pasados el hereje se enorgullecía de no ser hereje: herejes eran los reyes del mundo, la policía, los jueces; él era ortodoxo. No se jactaba de haberse rebelado contra ellos; era ellos quienes se habían rebelado contra él. Los ejércitos con su cruel seguridad, los reyes con sus rostros insulsos, los ceremoniosos procedimientos del Estado, las razonables acciones de la ley, todo eso se había descarriado, como las ovejas. Mas el hombre se enorgullecía de ser ortodoxo, de estar en lo cierto. Si se encontraba solo en un desierto terrible, era, más que un hombre, un credo. Era el centro del universo: en su rededor giraban las estrellas. Todas las torturas de los infiernos no le harían confesar que era hereje. No obstante, algunas frases modernas lo muestran alabándose de serlo. Ahora él dice, con risa consciente: «Supongo que soy todo un hereje», y busca el aplauso de su entorno. La palabra «herejía» no sólo significa que no se está equivocado; prácticamente implica una mente despejada y valerosa. La palabra «ortodoxia» no solamente no significa ya estar en lo cierto; prácticamente quiere decir estar equivocado. Todo esto puede significar una cosa, y sólo una cosa. Significa que las gentes se preocupan menos de estar filosóficamente en la verdad. Porque, evidentemente, un hombre antes debería confesarse de fatuo que de hereje. El bohemio con su corbata roja debería preciarse de su ortodoxia. El dinamitero que pone una bomba debería creer que, aparte de cualquiera otra cosa que sea, por lo menos es ortodoxo.
Es una locura, hablando en general, que un filósofo encienda en la hoguera a otro filósofo porque no están de acuerdo en sus teorías del Universo. Esto se hizo muy frecuentemente en la última decadencia de la Edad Media y fracasó en la totalidad de su objeto. Pero hay una cosa que es infinitamente más absurda que quemar a un hombre por su filosofía. Es el hábito de decir que su filosofía nada importa; y esto es lo que se hace universalmente en el siglo veinte, en la decadencia del gran período revolucionario.
Las teorías generales son menospreciadas en todas partes: la doctrina de los derechos del hombre es tan desacreditada como la doctrina de la caída del hombre; el ateísmo nos resulta hoy demasiado teológico; la revolución tiene demasiado de sistema; la libertad misma tiene algo de estrechez. No aceptamos generalizaciones.
Bernard Shaw lo ha dicho en un epigrama perfecto: «La regla de oro es que no hay regla de oro» (The golden rule is that there is no golden rule). Discutimos más y más los detalles de arte, política, literatura. Importa la opinión de un hombre sobre los tranvías, importa su opinión sobre Boticelli; pero su opinión sobre todas las cosas no importa. Puede dedicarse a explorar un millón de objetos, pero no tocará aquel punto singular, el universo; porque si lo hace tendrá que admitir una religión, y estará perdido. Cualquiera cosa importa, excepto el todo.
Apenas se necesitan ejemplos de esta absoluta ligereza sobre la filosofía cósmica. Apenas son necesarios para probar que, pensemos lo que pensemos sobre los asuntos prácticos, no creemos importante que un hombre sea optimista o pesimista, cartesiano o hegeliano, materialista o espiritualista. Tomemos al azar un caso. En una reunión de café oímos decir fácilmente: «Esta vida no vale la pena de vivirse». Lo oímos como oímos decir que hace un hermoso día: nadie considera que ello pueda ejercer ningún efecto de importancia sobre el hombre o sobre el mundo. Pero si esa expresión llegara realmente a aceptarse, el mundo andaría de cabeza. Se premiaría con medallas a los criminales por librar de la vida a los humanos; se perseguiría a los hombres porque libran a las personas de la muerte; se emplearía el veneno en lugar de la medicina ; llamaríamos a los médicos cuando estuviéramos sanos; las sociedades de salvamento de náufragos serían consideradas como hordas de asesinos. Pero nunca nos preguntamos si el charlatán pesimista refuerza o desorganiza la sociedad, porque estamos convencidos de que las teorías no importan.
