Famoso por muchas cosas —su traducción de las Escrituras al latín, su ascetismo, su dirección espiritual… su mal genio—.
No sé muy bien por qué me cae bien… tal vez por eso último; en algunos casos el ganarse tantos enemigos es buen indicio.
El caso es que sobre él siempre recuerdo (lo que contaba Castellani, creo; no sé con cuánta veracidad) de las protestas que despertó en su momento, cuando quiso depurar las traducciones bíblicas para hacerlas más fieles a los originales. Para muchos cristianos de su tiempo, esas correcciones tenían olor a herejía: alterar las viejas versiones infieles, cuasi canonizadas ya -a sus ojos- por el uso litúrgico, les parecía un atrevimiento sacrílego.
Mucho después -nada nuevo bajo el sol- otros cristianos de esos con pasiones tradicionalistas reaccionarían parecidamente, al ir perdiendo la Vulgata su caracter cuasi oficial dentro de la Iglesia (el mismo Leon Bloy, por ejemplo).
En fin, la imagen de esos «burritos con dos pies» (como los llamaba Jerónimo) protestando contra la verdad en nombre de la tradición, junto con otros de ese estilo (tantos rigoristas al estilo Tertuliano), la tengo siempre presente, como una especie de advertencia que me hago a cierta parte de mi alma.
Por cierto, Jerónimo no sólo se ganó la inquina de tradicionalistas clericales: también, y sobre todo, de progresistas mundanos; que se enfurecían con sus sermones ascéticos … tan deprimentes y sin embargo (maldición!) tan seductores para muchas mujeres de la sociedad romana…
«En el desierto salvaje y árido, quemado por un sol tan despiadado y abrasador que asusta hasta a los que han vivido allá toda la vida, mi imaginación hacía que me pareciera estar en medio de las fiestas mundanas de Roma.
En aquel destierro al que por temor al infierno yo me condené voluntariamente, sin más compañía que los escorpiones y las bestias salvajes, muchas veces me imaginaba estar en los bailes de Roma contemplando a las bailarinas. Mi rostro estaba pálido por tanto ayunar, y sin embargo los malos deseos me atormentaban noche y día. Mi alimentación era miserable y desabrida, y cualquier alimento cocinado me habría parecido un manjar exquisito, y no obstante las tentaciones de la carne me seguían atormentando.
Tenía el cuerpo frío por tanto aguantar hambre y sed, mi carne estaba seca y la piel casi se me pegaba a los huesos, pasaba las noches orando y haciendo penitencia y muchas veces estuve orando desde el anochecer hasta el amanecer, y aunque todo esto hacía, las pasiones seguían atacándome sin cesar.
Hasta que al fin, sintiéndome impotente ante tan grandes enemigos, me arrodillé llorando ante Jesús crucificado, bañé con mis lágrimas sus pies clavados, y le supliqué que tuviera compasión de mí, y ayudándome el Señor con su poder y misericordia, pude resultar vencedor de tan espantosos ataques de los enemigos del alma.
Y yo me pregunto: si esto sucedió a uno que estaba totalmente dedicado a la oración y a la penitencia, ¿qué no les sucederá a quienes viven dedicados a comer, beber, bailar y darle a su carne todos los gustos sensuales que pide?».
Cuenta Castellani, en su
«Breve introducción a los evangelios»:
En aquel destierro al que por temor al infierno yo me condené voluntariamente, sin más compañía que los escorpiones y las bestias salvajes, muchas veces me imaginaba estar en los bailes de Roma contemplando a las bailarinas. Mi rostro estaba pálido por tanto ayunar, y sin embargo los malos deseos me atormentaban noche y día. Mi alimentación era miserable y desabrida, y cualquier alimento cocinado me habría parecido un manjar exquisito, y no obstante las tentaciones de la carne me seguían atormentando.
Tenía el cuerpo frío por tanto aguantar hambre y sed, mi carne estaba seca y la piel casi se me pegaba a los huesos, pasaba las noches orando y haciendo penitencia y muchas veces estuve orando desde el anochecer hasta el amanecer, y aunque todo esto hacía, las pasiones seguían atacándome sin cesar.
Hasta que al fin, sintiéndome impotente ante tan grandes enemigos, me arrodillé llorando ante Jesús crucificado, bañé con mis lágrimas sus pies clavados, y le supliqué que tuviera compasión de mí, y ayudándome el Señor con su poder y misericordia, pude resultar vencedor de tan espantosos ataques de los enemigos del alma.
Y yo me pregunto: si esto sucedió a uno que estaba totalmente dedicado a la oración y a la penitencia, ¿qué no les sucederá a quienes viven dedicados a comer, beber, bailar y darle a su carne todos los gustos sensuales que pide?».
