….Adán se detiene, bajo la lluvia, en la esquina de Gurruchaga y Triunvirato. Desde allí, todavía indeciso, contempla el ámbito fantasmal de la calle Gurruchaga,
un túnel abierto en la misma pulpa de la noche y alargado entre dos filas de paraísos tiritantes que, con sus argollas de metal a los pies, fingen dos hileras de galeotes en marcha rumbo al invierno.
Fosforescente como el ojo de un gato, el reloj de San Bernardo atisba desde su torre: no queda ya en el aire ni una vibración de la última campanada, y el silencio fluye ahora de lo alto, sangre de campanas muertas.
Inesperadamente, una ráfaga traidora sacude los árboles, que se ponen a lloriquear como niño: Adán recibe un puñado de lluvia en la cara y se tambalea entre un diluvio de hojas que caen y se arrastran con un rumor de papeles viejos, mientras que los faroles colgantes ejecutan arriba un loco bailoteo de ahorcados. Pasó la ráfaga: el silencio y la quietud se reconstruyen bajo el canturreo de la lluvia. Soledad y vacío, Adán entra en la calle Gurruchaga.[…]
— … No me bastó forzar a las criaturas, exigiéndoles lo que no debían o no sabían dar; sino que, apoderándome de sus fantasmas, les hice cumplir destinos extraños a su esencia, poéticos algunos y otros inconfesables. ¡En cuántas posiciones inventadas me coloqué yo mismo, tejedor de humo, desde mi niñez! Confieso haber imaginado entonces la muerte de mi madre, y haberla padecido en sueños, como si fuese verdadera. Confieso haber derrotado al campeón mundial Jack Dempsey, en el Madison Square Garden de Nueva York, ante la gritería frenética de cien mil espectadores. Confieso haber hecho saltar la banca de Monte Carlo, en una noche prodigiosa, y haberme alejado luego, rico de oro y melancolía, entre una doble hilera de tahures corteses y bellas prostitutas internacionales. Confieso haber padecido la furia de Orlando, a causa de celosos amores, y haber demolido a Villa Crespo, sin otro utensilio que una maza de combate. Confieso haber sido pioneer de la Patagonia, y haber fundado allí la ciudad y puerto de Orionópolís, famosa por su expansión naval, dueña y señora de los siete mares. Confieso haber ejercido la dictadura de mi patria, la cual, bajo mi férula, conoció una nueva Edad de Oro mediante la aplicación de las doctrinas políticas de Aristóteles. Confieso haberme dado al más puro ascetismo en la provincia de Corrientes, donde curé leprosos, hice milagros y alcancé la bienaventuranza. Confieso haber vivido existencias poético – filosófico – heroico – licenciosas en la India de Rama, en el Egipto de Menés, en la Grecia de Platón, en la Roma de Virgilio, en la Edad Media del monje Abelardo, en… ¡Basta!
Adán Buenosayres quiere librarse de aquellos monstruosos hijos de su imaginación que vuelven ahora, uno tras otro, desfilan ante su avergonzada conciencia, esbozan gestos ridículos, posturas teatrales, actitudes malditas. Pero los monstruos insisten; y Adán tiene la impresión de que giran en torno suyo, riendo como demonios, palmeando sus bocas ululantes y guiñando sus ojos malignos, en una ronda carnavalesca.
—¡Basta! ¡Basta! He malogrado mí único destino real, por asumir cien formas inventadas, tejedor de humo. O tal vez, a la manera de un dios inmóvil que, sin alterarse ni romper su necesaria unidad, desarrollase ad intra sus posibilidades, como soñando… ¿Analogía? ¡No! Megalomanía. ¡Sólo un literato!
Espadas angélicas y tridentes demoníacos chocan sin ruido en la calle Gurruchaga: se disputan el alma de Adán Buenosayres, un literato; porque, según la economía suprema, vale más el alma de un hombre que todo el universo visible. Pero Adán no lo sabe, y es bueno que no lo sepa todavía…
Adán Buenosyres, de Leopoldo Marechal. Fosforescente como el ojo de un gato, el reloj de San Bernardo atisba desde su torre: no queda ya en el aire ni una vibración de la última campanada, y el silencio fluye ahora de lo alto, sangre de campanas muertas.
Inesperadamente, una ráfaga traidora sacude los árboles, que se ponen a lloriquear como niño: Adán recibe un puñado de lluvia en la cara y se tambalea entre un diluvio de hojas que caen y se arrastran con un rumor de papeles viejos, mientras que los faroles colgantes ejecutan arriba un loco bailoteo de ahorcados. Pasó la ráfaga: el silencio y la quietud se reconstruyen bajo el canturreo de la lluvia. Soledad y vacío, Adán entra en la calle Gurruchaga.[…]
— … No me bastó forzar a las criaturas, exigiéndoles lo que no debían o no sabían dar; sino que, apoderándome de sus fantasmas, les hice cumplir destinos extraños a su esencia, poéticos algunos y otros inconfesables. ¡En cuántas posiciones inventadas me coloqué yo mismo, tejedor de humo, desde mi niñez! Confieso haber imaginado entonces la muerte de mi madre, y haberla padecido en sueños, como si fuese verdadera. Confieso haber derrotado al campeón mundial Jack Dempsey, en el Madison Square Garden de Nueva York, ante la gritería frenética de cien mil espectadores. Confieso haber hecho saltar la banca de Monte Carlo, en una noche prodigiosa, y haberme alejado luego, rico de oro y melancolía, entre una doble hilera de tahures corteses y bellas prostitutas internacionales. Confieso haber padecido la furia de Orlando, a causa de celosos amores, y haber demolido a Villa Crespo, sin otro utensilio que una maza de combate. Confieso haber sido pioneer de la Patagonia, y haber fundado allí la ciudad y puerto de Orionópolís, famosa por su expansión naval, dueña y señora de los siete mares. Confieso haber ejercido la dictadura de mi patria, la cual, bajo mi férula, conoció una nueva Edad de Oro mediante la aplicación de las doctrinas políticas de Aristóteles. Confieso haberme dado al más puro ascetismo en la provincia de Corrientes, donde curé leprosos, hice milagros y alcancé la bienaventuranza. Confieso haber vivido existencias poético – filosófico – heroico – licenciosas en la India de Rama, en el Egipto de Menés, en la Grecia de Platón, en la Roma de Virgilio, en la Edad Media del monje Abelardo, en… ¡Basta!
Adán Buenosayres quiere librarse de aquellos monstruosos hijos de su imaginación que vuelven ahora, uno tras otro, desfilan ante su avergonzada conciencia, esbozan gestos ridículos, posturas teatrales, actitudes malditas. Pero los monstruos insisten; y Adán tiene la impresión de que giran en torno suyo, riendo como demonios, palmeando sus bocas ululantes y guiñando sus ojos malignos, en una ronda carnavalesca.
—¡Basta! ¡Basta! He malogrado mí único destino real, por asumir cien formas inventadas, tejedor de humo. O tal vez, a la manera de un dios inmóvil que, sin alterarse ni romper su necesaria unidad, desarrollase ad intra sus posibilidades, como soñando… ¿Analogía? ¡No! Megalomanía. ¡Sólo un literato!
Espadas angélicas y tridentes demoníacos chocan sin ruido en la calle Gurruchaga: se disputan el alma de Adán Buenosayres, un literato; porque, según la economía suprema, vale más el alma de un hombre que todo el universo visible. Pero Adán no lo sabe, y es bueno que no lo sepa todavía…