No fué esta, ciertamente, la idea de los que trajeron nuestra libertad. Cuando los antiguos liberales quitaron las mordazas de todas las herejías, fué su idea que de esa manera se llegara a los descubrimientos religiosos y filosóficos. Su punto de vista era que la verdad cósmica tenía tal importancia que cada cual debiera exponer opinión independiente. La idea moderna es que la verdad cósmica es de tal insignificancia que no importa lo que cada cual diga. Aquellos dieron rienda suelta al examen de manera parecida a la que un cazador libera a un sabueso; éstos parecen más bien como si devolvieran al mar un pescado no apto para la alimentación.
Nunca ha habido menos discusión acerca de la naturaleza del hombre que en esta época, en la que, por la primera vez, todos pueden discutirla. Las antiguas restricciones implicaban que sólo los ortodoxos podían discutir la religión. La libertad moderna significa que nadie puede discutir nada. El buen gusto —la última y la más vil de las supersticiones humanas— ha logrado acallarnos, allí donde todos los demás empeños fracason. Hace sesenta y cinco años era cosa de mal gusto ser ateo declarado; llegaron entonces los bradlaughitas, los hombres religiosos, los últimos hombres a quienes Dios importaba, y no pudieron alterar la situación: continuó considerándose de mal gusto ser declaradamente ateo: pero su lucha acabó por lograr esto: que ahora es igualmente de mal gusto ser declaradamente cristiano. La emancipación no ha hecho otra cosa que encerrar en la misma torre del silencio al santo y al heresiarca. Y entonces, nos contentamos con hablar del clima, y llamamos a esto la completa libertad de opinión.
Hay, sin embargo, algunas personas —yo soy una de ellas— que creen que la cosa más práctica y más importante acerca de un hombre es su idea del universo. Creemos que para una patrona que recibe a un huésped es cosa importante que sepa su sueldo, pero es más importante aún que conozca su filosofía. Creemos que para un general que va a entrar en batalla es importante que sepa el número de fuerzas enemigas, pero es más importante aún que conozca la filosofía del enemigo. La cuestión no es averiguar si la teoría del cosmos afecta a los asuntos, sino más bien si, a la larga, hay alguna otra cosa que los afecte.
En el siglo quince se interrrogaba y se torturaba a un hombre porque propugnama alguna inmoralidad; en el siglo diecinueve festejamos y lisonjeamos a Oscar Wilde cuando exhortaba a tal actitud licenciosa, y después le trituramos su corazón en trabajos penales forzados porque la llevó a cabo. Podría discutirse cuál de los dos sistemas es el más cruel; no cabe discusión acerca de cuál es el más ridículo. La edad de la Inquisición no tuvo al menos la desgracia de haber producido una sociedad que hizo ídolo de un hombre por predicar las mismas cosas que le convirtieron luego en recluso por practicarlas.
Ahora, en nuestro tiempo, filosofía y religión —es decir, nuestras teorías sobre las cosas fundamentales— han sido expulsadas más o menos simultáneamente de dos campos que solía ocupar. Solían dominar la literatura ideales generales: han sido expulsadas al grito de «Arte por el arte». Solían dominar la política ideales generales; han sido expulsadas al grito de «eficiencia», que podríamos traducir como «política por la política».
Persistentemente, durante los últimos veinte años, los ideales de orden y libertad han mermado en nuestra literaratura, como han mermado en nuestros parlamentos las ambiciones de ingenio y elocuencia. La literatura se ha hecho adrede menos política; la política se ha hecho adrede menos literaria. En ambos casos, la teorías generales de la relación entre las cosas han sido expulsadas; y nosotros preguntamos: «¿Qué hemos ganado o perdido con esta expulsión? ¿Es la literatura mejor, es la política mejor, tras haber rechazado al moralista y al filósofo?»
Cuando un país ve que todo en él va debilitándose y resultando ineficaz, empieza a hablar de eficiencia. Lo mismo que cuando un hombre tiene su cuerpo hecho una ruina empieza, por la primera vez en su vida, a hablar de salud. Las organizaciones vigorosas no hablan de sus procedimientos, sino de sus fines. No hay prueba mejor de la eficiencia física de un hombre que hablar alegremente de un viaje al fin del mundo. Y no hay prueba mejor de la eficiencia práctica de una nación que hablar constantemente de un viaje al fin del mundo, un viaje al Día del Juicio Final y a la Nueva Jerusalén. No puede haber síntoma más señalado de una salud fuerte que la tendencia a los ideales vivos y turbulentos; es en la primera exuberancia de la infancia cuando pedimos la luna.
