Los buenos vinos y los buenos amigos

¿No se puede hacer nada para detenerlos? ¿Es demasiado tarde? ¿Nada está a salvo?
Miren: yo ya había comprado el vino. Ya lo había destapado, incluso, y me estaba tomando el primer vasito. A esa altura, no había por qué tratar de venderme nada. En todo caso, mientras estoy tomando un vino, podrías intentar venderme alguna otra cosa. Pero no. El publicista quiere venderme el vino que acabo de comprar. Y me lo estropea, vean. Me lo estropea.
Porque -aunque uno no es ningún catador y se limita a comprar vinos sólo un poquito más caros que los más baratos- el vino estaba rico.
Un Syrah, Colón.
Y miren lo que son las cosas (para que no digan que no entiendo para qué sirve la propaganda), es probable que haya influido en mi elección alguna vieja publicidad en la revista Jauja (Graffigna amigo de Castellani, claro…). Y aquella publicidad de 1969 era bastante feíta, no digo que no. Nada sofisticada. «En el placer de una copa… el sabor más refinado», decía. Eso, nomás.
Y hoy, 36 años después, con el vaso en la mano, uno inocentemente gira la botella y en la etiqueta de atrás (esa maldita compulsión por leer cualquier texto que se nos cruza!) se encuentra con esto:
VINO TINTO. (Hasta acá veníamos bien)
Es un vino de color profundo y cierta complejidad (empezamos a divagar un poquito…), que deja percibir la madurez de las uvas con las notas de café y las sensaciones de humo que le aporta la madera. (Bueh. Es el tipo de cosas que dicen apreciar los que saben. Delirante, pero algo simpático. Algo había que poner. Pasa.)
Misterioso y enigmático. (Bueno, ya podría terminar con esto, ¿no?. Pero no. Agárrense ahora.)
Te va a hacer acordar a ese amigo que se fue a vivir a otro país. Y que cada vez que vuelve, te sorprende por su evolución y te aporta sensaciones nuevas.
No hay derecho. Un poco de respeto, por favor. Un vino es -en su género- una cosa noble. No puede ser que un publicista pueda imaginar ese párrafo y estamparlo en la etiqueta de un vino con total impunidad. Peor: es de creer que le han pagado por eso. Es para desesperar del mundo.

A mí me da miedo, sobre todo, pensar en la imagen que el publicista debe tener de la gente que consume sus productos; me estremecer pensar que, en su concepción del mundo, es normal tener un amigo que se fue a vivir a otro país y cada vez que vuelve, nos sorprende por su evolución y nos aporta sensaciones nuevas. O que si no lo tenemos, nos gustaría tenerlo. Quisiera poder contestarle (con algo de violencia, incluso) que no, que está equivocadísimo, que yo no tengo tal amigo, y estoy contento de no tenerlo.
Pero esa contestación sólo tendría sentido si pudiera hacerla en nombre del consumidor normal. Y no estoy seguro. Quisiera estar seguro de que el imaginario de los publicistas es completamente irreal, pero no lo estoy. Tal vez, pienso… si hoy el mundo no es como estos publicistas lo imagina, mañana lo termine siendo. Y de pronto se me ocurre -y me da miedo pensarlo- que acaso la verdadera misión de los publicistas no sea convencernos de comprar tal o cual vino, sino de tener tales o cuales amigos…

Oscar Wilde, creo, pergeñó aquella paradoja de que la naturaleza (o la vida, o el mundo) imita al arte. Estamos en el siglo XXI. Cambien «arte» por «publicidad» y díganme cómo les suena. Y díganme si no tengo motivos para tener un poquito de miedo.

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