… ya en el siglo IV San Agustín se desespera ante las innúmeras variaciones de los manuscritos latinos (“codicum infinita varietas”), que pululaban en gran cantidad en todo el Imperio, desde el África –donde surgió la primera versión latina– hasta la Bretaña; y el Papa San Dámaso encargó a San Jerónimo, que vivía en Palestina, hiciera una nueva traducción correcta del griego.
Se dice comúnmente que San Jerónimo “tradujo toda la Biblia del hebreo y del griego al latín”. Es un error. San Jerónimo primeramente contestó a San Dámaso: “Si hemos de fiarnos de los ejemplares latinos, dime de cuáles; pues hay tantos textos como códices; hemos de acudir al texto griego… pero entonces hay que hacer un gran trabajo crítico previo; pues también los manuscritos están llenos de variantes…” .
Al fin se puso al trabajo refunfuñando, como era su costumbre; en este caso, con mucha razón.
San Jerónimo temía con razón la rebelión de la “opinión pública” si producía un texto diferente de lo que los fieles acostumbraban a oír en sus “iglesias”, y sabían de memoria; como en efecto sucedió.
Tradujo del hebreo muchos libros del Antiguo Testamento y revisó otros; el Libro de los Psalmos no lo tocó. Del Nuevo Testamento no hizo sino una cuidadosa “revisión” o corrección: completa en los Evangelios de Mateo y Marcos y en la primera parte de Lucas. En la segunda parte de Lucas y el Evangelio de San Juan, Jerónimo se limitó a corregir el estilo, guardando el texto del Brixiano, que estimó sano.
Sin embargo, se produjeron las más agrias críticas, por parte de los que él llama “perros aulladores” (“canes ululantes”). En su carta XXVII, Ad Marcellam, Jerónimo llama a sus críticos “burritos con dos pies”, y les aplica el proverbio romano: “Al burro no le toques la lira”, insultándoles amenamente.
En su Prefacio al Libro de Job se queja de los críticos, diciendo que “si corrijo, me llaman falsario; si no corrijo, soy un sembrador de errores”. A San Agustín que, intimidado por el rumor, lo exhortaba a abandonar la traducción del Antiguo Testamento, lo reprende con una aspereza bien friulana. Estos santos antiguos no eran muy santulones.
A pesar de la aprobación papal, la Vulgata de San Jerónimo –llamada así después del Concilio de Trento– fue resistida en todas partes, y recibida muy a la larga; los romanos en el siglo VI todavía no la preferían a la “ítala”. Pero San Patricio el Irlandés ya la citaba en el siglo V. En España, San Isidoro de Sevilla la impuso en el siglo VII. Pero Strabón en el IX dice que todavía no era universal en la Iglesia Romana occidental.
Se dice comúnmente que San Jerónimo “tradujo toda la Biblia del hebreo y del griego al latín”. Es un error. San Jerónimo primeramente contestó a San Dámaso: “Si hemos de fiarnos de los ejemplares latinos, dime de cuáles; pues hay tantos textos como códices; hemos de acudir al texto griego… pero entonces hay que hacer un gran trabajo crítico previo; pues también los manuscritos están llenos de variantes…” .
Al fin se puso al trabajo refunfuñando, como era su costumbre; en este caso, con mucha razón.
San Jerónimo temía con razón la rebelión de la “opinión pública” si producía un texto diferente de lo que los fieles acostumbraban a oír en sus “iglesias”, y sabían de memoria; como en efecto sucedió.
Tradujo del hebreo muchos libros del Antiguo Testamento y revisó otros; el Libro de los Psalmos no lo tocó. Del Nuevo Testamento no hizo sino una cuidadosa “revisión” o corrección: completa en los Evangelios de Mateo y Marcos y en la primera parte de Lucas. En la segunda parte de Lucas y el Evangelio de San Juan, Jerónimo se limitó a corregir el estilo, guardando el texto del Brixiano, que estimó sano.
Sin embargo, se produjeron las más agrias críticas, por parte de los que él llama “perros aulladores” (“canes ululantes”). En su carta XXVII, Ad Marcellam, Jerónimo llama a sus críticos “burritos con dos pies”, y les aplica el proverbio romano: “Al burro no le toques la lira”, insultándoles amenamente.
En su Prefacio al Libro de Job se queja de los críticos, diciendo que “si corrijo, me llaman falsario; si no corrijo, soy un sembrador de errores”. A San Agustín que, intimidado por el rumor, lo exhortaba a abandonar la traducción del Antiguo Testamento, lo reprende con una aspereza bien friulana. Estos santos antiguos no eran muy santulones.
A pesar de la aprobación papal, la Vulgata de San Jerónimo –llamada así después del Concilio de Trento– fue resistida en todas partes, y recibida muy a la larga; los romanos en el siglo VI todavía no la preferían a la “ítala”. Pero San Patricio el Irlandés ya la citaba en el siglo V. En España, San Isidoro de Sevilla la impuso en el siglo VII. Pero Strabón en el IX dice que todavía no era universal en la Iglesia Romana occidental.