Ninguno de los grandes hombres de las grandes edades habría entendido lo que ahora se entiende por «trabajar para la eficiencia». Hildebrand hubiera dicho que él trabajaba, no para la eficiencia, sino para la iglesia Católica. Danton hubiera dicho que él trabajaba, no para la eficiencia, sino para la libertad, la igualdad y la fraternidad. Aun cuando el ideal de tales hombres hubiese sido sencillamente el ideal de echar a una persona a puntapiés escaleras abajo, pensaban en el fin como hombres, no en el procedimiento como paralíticos. No dijeron: «Elevando eficientemente mi pierna derecha, usando, como observáis, los músculos del muslo y de la pantorrilla, que erige, en excelente funcionamiento…» Sus sentimientos era bien diferentes. Se hallaban tan poseídos de la hermosa visión del hombre tendido cuan largo era al pie de la escalera, que, en ese éxtasis, lo que había que hacer ocurrió como un relámpago.
En la práctica, el hábito de generalizar y de idealizar no significa en ningún sentido debilidad mundanal. La era de las grandes teorías fué la era de los grandes resultados. En la era del sentimiento y de las bellas palabras, al finalizar el siglo XVIII, los hombres eran realmente robustos y eficaces. Los sentimentales conquistaron a Napoleón. Los cínicos no podrían apoderarse de De Wet.
Cien años hace, nuestros asuntos, buenos y malos, eran triunfalmente manejados por los retóricos. Ahora, nuestros asuntos aparecen desesperadamente enturbiados por grandes hombres silenciosos. Y así como este repudio de las bellas palabras y de las bellas visiones ha creado una raza de hombres vulgares en la política, ha producido también una raza de hombres vulgares en las artes. Nuestros modernos políticos pretenden poseer la licencia colosal de César y del superhombre, pretenden que son demasiado prácticos para ser honrados y demasiado patrióticos para ser morales; resulta como remate de todo esto que sea ministro de Hacienda cualquier mediocridad. Nuestros nuevos filósofos artísticos dicen poseer aquella misma licencia moral, para basar la libertad de destruir cielos y tierra con sus energías: resulta como remate de todo ello que sea Poeta Laureado una mediocridad. No digo que no haya hombres más grandes que éstos; pero ¿podrá decirse que hay hombres más grandes que aquellos hombres del tiempo viejo que estaban dominados por su filosofía y empapados en su religión? Puede discutirse que el cautiverio sea mejor que la libertad. Pero que aquel cautiverio llegó a más que nuestra libertad le será a cualquiera muy difícil negarlo.
La teoría de la amoralidad del arte se ha asentado firmemente en las clases estrictamente artísticas. Son libres para producir lo que gusten. Son libres para escribir un Paraíso Perdido en el que Satán tiene que conquistar a Dios. Son libres para escribir una Divina Comedia en la que los cielos tienen que estar bajo el piso del infierno. ¿Y qué han hecho? ¿Han producido en su universalidad algo más grande y más bello que las cosas dichas por el indómito católico gibelino, por el austero maestro de escuela puritano? Sólo sabemos que han producido unas pocas redondillas. Milton no les derrota meramente en su piedad, les derrota en su irreverencia. En todos sus mezquinos libros de versos no podría encontrarse mejor reto a Dios que el de Satán. Ni tampoco se encontrará el esplendor del paganismo sentido como lo sintió aquel cristiano indómito que Faranata describió levantando la cabeza en desdén del infierno.
Y la razón es muy obvia. La blasfemia es un efecto artístico, porque la blasfemia depende de una convicción filosófica. La blasfemia depende de las creencias y se desvanece con ellas. Si hay quien dude de esto, que se ensimisme de verdad e intente pensamientos blasfemos acerca de Thor. Creo que su familia le encontrará al cabo del día en estado de agotamiento.
