—Hace muchos años, usted dijo algo profético sobre la Iglesia del futuro: la Iglesia, comentó usted entonces, se volverá «pequeña, tendrá que empezar de nuevo. Pero tras la prueba, una gran fuerza irradiará de una Iglesia interiorizada y más sencilla. Porque las personas de un mundo completamente planificado estarán solas hasta lo indecible… Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo completamente nuevo. Como una esperanza que les incumbe, como una respuesta por la que siempre habían preguntado en secreto». Parece como si el tiempo le diera la razón. ¿Qué sucederá en Europa?
— Consideremos primero lo de «la Iglesia se verá numéricamente reducida». Cuando lo dije, llovió sobre mí el reproche de pesimista. Y hoy nada parece más prohibido que denominamos pesimismo, y que a menudo es puro realismo. Con el paso del tiempo, la mayoría reconoce que en la fase actual la cantidad de cristianos bautizados disminuye en Europa. En una ciudad como Magdeburgo ya sólo hay un ocho por ciento de cristianos –entendámonos: sumando todas las confesiones cristianas–. Tales hechos estadísticos revelan una tendencia irrebatible. A este respecto, la identificación entre pueblo e Iglesia se irá haciendo cada vez más dificultosa en determinados ámbitos culturales, como por ejemplo el nuestro. A eso debemos enfrentarnos con sencillez y realismo
La Iglesia mayoritaria puede ser algo muy hermoso; pero no es necesario. La Iglesia de los tres primeros siglos era una comunidad pequeña, pero no sectaria. Al contrario, no estaba aislada, sino que se sentía responsable de los pobres, de los enfermos, de todos. En ella encontraron acomodo todos los que buscaban la fe en un Dios, todos los que buscaban una promesa. La sinagoga, el judaísmo en el Imperio romano, había formado ese entorno de devotos que la frecuentaban, propiciando una tremenda apertura. El catecumenado de la Iglesia antigua era algo muy similar. Las personas que no se sentían capaces de una identificación total podían sumarse a la Iglesia para comprobar si lograrían dar el paso de entrar en ella. Esta conciencia de no ser un club cerrado, sino mantenerse siempre abierta al conjunto, es un componente inseparable de la Iglesia. Y precisamente con la reducción que vivimos de las comunidades cristianas, tendremos que buscar esas formas de coordinar, de sumar, de ser accesibles.
Por eso en absoluto estoy en contra de que personas que no van a la iglesia durante todo el año, acudan a ella al menos en nochebuena, o en nochevieja, o en ocasiones especiales, porque ésta es todavía una forma de sumarse, en cierto modo, a la bendición del Santísimo, a la luz. Por tanto, ha de haber distintos tipos de adhesión y participación, tiene que existir una apertura interna de la Iglesia.
— Consideremos primero lo de «la Iglesia se verá numéricamente reducida». Cuando lo dije, llovió sobre mí el reproche de pesimista. Y hoy nada parece más prohibido que denominamos pesimismo, y que a menudo es puro realismo. Con el paso del tiempo, la mayoría reconoce que en la fase actual la cantidad de cristianos bautizados disminuye en Europa. En una ciudad como Magdeburgo ya sólo hay un ocho por ciento de cristianos –entendámonos: sumando todas las confesiones cristianas–. Tales hechos estadísticos revelan una tendencia irrebatible. A este respecto, la identificación entre pueblo e Iglesia se irá haciendo cada vez más dificultosa en determinados ámbitos culturales, como por ejemplo el nuestro. A eso debemos enfrentarnos con sencillez y realismo
La Iglesia mayoritaria puede ser algo muy hermoso; pero no es necesario. La Iglesia de los tres primeros siglos era una comunidad pequeña, pero no sectaria. Al contrario, no estaba aislada, sino que se sentía responsable de los pobres, de los enfermos, de todos. En ella encontraron acomodo todos los que buscaban la fe en un Dios, todos los que buscaban una promesa. La sinagoga, el judaísmo en el Imperio romano, había formado ese entorno de devotos que la frecuentaban, propiciando una tremenda apertura. El catecumenado de la Iglesia antigua era algo muy similar. Las personas que no se sentían capaces de una identificación total podían sumarse a la Iglesia para comprobar si lograrían dar el paso de entrar en ella. Esta conciencia de no ser un club cerrado, sino mantenerse siempre abierta al conjunto, es un componente inseparable de la Iglesia. Y precisamente con la reducción que vivimos de las comunidades cristianas, tendremos que buscar esas formas de coordinar, de sumar, de ser accesibles.
Por eso en absoluto estoy en contra de que personas que no van a la iglesia durante todo el año, acudan a ella al menos en nochebuena, o en nochevieja, o en ocasiones especiales, porque ésta es todavía una forma de sumarse, en cierto modo, a la bendición del Santísimo, a la luz. Por tanto, ha de haber distintos tipos de adhesión y participación, tiene que existir una apertura interna de la Iglesia.
—La Iglesia y sus santos subrayan que también se puede comprender, comprobar y demostrar la fe cristiana por medio de la razón. ¿Es cierto?
