Reconciliación

Estoy leyendo la segunda parte de Jesús de Nazaret, recién comprado (edición con letras grandes y encuadernación decente, esta vez), lectura especialmente indicada para esta semana. Aunque el estilo de estos libros de B16 es relativamente… tranquilo, estoy sacando varias cosas realmente útiles. Sobre todo respecto de la resurreción… Pero hoy copio dos textos, más a propósito de estos días.

Después de que el Señor explica a Pedro la necesidad de lavarle los pies, éste replica que, siendo así las cosas, Jesús le debería lavar no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. La respuesta de Jesús, una vez más, resulta enigmática: «Quien se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio» (Juan 13,10). ¿Qué significa esto? Las palabras de Jesús suponen obviamente que los discípulos, antes de ir a la cena, habían tomado un baño completo y que ahora, ya a la mesa, sólo hacía falta lavarles los pies. Está claro que Juan ve en estas palabras un sentido simbólico más profundo, que no es fácil identificar. Tengamos presente ante todo que el lavatorio de los pies —como ya hemos visto— no es un sacramento particular, sino que significa la totalidad del servicio salvador de Jesús: el sacramentum de su amor, en el cual Él nos sumerge en la fe y que es el verdadero lavatorio de purificación para el hombre.

Pero el lavatorio de los pies adquiere en este contexto, más allá de su simbolismo esencial, también un significado más concreto que nos remite a la praxis de la vida de la Iglesia primitiva. ¿De qué se trata? El «baño completo» que se da por supuesto no puede ser otro que el Bautismo, con el cual el hombre queda inmerso en Cristo de una vez por todas y recibe su nueva identidad del ser en Cristo. Este proceso fundamental, mediante el cual no nos hacemos cristianos por nosotros mismos, sino que nos convertimos en cristianos gracias a la acción del Señor en su Iglesia, es irrepetible. No obstante, en la vida de los cristianos, para permanecer en una comunión de mesa con el Señor, este proceso necesita siempre un complemento: el lavatorio de los pies. ¿Qué significa esto? No hay una respuesta absolutamente segura. Pero me parece que la Primera Carta de Juan indica el buen camino y nos señala cuál es su significado. En ella se lee: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos lavará de nuestros delitos. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y no poseemos su palabra» (1,8ss). Puesto que también los bautizados siguen siendo pecadores, tienen necesidad de la confesión de los pecados, que «nos lava de todos nuestros delitos».

La palabra «purificar» establece la conexión interior con la perícopa del lavatorio de los pies.

La práctica misma de la confesión de los pecados, que procede del judaísmo, está atestiguada también en la Carta de Santiago (5,16), así como en la Didaché. En ésta leemos: «En la asamblea confesarás tus faltas» (4,14); y vuelve a decir más adelante: «En cuanto al domingo del Señor, una vez reunidos, partid el pan y dad gracias después de haber confesado vuestros pecados» (14,1). Franz Mußner, siguiendo a Rudolf Knopf, comenta: «En ambos textos se piensa en una confesión pública del individuo» (Jakobusbrief, p. 226, nota 5). En esta confesión de los pecados, que ciertamente formaba parte de las primeras comunidades cristianas en el ámbito de influjo judeocristiano, no se puede identificar seguramente el sacramento de la Penitencia tal como se ha desarrollado en el curso de la historia de la Iglesia, pero es ciertamente «una etapa hacia él».

De lo que se trata en el fondo es de que la culpa no debe seguir supurando ocultamente en el alma, envenenándola así desde dentro. Necesita la confesión. Por la confesión la sacamos a la luz, la exponemos al amor purificador de Cristo (cf. Jn 3,20s). En la confesión el Señor vuelve a lavar siempre nuestros pies sucios y nos prepara para la comunión de mesa con Él.

Sí, una idea bastante elemental, si se piensa un poco. Pero yo, para variar, no lo había pensado. Miro la Catena y veo que San Agustín (¡también, para variar!) sí lo había pensado.

Y nos vamos con este otro, también a propósito del momento. Feliz y santa Pascua para los que pasen por acá.

…la Finalidad de la [fiesta judía anual de la] Expiación, [Yom Kipur] (Lev 16) es volver a dar a Israel su carácter de «pueblo santo» tras las transgresiones de todo un año, de encauzarlo de nuevo hacia su destino de ser el pueblo de Dios en medio del mundo. En este sentido, se trata de lo que constituye el fin más íntimo de la creación en su conjunto: crear un espacio para dar respuesta al amor de Dios, a su voluntad santa.

En efecto, según la teología rabínica, la idea de la alianza, de crear un pueblo santo que esté ante Dios y en unión con Él, es anterior a la idea de la creación del mundo; más aún, es su más honda razón de ser. El cosmos no fue creado para que hubiera multitud de astros y tantas otras cosas más, sino para que hubiera un espacio para la «alianza», para el «sí» del amor entre Dios y el hombre que le responde. La fiesta de la Expiación restablece una y otra vez esta armonía, este sentido del mundo reiteradamente perturbado por el pecado, y por eso representa la cumbre del año litúrgico.

La estructura del rito descrito en Levítico 16 es retomada precisamente en la oración sacerdotal de Jesús: así como el sumo sacerdote hace la expiación por sí mismo, por la clase sacerdotal y por toda la comunidad de Israel, también Jesús ruega por sí mismo, por los Apóstoles y, finalmente, por todos los que después, por medio de su palabra, creerán en Él: por la Iglesia de todos los tiempos.

Él se santifica a «sí mismo» y ofrece santidad a los suyos. […] La oración de Jesús lo presenta como el sumo sacerdote del gran día de la Expiación. Su cruz y su exaltación son el día de la Expiación para todos, en el que la historia entera del mundo, frente a todas las culpas humanas con todos sus destrozos, encuentra su sentido, y se la introduce en su auténtica «razón de ser» y su «adonde».

A este respecto, la teología de Juan 17 se corresponde perfectamente con lo que la Carta a los Hebreos desarrolla con detalle. La interpretación que ésta expone del culto veterotestamentario en la perspectiva de Jesucristo es también el alma de la oración de Juan 17. Pero también la teología de san Pablo se orienta hacia este centro que, en la Segunda Carta a los Corintios, aparece en forma de una imploración dramática: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (5,20).

Y ¿acaso no es verdad que el problema esencial de toda la historia del mundo es el ser hombres no reconciliados con Dios, con el Dios silencioso, misterioso, aparentemente ausente y sin embargo omnipresente?

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