Ni en el mundo de la política ni en el de la literatura ha tenido éxito la repulsa de las teorías generales. Bien pudiera ser que haya habido muchos Ideales lunáticos y alucinates que de vez en cuando dejaron perpleja a la humanidad. Pero seguramente no ha habido en la práctica ideal tan lunático y alucinante como el ideal de la practicidad. Nada ha dejado escapar tantas oportunidades como el oportunismo de lord Rosebery.
Es, verdaderamente, un símbolo destacado de esta época el hombre que es teóricamente un hombre práctico y prácticamente más inexperto que cualquier teorizante. Nada es en este universo tan supino como esa clase de veneración a la sabiduría mundanal. El hombre que constantemente piensa si esta raza o aquella raza son fuertes, o si esta causa o aquella causa prometen, es el hombre que jamás creerá en nada que produzca el éxito al cabo del tiempo. El político oportunista es como el hombre que se aleja de los billares porque ha sido derrotado en el billar y que abandona el golf porque ha sido derrotado en el golf. Nada hay que sea tan débil para el propósito de trabajar como esta enorme importancia que se concede a la victoria inmediata. Nada hay que fracase como el éxito.
Y por haber descubierto que el oportunismo fracasa, lo he estudiado detalladamente y he deducido en consecuencia que debe fracasar. Entiendo que es bastante más práctico empezar por el principio y discutir teorías. Veo que los hombres que se mataban unas a otros por la ortodoxia del homousianismo eran mucho más sensatos que las gentes que disputaban por la ley de educación. Porque los cristianos dogmatizantes trataban de establecer un reino de santidad y trataban de lograr la definición, ante todo, de lo que realmente era santo. Pero nuestros educadores modernos tratan de constituir una libertad religiosa sin intentar dejar sentado lo que es religión o lo que es libertad. Cuando los antiguos sacerdotes imponían a la humanidad una declaración se tomaban al menos la molestia de hacerla comprensible. Ha quedado para las turbas modernas de anglicanos y noconformistas disidentes proseguir una doctrina sin siquiera declararla.
Por estas razones, y por muchas más, he llegado de una vez a creer en el regreso a lo fundamental. Tal es la idea general de este libro. Deseo contender con mis colegas más distinguidos, no personalmente o en modo meramente literario, sino en relación al verdadero cuerpo de doctrina que enseñan.
No me inquieta míster Rudyard Kipling como artista intenso ni como personalidad vigorosa; me inquieta como hereje, es decir, como hombre cuya visión de las cosas ofrece la temeridad de diferir de la mía.
No me inquieta míster Bernard Shaw como uno de los hombres más brillantes y uno de los hombres más honrados que hoy viven; me inquieta como hereje, esto es, como hombre cuya filosofía es completamente sólida, completamente coherente y completamente equivocada. Vuelvo a los métodos doctrinales del siglo XIII, inspirado por la esperanza general de dejar hecho algo.
Supongamos que se produce en la calle una gran agitación por alguna cosa, digamos por un farol de gas que muchas personas de influencia desean hacer desaparecer. A un fraile franciscano, que es el espíritu de la Edad Media, se le pide opinión sobre el particular, y él empieza a decir en la forma árida de los escolásticos: «Consideremos ante todo, hermanos míos, el valor de la Luz. Si la Luz es buena en sí…» Al llegar a este punto, lo echan, algo disculpablemente, al suelo. Toda la gente quiere ganar el farol, el farol queda derribado en diez minutos, y todos se felicitan mutuamente por su practicidad nada medieval.
Pero resulta que después las cosas no marchan tal fácilmente. Algunos habían derribado el farol porque querían la luz eléctrica; otros, porque necesitaban hierro viejo; otros, porque deseaban la obscuridad, porque sus actos eran malvados. Algunos no dieron suficiente importancia al farol, otros le dieron demasiada; unos actuaron sólo porque querían inutilizar un servicio municipal, los demás por destruir algo. Y se produjo la guerra en la noche, dándose palos de ciego.
Así, gradualmente e inevitablemente, hoy, mañana o el día siguiente, vuelve la convicción de que el fraile franciscano estaba al fin y al cabo en lo cierto, y que todo depende de cuál es la filosofía de la Luz. Sólo que aquello que habríamos podido discutir a la luz del farol de gas, ahora vamos a tener que discutirlo en la oscuridad.