—Sí, pero con limitaciones. Es verdad que la fe no es un entramado de imágenes cualesquiera que uno pueda forjarse a su antojo. La fe asalta nuestra inteligencia porque expone la verdad –y porque la razón está creada para la verdad–. En ese sentido, una fe irracional no es una verdadera fe cristiana. La fe desafía nuestra comprensión. Y en esta conversación también intentamos averiguar que todo eso –empezando por la idea de la creación hasta la esperanza cristiana– es una formulación inteligible que nos presenta algo razonable. En este sentido se puede demostrar que la fe también se adecua a la razón. Al hacernos cristianos no nos precipitamos en una aventura supersticiosa.
Yo sólo mencionaría dos salvedades: la fe no es comprensible en el sentido de que pueda aprehenderse igual que una fórmula matemática, sino que se adentra en estratos cada vez más profundos, en la infinitud de Dios, en el misterio del amor. Dentro de ese ámbito existe un límite de lo que se puede entender únicamente pensando. Sobre todo de lo que, en cuanto seres limitados, podemos comprender y elaborar con el intelecto.
Nosotros no podemos entender del todo a las demás personas porque ello implica descender a simas más profundas de lo que la razón nos permite verificar. Tampoco podemos comprender en última instancia la estructura de la materia, sino llegar siempre a un punto determinado. Tanto más razonable es la imposibilidad de someter a la inteligencia todo lo que significan Dios y su palabra, porque la superan con creces.
En este sentido, la fe tampoco es realmente demostrable. Yo no puedo decir que quien no la acepte es tonto. La fe responde a un camino vital en el que la experiencia va confirmando poco a poco la creencia, hasta que se revela plena de sentido. Es decir, que a partir de la razón existen aproximaciones que me conceden el derecho a aceptarla. Me proporcionan la certidumbre de que no me entrego a una superstición. Pero la demostrabilidad exhaustiva, como la que disponemos para las leyes físicas, no existe.
—¿Cabe afirmar que es necesario ampliar el espíritu humano para conocer cada vez mejor a Dios?
—También la persona sencilla puede tener un conocimiento muy grande de Dios. De por sí, el vasto conocimiento del material científico e histórico que poseemos no hace a los seres humanos más capaces de llegar una idea adecuada de Dios. Porque uno puede ahogarse también en lo meramente fáctico. Quien no consigue percibir el misterio que impera en los hechos de la naturaleza o de la historia, llena su cabeza con un montón de cosas que acaso lo incapaciten para la profundidad y la amplitud espiritual.
—Sí, pero con limitaciones. Es verdad que la fe no es un entramado de imágenes cualesquiera que uno pueda forjarse a su antojo. La fe asalta nuestra inteligencia porque expone la verdad –y porque la razón está creada para la verdad–. En ese sentido, una fe irracional no es una verdadera fe cristiana. La fe desafía nuestra comprensión. Y en esta conversación también intentamos averiguar que todo eso –empezando por la idea de la creación hasta la esperanza cristiana– es una formulación inteligible que nos presenta algo razonable. En este sentido se puede demostrar que la fe también se adecua a la razón. Al hacernos cristianos no nos precipitamos en una aventura supersticiosa.
Yo sólo mencionaría dos salvedades: la fe no es comprensible en el sentido de que pueda aprehenderse igual que una fórmula matemática, sino que se adentra en estratos cada vez más profundos, en la infinitud de Dios, en el misterio del amor. Dentro de ese ámbito existe un límite de lo que se puede entender únicamente pensando. Sobre todo de lo que, en cuanto seres limitados, podemos comprender y elaborar con el intelecto.
Nosotros no podemos entender del todo a las demás personas porque ello implica descender a simas más profundas de lo que la razón nos permite verificar. Tampoco podemos comprender en última instancia la estructura de la materia, sino llegar siempre a un punto determinado. Tanto más razonable es la imposibilidad de someter a la inteligencia todo lo que significan Dios y su palabra, porque la superan con creces.
En este sentido, la fe tampoco es realmente demostrable. Yo no puedo decir que quien no la acepte es tonto. La fe responde a un camino vital en el que la experiencia va confirmando poco a poco la creencia, hasta que se revela plena de sentido. Es decir, que a partir de la razón existen aproximaciones que me conceden el derecho a aceptarla. Me proporcionan la certidumbre de que no me entrego a una superstición. Pero la demostrabilidad exhaustiva, como la que disponemos para las leyes físicas, no existe.
—¿Cabe afirmar que es necesario ampliar el espíritu humano para conocer cada vez mejor a Dios?
—También la persona sencilla puede tener un conocimiento muy grande de Dios. De por sí, el vasto conocimiento del material científico e histórico que poseemos no hace a los seres humanos más capaces de llegar una idea adecuada de Dios. Porque uno puede ahogarse también en lo meramente fáctico. Quien no consigue percibir el misterio que impera en los hechos de la naturaleza o de la historia, llena su cabeza con un montón de cosas que acaso lo incapaciten para la profundidad y la amplitud espiritual.