G. K. Chesterton
Nada indica más singularmente un mal enorme y callado de la sociedad moderna que el uso extraordinario que se hace estos días de la palabra «ortodoxo». En los días pasados el hereje se enorgullecía de no ser hereje: herejes eran los reyes del mundo, la policía, los jueces; él era ortodoxo. No se jactaba de haberse rebelado contra ellos; era ellos quienes se habían rebelado contra él. Los ejércitos con su cruel seguridad, los reyes con sus rostros insulsos, los ceremoniosos procedimientos del Estado, las razonables acciones de la ley, todo eso se había descarriado, como las ovejas. Mas el hombre se enorgullecía de ser ortodoxo, de estar en lo cierto. Si se encontraba solo en un desierto terrible, era, más que un hombre, un credo. Era el centro del universo: en su rededor giraban las estrellas. Todas las torturas de los infiernos no le harían confesar que era hereje. No obstante, algunas frases modernas lo muestran alabándose de serlo. Ahora él dice, con risa consciente: «Supongo que soy todo un hereje», y busca el aplauso de su entorno. La palabra «herejía» no sólo significa que no se está equivocado; prácticamente implica una mente despejada y valerosa. La palabra «ortodoxia» no solamente no significa ya estar en lo cierto; prácticamente quiere decir estar equivocado. Todo esto puede significar una cosa, y sólo una cosa. Significa que las gentes se preocupan menos de estar filosóficamente en la verdad. Porque, evidentemente, un hombre antes debería confesarse de fatuo que de hereje. El bohemio con su corbata roja debería preciarse de su ortodoxia. El dinamitero que pone una bomba debería creer que, aparte de cualquiera otra cosa que sea, por lo menos es ortodoxo.
Es una locura, hablando en general, que un filósofo encienda en la hoguera a otro filósofo porque no están de acuerdo en sus teorías del Universo. Esto se hizo muy frecuentemente en la última decadencia de la Edad Media y fracasó en la totalidad de su objeto. Pero hay una cosa que es infinitamente más absurda que quemar a un hombre por su filosofía. Es el hábito de decir que su filosofía nada importa; y esto es lo que se hace universalmente en el siglo veinte, en la decadencia del gran período revolucionario.
Las teorías generales son menospreciadas en todas partes: la doctrina de los derechos del hombre es tan desacreditada como la doctrina de la caída del hombre; el ateísmo nos resulta hoy demasiado teológico; la revolución tiene demasiado de sistema; la libertad misma tiene algo de estrechez. No aceptamos generalizaciones.
Bernard Shaw lo ha dicho en un epigrama perfecto: «La regla de oro es que no hay regla de oro» (The golden rule is that there is no golden rule). Discutimos más y más los detalles de arte, política, literatura. Importa la opinión de un hombre sobre los tranvías, importa su opinión sobre Boticelli; pero su opinión sobre todas las cosas no importa. Puede dedicarse a explorar un millón de objetos, pero no tocará aquel punto singular, el universo; porque si lo hace tendrá que admitir una religión, y estará perdido. Cualquiera cosa importa, excepto el todo.
Apenas se necesitan ejemplos de esta absoluta ligereza sobre la filosofía cósmica. Apenas son necesarios para probar que, pensemos lo que pensemos sobre los asuntos prácticos, no creemos importante que un hombre sea optimista o pesimista, cartesiano o hegeliano, materialista o espiritualista. Tomemos al azar un caso. En una reunión de café oímos decir fácilmente: «Esta vida no vale la pena de vivirse». Lo oímos como oímos decir que hace un hermoso día: nadie considera que ello pueda ejercer ningún efecto de importancia sobre el hombre o sobre el mundo. Pero si esa expresión llegara realmente a aceptarse, el mundo andaría de cabeza. Se premiaría con medallas a los criminales por librar de la vida a los humanos; se perseguiría a los hombres porque libran a las personas de la muerte; se emplearía el veneno en lugar de la medicina ; llamaríamos a los médicos cuando estuviéramos sanos; las sociedades de salvamento de náufragos serían consideradas como hordas de asesinos. Pero nunca nos preguntamos si el charlatán pesimista refuerza o desorganiza la sociedad, porque estamos convencidos de que las teorías no importan.
No fué esta, ciertamente, la idea de los que trajeron nuestra libertad. Cuando los antiguos liberales quitaron las mordazas de todas las herejías, fué su idea que de esa manera se llegara a los descubrimientos religiosos y filosóficos. Su punto de vista era que la verdad cósmica tenía tal importancia que cada cual debiera exponer opinión independiente. La idea moderna es que la verdad cósmica es de tal insignificancia que no importa lo que cada cual diga. Aquellos dieron rienda suelta al examen de manera parecida a la que un cazador libera a un sabueso; éstos parecen más bien como si devolvieran al mar un pescado no apto para la alimentación.
Nunca ha habido menos discusión acerca de la naturaleza del hombre que en esta época, en la que, por la primera vez, todos pueden discutirla. Las antiguas restricciones implicaban que sólo los ortodoxos podían discutir la religión. La libertad moderna significa que nadie puede discutir nada. El buen gusto —la última y la más vil de las supersticiones humanas— ha logrado acallarnos, allí donde todos los demás empeños fracason. Hace sesenta y cinco años era cosa de mal gusto ser ateo declarado; llegaron entonces los bradlaughitas, los hombres religiosos, los últimos hombres a quienes Dios importaba, y no pudieron alterar la situación: continuó considerándose de mal gusto ser declaradamente ateo: pero su lucha acabó por lograr esto: que ahora es igualmente de mal gusto ser declaradamente cristiano. La emancipación no ha hecho otra cosa que encerrar en la misma torre del silencio al santo y al heresiarca. Y entonces, nos contentamos con hablar del clima, y llamamos a esto la completa libertad de opinión.
Hay, sin embargo, algunas personas —yo soy una de ellas— que creen que la cosa más práctica y más importante acerca de un hombre es su idea del universo. Creemos que para una patrona que recibe a un huésped es cosa importante que sepa su sueldo, pero es más importante aún que conozca su filosofía. Creemos que para un general que va a entrar en batalla es importante que sepa el número de fuerzas enemigas, pero es más importante aún que conozca la filosofía del enemigo. La cuestión no es averiguar si la teoría del cosmos afecta a los asuntos, sino más bien si, a la larga, hay alguna otra cosa que los afecte.
En el siglo quince se interrrogaba y se torturaba a un hombre porque propugnama alguna inmoralidad; en el siglo diecinueve festejamos y lisonjeamos a Oscar Wilde cuando exhortaba a tal actitud licenciosa, y después le trituramos su corazón en trabajos penales forzados porque la llevó a cabo. Podría discutirse cuál de los dos sistemas es el más cruel; no cabe discusión acerca de cuál es el más ridículo. La edad de la Inquisición no tuvo al menos la desgracia de haber producido una sociedad que hizo ídolo de un hombre por predicar las mismas cosas que le convirtieron luego en recluso por practicarlas.
Ahora, en nuestro tiempo, filosofía y religión —es decir, nuestras teorías sobre las cosas fundamentales— han sido expulsadas más o menos simultáneamente de dos campos que solía ocupar. Solían dominar la literatura ideales generales: han sido expulsadas al grito de «Arte por el arte». Solían dominar la política ideales generales; han sido expulsadas al grito de «eficiencia», que podríamos traducir como «política por la política».
Persistentemente, durante los últimos veinte años, los ideales de orden y libertad han mermado en nuestra literaratura, como han mermado en nuestros parlamentos las ambiciones de ingenio y elocuencia. La literatura se ha hecho adrede menos política; la política se ha hecho adrede menos literaria. En ambos casos, la teorías generales de la relación entre las cosas han sido expulsadas; y nosotros preguntamos: «¿Qué hemos ganado o perdido con esta expulsión? ¿Es la literatura mejor, es la política mejor, tras haber rechazado al moralista y al filósofo?»
Cuando un país ve que todo en él va debilitándose y resultando ineficaz, empieza a hablar de eficiencia. Lo mismo que cuando un hombre tiene su cuerpo hecho una ruina empieza, por la primera vez en su vida, a hablar de salud. Las organizaciones vigorosas no hablan de sus procedimientos, sino de sus fines. No hay prueba mejor de la eficiencia física de un hombre que hablar alegremente de un viaje al fin del mundo. Y no hay prueba mejor de la eficiencia práctica de una nación que hablar constantemente de un viaje al fin del mundo, un viaje al Día del Juicio Final y a la Nueva Jerusalén. No puede haber síntoma más señalado de una salud fuerte que la tendencia a los ideales vivos y turbulentos; es en la primera exuberancia de la infancia cuando pedimos la luna.
Ninguno de los grandes hombres de las grandes edades habría entendido lo que ahora se entiende por «trabajar para la eficiencia». Hildebrand hubiera dicho que él trabajaba, no para la eficiencia, sino para la iglesia Católica. Danton hubiera dicho que él trabajaba, no para la eficiencia, sino para la libertad, la igualdad y la fraternidad. Aun cuando el ideal de tales hombres hubiese sido sencillamente el ideal de echar a una persona a puntapiés escaleras abajo, pensaban en el fin como hombres, no en el procedimiento como paralíticos. No dijeron: «Elevando eficientemente mi pierna derecha, usando, como observáis, los músculos del muslo y de la pantorrilla, que erige, en excelente funcionamiento…» Sus sentimientos era bien diferentes. Se hallaban tan poseídos de la hermosa visión del hombre tendido cuan largo era al pie de la escalera, que, en ese éxtasis, lo que había que hacer ocurrió como un relámpago.
En la práctica, el hábito de generalizar y de idealizar no significa en ningún sentido debilidad mundanal. La era de las grandes teorías fué la era de los grandes resultados. En la era del sentimiento y de las bellas palabras, al finalizar el siglo XVIII, los hombres eran realmente robustos y eficaces. Los sentimentales conquistaron a Napoleón. Los cínicos no podrían apoderarse de De Wet.
Cien años hace, nuestros asuntos, buenos y malos, eran triunfalmente manejados por los retóricos. Ahora, nuestros asuntos aparecen desesperadamente enturbiados por grandes hombres silenciosos. Y así como este repudio de las bellas palabras y de las bellas visiones ha creado una raza de hombres vulgares en la política, ha producido también una raza de hombres vulgares en las artes. Nuestros modernos políticos pretenden poseer la licencia colosal de César y del superhombre, pretenden que son demasiado prácticos para ser honrados y demasiado patrióticos para ser morales; resulta como remate de todo esto que sea ministro de Hacienda cualquier mediocridad. Nuestros nuevos filósofos artísticos dicen poseer aquella misma licencia moral, para basar la libertad de destruir cielos y tierra con sus energías: resulta como remate de todo ello que sea Poeta Laureado una mediocridad. No digo que no haya hombres más grandes que éstos; pero ¿podrá decirse que hay hombres más grandes que aquellos hombres del tiempo viejo que estaban dominados por su filosofía y empapados en su religión? Puede discutirse que el cautiverio sea mejor que la libertad. Pero que aquel cautiverio llegó a más que nuestra libertad le será a cualquiera muy difícil negarlo.
La teoría de la amoralidad del arte se ha asentado firmemente en las clases estrictamente artísticas. Son libres para producir lo que gusten. Son libres para escribir un Paraíso Perdido en el que Satán tiene que conquistar a Dios. Son libres para escribir una Divina Comedia en la que los cielos tienen que estar bajo el piso del infierno. ¿Y qué han hecho? ¿Han producido en su universalidad algo más grande y más bello que las cosas dichas por el indómito católico gibelino, por el austero maestro de escuela puritano? Sólo sabemos que han producido unas pocas redondillas. Milton no les derrota meramente en su piedad, les derrota en su irreverencia. En todos sus mezquinos libros de versos no podría encontrarse mejor reto a Dios que el de Satán. Ni tampoco se encontrará el esplendor del paganismo sentido como lo sintió aquel cristiano indómito que Faranata describió levantando la cabeza en desdén del infierno.
Y la razón es muy obvia. La blasfemia es un efecto artístico, porque la blasfemia depende de una convicción filosófica. La blasfemia depende de las creencias y se desvanece con ellas. Si hay quien dude de esto, que se ensimisme de verdad e intente pensamientos blasfemos acerca de Thor. Creo que su familia le encontrará al cabo del día en estado de agotamiento.
Ni en el mundo de la política ni en el de la literatura ha tenido éxito la repulsa de las teorías generales. Bien pudiera ser que haya habido muchos Ideales lunáticos y alucinates que de vez en cuando dejaron perpleja a la humanidad. Pero seguramente no ha habido en la práctica ideal tan lunático y alucinante como el ideal de la practicidad. Nada ha dejado escapar tantas oportunidades como el oportunismo de lord Rosebery.
Es, verdaderamente, un símbolo destacado de esta época el hombre que es teóricamente un hombre práctico y prácticamente más inexperto que cualquier teorizante. Nada es en este universo tan supino como esa clase de veneración a la sabiduría mundanal. El hombre que constantemente piensa si esta raza o aquella raza son fuertes, o si esta causa o aquella causa prometen, es el hombre que jamás creerá en nada que produzca el éxito al cabo del tiempo. El político oportunista es como el hombre que se aleja de los billares porque ha sido derrotado en el billar y que abandona el golf porque ha sido derrotado en el golf. Nada hay que sea tan débil para el propósito de trabajar como esta enorme importancia que se concede a la victoria inmediata. Nada hay que fracase como el éxito.
Y por haber descubierto que el oportunismo fracasa, lo he estudiado detalladamente y he deducido en consecuencia que debe fracasar. Entiendo que es bastante más práctico empezar por el principio y discutir teorías. Veo que los hombres que se mataban unas a otros por la ortodoxia del homousianismo eran mucho más sensatos que las gentes que disputaban por la ley de educación. Porque los cristianos dogmatizantes trataban de establecer un reino de santidad y trataban de lograr la definición, ante todo, de lo que realmente era santo. Pero nuestros educadores modernos tratan de constituir una libertad religiosa sin intentar dejar sentado lo que es religión o lo que es libertad. Cuando los antiguos sacerdotes imponían a la humanidad una declaración se tomaban al menos la molestia de hacerla comprensible. Ha quedado para las turbas modernas de anglicanos y noconformistas disidentes proseguir una doctrina sin siquiera declararla.
Por estas razones, y por muchas más, he llegado de una vez a creer en el regreso a lo fundamental. Tal es la idea general de este libro. Deseo contender con mis colegas más distinguidos, no personalmente o en modo meramente literario, sino en relación al verdadero cuerpo de doctrina que enseñan.
No me inquieta míster Rudyard Kipling como artista intenso ni como personalidad vigorosa; me inquieta como hereje, es decir, como hombre cuya visión de las cosas ofrece la temeridad de diferir de la mía.
No me inquieta míster Bernard Shaw como uno de los hombres más brillantes y uno de los hombres más honrados que hoy viven; me inquieta como hereje, esto es, como hombre cuya filosofía es completamente sólida, completamente coherente y completamente equivocada. Vuelvo a los métodos doctrinales del siglo XIII, inspirado por la esperanza general de dejar hecho algo.
Supongamos que se produce en la calle una gran agitación por alguna cosa, digamos por un farol de gas que muchas personas de influencia desean hacer desaparecer. A un fraile franciscano, que es el espíritu de la Edad Media, se le pide opinión sobre el particular, y él empieza a decir en la forma árida de los escolásticos: «Consideremos ante todo, hermanos míos, el valor de la Luz. Si la Luz es buena en sí…» Al llegar a este punto, lo echan, algo disculpablemente, al suelo. Toda la gente quiere ganar el farol, el farol queda derribado en diez minutos, y todos se felicitan mutuamente por su practicidad nada medieval.
Pero resulta que después las cosas no marchan tal fácilmente. Algunos habían derribado el farol porque querían la luz eléctrica; otros, porque necesitaban hierro viejo; otros, porque deseaban la obscuridad, porque sus actos eran malvados. Algunos no dieron suficiente importancia al farol, otros le dieron demasiada; unos actuaron sólo porque querían inutilizar un servicio municipal, los demás por destruir algo. Y se produjo la guerra en la noche, dándose palos de ciego.
Así, gradualmente e inevitablemente, hoy, mañana o el día siguiente, vuelve la convicción de que el fraile franciscano estaba al fin y al cabo en lo cierto, y que todo depende de cuál es la filosofía de la Luz. Sólo que aquello que habríamos podido discutir a la luz del farol de gas, ahora vamos a tener que discutirlo en la oscuridad.